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El siglo XIX, el periodo en el que se consolidan el saber y la práctica
científica moderna, estaba fascinado por
las sombras. Al consabido gusto romántico por la noche, el sueño
y las presencias invisibles, cabe añadir la enorme proliferación
de poderosos artilugios de visión, auténticas máquinas
de sombra, que evolucionan desde la cámara obscura o la linterna
mágica hasta la fotografía y el cinematógrafo. La
persuasiva verosimilitud de estas imágenes “ópticas”
se abre a una nueva dialéctica que va a dar satisfacción,
tanto al deseo de neutra exactitud de la mirada científica, como
al deseo de ilusión mágica de los espectáculos populares.
Entre ciencia y espectáculo se trazará una frontera imprecisa
a través de la cual lo invisible puede llegar a hacerse, ahora,
visible “científicamente”, y donde las inofensivas
ilusiones mágicas vienen a constituirse en síntomas de las
más inquietantes pulsiones de la mirada.
Con independencia de su intención cómica o seria, lo cierto
es que el siglo XIX está plagado de imágenes fantasmales,
y no debe de ser casualidad que la modernidad haya derivado del antiguo
phantasma –aparición, imagen, espectro– dos categorías
clave para la interpretación de sus propios síntomas culturales:
lo fantasmagórico (para el modelo social) y lo fantasmático
(para el modelo de sujeto). La expresión fantasmagórico
surge en torno a 1800 y proviene del ámbito de los espectáculos
de óptica, más en concreto de las innovadoras sesiones de
linterna mágica celebradas en París, pocos años después
de la Revolución. Étienne Gaspar Robert, conocido como Robertson,
inventor del fantascopio, se apropió para sus “entretenimientos
filosóficos” del nombre Phantasmagoría: resultado
de añadir al término fantasma la terminación derivada
agoréuo –yo hablo–. El vocablo tuvo un enorme éxito
y pronto pasaría a constituirse en una nueva categoría cultural.
En su tesis sobre el fetichismo de la mercancía, Marx descubría
toda su potencialidad metafórica cuando afirmaba que en el capitalismo
la relación social entre los hombres “toma la forma fantasmagórica
de una relación entre cosas”. De este modo aludía
al fundamento social de nuestras “ilusiones fúnebres”
y por extensión, al carácter ontológicamente ilusorio
y espectral del estatus de lo real en el mundo desacralizado.
Lo fantasmático como categoría cultural surge aproximadamente
un siglo después, en torno a 1900, y proviene, como uno de sus
conceptos fundamentales –y en alguna medida, fundacionales–,
del ámbito psicoanalítico. En general, alude a una estructura
constituyente de la “realidad psíquica”, encubridora
del deseo y estrechamente vinculada con lo escópico. Actualizado
y potenciado por Lacan, el término fantasma sigue aludiendo a una
estructura primaria de la subjetivación, pero perfila y restringe
más su significado para convertirse en aquello que vela y enmarca
lo real entendido como lo irrepresentable.
Lo fantasmático y lo fantasmagórico, como estructuras subyacentes
en la vida del sujeto y en la vida social que toman como modelo la dinámica
propia de la imagen, permiten, gracias a ello, una nueva articulación
histórica a través de las imágenes de nuestras “realidades”
psíquica y social. De aquí la pertinencia y el desafío
de una apuesta como la que Georges Didi-Huberman hace por una historia
de la imágenes consecuente con su actual valor epistémico;
alejada de los vagos alegatos a favor de la interdisciplinariedad del
debate postmoderno o de los estudios visuales, y que supone, por contra,
una renovación y una expansión de la Historia del arte concebida
ahora como la Historia de las –de nuestras– imágenes
fantasma.
José Díaz Cuyás
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Desde Hegel lo cómico como
categoría estética se ha erigido en expresión histórica
de la decadencia social y cultural de una civilización. El predominio
de lo cómico presupone la devaluación de una ética
objetiva frente a la prevalencia de lo subjetivo. En este relevo, en esta
pérdida de los vínculos objetivos y el consiguiente incremento
de lo subjetivo, fundamenta Hegel tanto su crítica al romanticismo
contemporáneo como el anuncio de que el periodo histórico
del arte -como objetivación del Espíritu- ha llegado a su
fin. En Nietzsche, por el contrario, la risa se fundamenta como una fuerza
destructivo-creadora que actúa contra el "monótono-theismus"
de la metafísica. Su "ciencia alegre" es una defensa de
la risa del pensar frente al pensamiento que se "toma en serio".
Es en este sentido como se debe interpretar su postulado por "un arte
diferente -un arte burlón, frívolo, liviano, divinamente desenfadado,
divininamente artificioso", un arte para artistas.
Frente al valor negativo de lo cómico en Hegel entendido como un
género cultural que predomina en las sociedades decadentes, o en
los hegelianos (Vischer) como un momento de lo bello y como antítesis
de lo sublime, en Nietzsche, desde una nueva posición ontológica,
el problema se traslada al valor ambivalente del acto corporal de la risa.
De esta ambivalencia ya era plenamente consciente Baudelaire cuando señalaba
la esencia cómica de la vida moderna haciendo hincapié, de
manera especial, en lo que la comicidad tiene de satánico.
Desde el punto de vista histórico es innegable la vinculación
entre el auge de la caricatura en el siglo XVIII -de la búsqueda
consciente del efecto cómico por medios pictóricos- y la modernidad.
Es en este contexto, precisamente, donde adquiere pleno sentido la proscripción
explícita de la representación de la risa en la pintura por
parte de teóricos ilustrados como Lessing o Diderot. Pero este congreso
quiere ser una invitación a reflexionar no tanto sobre el género
menor de la caricatura como en el fenómeno, más complejo,
de la caricaturización o comicidad de la pintura moderna de calidad.
En el periodo final de la historia del arte -según Hegel-, Baudelaire
se asustaba de las caricaturas de Grandville mientras sus contemporáneos
se divertían ante las obras de Manet. Es evidente que el valor ambivalente
de la risa, en la percepción de lo cómico moderno, ya era
manifiesto en el origen mismo de la pintura de la vida moderna y, que aquellas
risas, pretendidas o no por los artistas, no han dejado de acompañar
desde entonces las expresiones más características del arte
contemporáneo. Todo parece indicar, en conclusión, que el
efecto cómico en el arte, no se circunscribe en la modernidad a un
género pictórico menor, sino que, por el contrario, la risa,
provocada voluntaria o involuntariamente, debe ser tomada en cuenta como
uno de los elementos consustanciales al arte contemporáneo.
José
Díaz Cuyás
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