Algo extraño ocurre con el suelo en el arte contemporáneo. De una manera
genérica, pero constatable en múltiples ejemplos, podría decirse que
desde el impresionismo la evolución de las artes sigue un secreto impulso
por venirse al suelo. No es casual que Monet concluyera su ciclo pictórico
volcado literalmente sobre una superficie acuática, una capa horizontal
de un paisaje especular que se confunde con la capa pictórica. La pintura
estaba tocando suelo. Aunque la tierra firme quedaba lejos. A partir
de entonces resultará difícil mantener un horizonte común entre el que
mira y esas misteriosas figuras de la pintura europea siempre anhelantes
por lanzarse al vuelo libre o por explorar las interioridades de la
tierra. En realidad, sostenerse en el aire y enterrarse o sumergirse
en la tierra son dos aspiraciones provocadas por una misma ilusión,
la que es fruto del deseo por explorar y ver de lejos, desde fuera y
desde dentro, el solar de la ciudad moderna, el que ahora teje toda
la superficie del planeta. La fascinación que siente el urbanita por
lo que se encuentra bajo sus pies no se debe, tan sólo, a que en esas
capas subterráneas se hallen depositados los tesoros ocultos o las pesadillas
de su pasado, sino también a que el mejor modo para ver ahora la metrópoli
es hacerlo desde arriba, o en su lugar, desde abajo. Nadar lo sabía
bien, para registrar la imagen de París ya no bastaba con caminar por
ella superficialmente, había que aprender a desplazarse también en vertical,
desde el aire, con el Gigante, para recoger las trazas de su
verdadero orden, o desde la tierra, por sus alcantarillas y pasadizos,
por las interioridades donde se almacenan las memorias del subsuelo.
Dónde estará Nadar. Lo único que sabemos es que a ese
lugar no habrá llegado por su propio pie, sino arrastrado por la fuerza
exclusiva de sus ojos. Ojos que se elevan y se sumergen bajo el suelo.
Los solares de la nueva ciudad son planos reversibles y ubicuos, superficies
abstractas y especulativas, meras plataformas sobre las que se eleva
la escenografía urbana; y como mejor puede verse un entablado, ya se
sabe, es encaramándose sobre él o metiéndose debajo. La ciudad sin límite
tampoco precisa de un límite inferior, ni de un horizonte, puede muy
bien sostenerse por sí misma, autocimentarse. Tony Smith, arquitecto
moderno, admirador de Le Corbusier y, desde los años sesenta, según
algunos, escultor postmoderno, concibe la ciudad como una entidad en el
espacio, sin suelo ni cielo. Su figura fue reivindicada por aquellos
jóvenes artistas que abogaban por un arte espacial, un arte de ambiente
o de situación, que en su pugna con el modernismo americano acabaron
de desparramar el arte por los suelos. Ahora era el propio arte el que
tocaba suelo. La tierra firme estaba ya muy lejos.
Si en aquella década el arte llegó a entrar en contacto
directo con el suelo fue, precisamente, porque este ya no tenía ningún
crédito como límite inferior, porque todo el mundo sabía que aquellas
herméticas ideaciones esparcidas por ahí estaban autocimentadas, que
no estaban erigidas sobre el suelo, sino meramente colocadas allí sobre
un plano, en el espacio, literal, de la ciudad. De aquí que el suelo
pudiera hacerse cosa manejable y como en el caso de Andre, llegara a
mimetizarse como falso suelo, como entarimado. Pero, también de aquí
que en el caso de Smithson pueda llegar a ser manipulado como superficie
de representación, como una tabla o conglomerado de signos. Nada más
equívoco, por tanto, que la sospechosa traducción de arte de la tierra
para calificar esta práctica. Su trabajo no pretendía dar expresión
ni a la Tierra, ni a la Naturaleza, ni a ningún otro arcano originario,
sino a lo que denomina solares de tiempo, a ese suelo especulativo
económico y ontológico- de la ciudad planetaria, a ese espacio que Malevich
concibió como un desierto y en el que Smithson, ahora, viene a ejercer
como topógrafo, leyendo y articulando, literalmente, la grafía del lugar.
Sobre todo ello trata, desde muy diversas, perspectivas
el siguiente dossier.