EL
MITO DEL RENACIMIENTO EN NIETZSCHE Fernando Castro |
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Donde
se expone la idea de Renacimiento en el pensador alemán y, a su través,
se analiza la profunda imbricación entre sus posiciones estéticas y éticas
poniéndolas en relación con las de otros autores de su época, aquella que
abrió un siglo plagado de peligros. |
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“La veneración por el Renacimiento de Burckhardt y Nietzsche produce
la impresión de la conducta de jinetes propietarios de su caballo que
no se han atrevido a dar el salto decisivo, ni siquiera en la teoría” Cuando
Nietzsche fue nombrado catedrático de lenguas clásicas por la Universidad
de Basilea sólo tenía 24 años y era una de las grandes esperanzas de
la filología alemana. Dicha universidad, que estaba regida por un consejo
cívico, contaba entonces con poco más de 100 alumnos entre todas sus
facultades. En ella descollaba un profesor: Jacob Burckhardt, autor
de dos libros magistrales sobre el Renacimiento italiano: La cultura
del Renacimiento (1860) y El Cicerone (1855); por los que
habíase granjeado entre la juventud europea un prestigio similar al
que gozó Winckelmann en el siglo anterior. Nietzsche se percató enseguida
de la talla intelectual de Burckhardt. “Hay que levantarse y acostarse
leyendo El Cicerone de Burckhardt le decía Nietzsche
a su amigo Gersdorff en una carta. Pocos libros hay que aviven tanto
la imaginación y que mejor preparen para penetrar las concepciones artísticas”. Igual
que Goethe forjó su idea de la superioridad del arte clásico con la
lectura de Winckelmann, cuyos libros le acompañaron en las inolvidables
jornadas de su viaje a Italia, Nietzsche lo hizo leyendo a Burckhardt,
y bajo el hechizo de sus clases magistrales en la universidad de Basilea. Desde
el principio la simpatía entre ambos fue mutua. Aunque el aprecio de
Burckhardt hacia el joven Nietzsche se fue atenuando, sobre todo a raíz
de la ruptura violenta de este con Wagner y de su deriva hacia la prosa
poética o ditirámbica, cuya culminación, como sabemos, es el Zaratustra,
libro en el que puso esperanzas tan desmedidas que incluso a sus lectores
más fervientes les cuesta compartir. Por
su parte, Nietzsche siempre proclamó una admiración absoluta por Burckhardt,
no llegando a sospechar el efecto negativo que sus últimos libros ejercieron
sobre este. Las primeras cartas que le dirige tras el fulminante ataque
de locura lo llama “su mayor máximo maestro”. Abrumado por la vehemencia
del afecto que le dispensaba su discípulo y amigo, Burckhardt se percató
de que tenía que limitar el alcance de su influencia sobre él: “Mi pobre
cabeza nunca ha sido poderosa, como la de usted, para reflexionar sobre
las razones últimas, los propósitos y los fines deseables de la ciencia
histórica”. Y añadía: “solo he deseado que cada uno de mis oyentes sintiese
y supiese que puede por sí mismo buscar y asir lo que a su personalidad
conviene, y que hay un deleite en hacerlo. Nada me importa que por esto
se me acuse, como es muy probable, de amateurismo”. Y en otra carta
manifiesta irónicamente su esperanza de que al menos una multitud expectante
se reúna en los valles para contemplar al solitario caminante de los
riscos. Thomas
Mann, en su lúcido ensayo sobre Nietzsche, que data de 1947, se percata
de la ambivalencia de los sentimientos que el joven filósofo sentía
por el magister de la historia y de la vida. Las reservas de
este hacia aquél debieron de manifestarse desde el principio de su amistad,
si bien de un modo velado:
“Pero Jacob Burkhardt asevera Tomas Mann hacia el cual Nietzsche
alzaba sus ojos como hacia un padre, no era un filisteo; y, sin embargo
se dio cuenta muy pronto de la inclinación, incluso de la voluntad de
extraviarse y de entregarse a desvíos mortales que había en la orientación
espiritual de su joven amigo, y se separó prudentemente de él, lo dejó
caer, con una cierta indiferencia, que era una autodefensa parecida
a la empleada por Goethe...”
[1]
Cuánto
hay del propio Thomas Mann en este juicio de intenciones sobre Burckhardt,
mezcla de ironía y desdén: “... lo dejó caer”. ¿Adónde? ¿Al abismo que
el altivo burgués hanseático vislumbraba en el lema de una “vida peligrosa”?
¿Podía haberlo detenido en su caída? La vida de Nietzsche, tras su abandono
de la cátedra de Basilea, sería según Thomas Mann un descenso al abismo.
Pero no quisiera anticipar un tema que al final de este artículo abordaré
con mayor extensión, y que versa sobre la influencia de Nietzsche, a
través de su mitificación de la figura del condottiere renacentista,
en las obras de juventud de Thomas Mann. Aún
a sabiendas de que su antipositivismo le exponía a la temida acusación
de no ser más que un amateur de la ciencia histórica, Jacob Burckhardt
denunció la esterilidad de la erudición filológica que invadía entonces
la investigación histórica en el ámbito de la universidad alemana. Tal
actitud intempestiva, que confería a su magisterio un valor de absoluta
independencia intelectual, sedujo al joven Nietzsche, quien ya había
tenido ocasión de defender la situación marginal de Schopenhauer con
respecto a la filosofía universitaria alemana, a cuyos santones, siendo
aún profesor de la universidad de Basilea, también él desafió al publicar
El origen de la tragedia. Por
otra parte, la atracción intelectual que desde un principio Jacob Burckhardt
ejerció sobre Nietzsche se fundaba en una aversión compartida hacia
la orientación finalista de la filosofía de la historia de Hegel, que
concibe el devenir de la civilización como un progreso imparable del
Espíritu, del que la idea del Estado moderno, representado por Prusia,
sería su máxima e incuestionable encarnación
[2]
. Dicha tesis históricopolítica repugnaba a Nietzsche
tanto o más que a Burckhardt
[3]
, el ciudadano de la liberal y pacífica Basilea. Sabemos
que Jacob Burckhardt era un gran conferenciante casi todos sus libros
son el resultado de cursos universitarios, reelaborados por él mismo
o por sus discípulos. Cuando Nietzsche entró por primera vez en una
clase de Burckhardt, quien le doblaba la edad, quedó verdaderamente
fascinado por él. En una carta dirigida a un amigo suyo, le comunica
este entusiasmo:
“Ayer
tarde experimenté un goce del que hubiera querido hacerte partícipe
a ti muy especialmente. Jacob Burckhardt pronunció una conferencia sobre
‘los grandes hombres de la historia’, totalmente sobre la base de nuestras
ideas y sentimientos. Este hombre ya de alguna edad y extraordinariamente
singular tiende, si no a falsificaciones, sí a silenciamientos de la
verdad, pero paseando y en confianza llama a Schopenhauer ‘nuestro filósofo’.
Asisto a una clase suya de una hora por semana sobre el estudio de la
historia, y creo ser el único de sus sesenta alumnos que comprende el
profundo curso de su pensamiento, con todas sus extrañas refracciones
y revueltas en que la cosa roza lo problemático. Por primera vez siento
placer en oír una clase; pero es que esta es también de una especie
que yo mismo, si fuera de más edad, podría darla así. En su clase hoy
ha examinado la filosofía de la historia de Hegel de una manera digna
en absoluto del centenario.”
[4]
Según
contaba uno de sus alumnos, cuando se refería a alguna de las grandes
obras de arte del Renacimiento italiano, como la Capilla Sixtina, los
frescos de Rafael, etc., a menudo se emocionaba tanto que tenía que
callar para contener las lágrimas, y durante esos silencios sólo se
oía el rumor del Rihn
[5]
. El amor al arte era un poderoso vínculo que los
unía. A este respecto, la hermana de Nietzsche nos cuenta la profunda
conmoción que sufrieron ambos amigos al propagarse en Basilea la noticia
del incendio de París durante los trágicos acontecimientos de la Comuna,
conmoción agravada en ellos porque también corrió el bulo de que las
llamas habían destruido el museo del Louvre. Nietzsche
asistió a dos importantes cursos universitarios dictados por Jacob Burckhardt
en Basilea: el primero, en el semestre de invierno del curso académico
1870/71, que versaba sobre teoría de la historia, publicado póstumamente
bajo el título de Consideraciones sobre la historia universal;
y el segundo, en el semestre de verano del año 1876, sobre “Historia
de la cultura griega”, que tras la muerte del autor también fue publicado
con el mismo título. Las notas de clase que Nietzsche tomó en este último
curso debieron influir en la revolucionaria visión de la cultura helénica
que propuso en el primero de sus grandes libros: El origen de la
tragedia. En 1870, mientras Burckhardt desgranaba sus razonamientos sobre el papel que juegan los grandes conductores de masas en los cambios históricos, las tropas prusianas invadían Francia y avanzaban sobre París. Desde la pequeña y civilizada Basilea, Jacob Burckhardt denunciaba las consecuencias nefastas del imperialismo prusiano. Como ya se ha dicho, Nietzsche no sólo compartía estas ideas formuladas insistentemente por Burckhardt en sus clases, sino que, llevado por el desprecio hacia el militarismo expansionista alemán, llegó a profetizar las desgracias que caerían sobre su pueblo si sus gobernantes (siempre escribió irónicamente la palabra “Reich” entre comillas) no renunciaban a su peligrosa fascinación por la guerra. Algo que a menudo olvidan quienes, esgrimiendo únicamente las consecuencias de su teoría del superhombre, pretenden convertirlo en el responsable filosófico de las funestas locuras bélicas que marcaron el destino de Alemania en el siglo XX, cuyo catastrófico final fue prefigurado en el campo intelectual y artístico por la alianza del mito heroico y el ideal de una vida estética. Pero la cuestión que nos importa dilucidar es si la concepción histórica de Burckhardt y su exaltación del Renacimiento italiano ejerció alguna influencia en la teoría del superhombre de Nietzsche, que constituye el vértice de su antropología filosófica. Todo parece indicar que la filosofía de la historia de Burckhardt, que le asignaba una importancia crucial a los grandes hombres como impulsores de los cambios históricos, debió influir en el pensamiento del joven Nietzsche. Las primeras alusiones al valor del individualismo en la cultura del Renacimiento por las que Nietzsche se interesó no fueron artísticas sino políticas. Me refiero a las figuras de Maquiavelo y César Borgia, cuyos retratos aparecen nítidamente dibujados en el gran fresco de la cultura italiana del Renacimiento que tan vívidamente Burckhardt diseñó en sus conferencias y libros. Así pues, en la obra de Nietzsche los comentarios elogiosos al pensamiento político de Maquiavelo precedieron a las citas de la figura militar de César Borgia. Antes de 1884, el nombre de este no aparece ni una vez en sus escritos, pero sí el de Maquiavelo. Curiosamente, tanto Maquiavelo como después Burckhardt vieron en el destino político de César Borgia y en sus osadas campañas bélicas la única posibilidad, truncada por los avatares históricos, de derrocar el poder que los papas ejercían sobre el suelo de Italia. Este sanguinario condottiere era el único que podía cumplir la tarea de acabar con la división de la península italiana en multitud de pequeños, y por eso manipulables, reinos y repúblicas, “sacando el hierro de la herida”, para poner fin así al poder omnímodo del papado, haciéndose coronar él mismo como Papa e imponiendo por la fuerza de las armas la unidad de Italia. Esto le parecía a Nietzsche una posibilidad sublime, cuya dimensión estética reflejada como “voluntad de poder” le impedía distinguir, al modo de Maquiavelo, entre fines y medios. Pero a Burckhardt, por mucho que los fines le pareciesen justos y necesarios, los medios le parecían abominables, diabólicos. Todo esto, decía, “pertenece a la esfera de lo irracional”. Este matiz, sin embargo, no se daba en Nietzsche, en quien sí encontramos apasionadas justificaciones de la violencia por la estética, como las que formuló sobre la figura de César Borgia, en el aforismo 197 de su libro Mas allá del bien y del mal
“Se malentiende de un modo radical al animal de presa y al hombre de presa (por ejemplo, Cesare Borgia), se malentiende la ‘naturaleza’mientras se continúe buscando algo ‘enfermizo’ en el fondo de esos monstruos y plantas tropicales, los más sanos de todos, o incluso un ‘infierno’ congénito en ellos. Parece que en los moralistas hay odio a la selva virgen y a los trópicos... ¿Por qué? ¿A favor de las zonas templadas? ¿A favor de los hombres templados? ¿De los morales? ¿De los mediocres?”
Y
en un fragmento póstumo de la primavera de 1884, escribe lo siguiente:
“¡Incomprensión del animal de presa: lleno de salud, como Cesare Borgia!
Las cualidades de los perros de caza”
En
cambio, Burckhardt juzga las atrocidades cometidas por el hijo del Papa
como tales atrocidades, por más que el tratamiento literario que de
ellas hace pueda inducir a la sospecha de que también se sentía atraído
por la conducta de aquel criminal, aunque sólo fuera por no poder disociarla
de su condición de mecenas y amante de las artes. El
paradigma de tales conductas estéticas pudo hallarlo Nietzsche, más
que en los libros de Burckhardt, en los del conde Gobineau, cuya obra
El Renacimiento fue publicada en 1877. Como es sabido, la fama
de este autor estaba asociada en Europa a la difusión de las ideas racistas
que había expuesto en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas
humanas(1853). Es
interesante saber que Gobineau conoció en 1876 a Wagner, quien descubrió
en las tesis racistas de aquél la confirmación de su propia ideología,
estableciéndose a partir de entonces una estrecha amistad entre ambos,
que se reafirmó al encontrarse de nuevo en Venecia, en 1882. Tal amistad
duró hasta la muerte de Gobineau, acaecida en Turín en 1882; ciudad
donde, como se sabe, se produjo el hundimiento de Nietzsche en el pozo
de la locura, del que no salió hasta su muerte. En
su obra El Renacimiento. Escenas históricas, Gobineau narra una
conversación imaginaria entre el Papa Alejandro VI y su hija Lucrecia
Borgia, cuyo marido Alfonso acababa de ser asesinado por su hermano
César: “No, hija mía, él no es un monstruo. Es una naturaleza dominante
que no tiene miramiento alguno cuando se trata de conseguir en dura
lucha los laureles del vencedor (...) Deja a los espíritus pequeños,
a los del rebaño, ser débiles y consumirse en cavilaciones”. Y pone
en boca de Maquiavelo las siguientes palabras para definir a César Borgia:
“¡Qué ser más extrañamente horrible!... Listo y astuto como la serpiente,
infiel como el gato, orgulloso como el águila. ¡No me extrañaría que
el espíritu enajenado de César Borgia nos trajera un día la salvación!
¡La salvación de la maldición por crímenes incontables, y la liberación
de la ciénaga de sangre e ignominia en la que nos ha sumido la funesta
bondad de Girolamo”.
[6]
La
visión que Nietzsche se forja del Renacimiento, a partir de la lectura
de Burckhardt y de Gobineau, no es estética si por tal se entiende
lo que en el arte pertenece exclusivamente a la jurisdicción de los
sentidos y cuya única finalidad es la de producir sensaciones placenteras,
sino ética entendiendo por tal el sometimiento de la vida entera a
un principio ascético que tiende a la autorrealización por el esfuerzo,
algo que él mismo puso en práctica en su propia vida. A Nietzsche no
le interesaba la obra sino el hombre; no la Sixtina, sino Miguel Ángel.
Lo que distingue a los grandes hombres del Renacimiento pensaba Nietzsche
es su espíritu de superación forjado por la ambición de “imitar” los
modelos excelsos de la antigüedad clásica. Tal idea de perfección sólo
fue realizada por aquellos artistas que, haciendo del autosacrificio
el eje de sus vidas, avanzaron más allá de sí mismos, esto es, de su
naturaleza. De tal manera que el ideal estético del Renacimiento se
fundiría con un ideal ascético. O dicho de otro modo: la condición de
la belleza es el esfuerzo, la disciplina, el rigor; algo que el eudemonismo
burgués del siglo XIX trataba de negar obstinadamente.
“La
Antigüedad obró como un constreñimiento pleno de encanto sobre
la fuerza pletórica de los hombres del Renacimiento. Estos se sometían
al estilo, paladeaban la superación de no desenvolverse naturalmente;
he aquí la manera de proceder de los hombres fuertes que son altivos
y autocráticos para consigo mismos. ¡No se la debe confundir
con la manera de ser pusilánime y sumisa de los medrosos eruditos!”.
[7]
La
erudición histórica y el eudemonismo estético. He aquí las dos causas
de la visión enturbiada del Renacimiento italiano que la mentalidad
burguesa del siglo XIX profesaba, y a las que Nietzsche, siguiendo la
estela marcada por Burckhardt, se enfrentó en sus escritos. Por otra
parte, las ideas de esfuerzo y autosacrificio que según Nietzsche
hicieron posibles las grandes obras de arte del Renacimiento italiano,
no negaban una experiencia de la plenitud de la vida, con sus placeres
y sufrimientos, sus alegrías y tristezas; de tal modo que, según él,
la asunción del esfuerzo autoformativo era conciliable con el culto
a la vida. De haber sido aquellos artistas unos simples hedonistas no
habrían podido realizar nada verdaderamente valioso. De
las tres grandes cumbres del Renacimiento artístico italiano: Rafael,
Miguel Ángel y Leonardo, el primero en despertar su admiración fue Rafael.
“El
arte ¿es consecuencia de descontento con la realidad? ¿o expresión
de agradecimiento por la felicidad disfrutada? En el primer caso,
es romanticismo; en el segundo glorificación y ditirambo (en
suma, arte apoteósico). A esta última modalidad pertenece también
Rafael, abstracción hecha de su falsía de exaltar la apariencia
de interpretación cristiana del mundo; estaba agradecido por los aspectos
de la existencia en que esta se presentaba no específicamente cristiana”.
[8]
Al
principio Nietzsche se obstinó en presentarnos un Rafael pagano, que
sólo accidentalmente reflejó en su obra el ideal cristiano de vida.
Así también fue caracterizado este artista por Burckhardt en El Cicerone,
como alguien que “vio formarse todo lo más perfecto, e inmediatamente
después empieza la decadencia, hasta entre los más grandes que le sobrevivieron.
Todo ese ‘más perfecto’ ha sido creado para consuelo y admiración de
todos los tiempos, y su nombre es Inmortalidad”.
[9]
Por
el contrario, Schopenhauer sólo destacó en la obra de Rafael el contenido
cristiano de sus temas, en cuya pintura sacra, así como en la del Correggio,
cifraba la suprema realización del “verdadero genio del Cristianismo”.
La pintura religiosa de ambos artistas refleja, por ende, “la resignación
absoluta, que es el espíritu tanto del cristianismo como del brahmanismo
y que entraña la renuncia de todo deseo, la supresión de todo acto volitivo,
y como consecuencia el aniquilamiento de la esencia del mundo entero
y como fin último la salvación”.
[10]
Aunque
probablemente Nietzsche conocía bien esta definición de Rafael como
pintor cristiano, pues quien la propuso fue Schopenhauer, que guió sus
primeros pasos en el campo de la filosofía, prefirió acogerse a la interpretación
de Burckhardt que veía en la pintura de aquel el paradigma de un paganismo
inocente y puro, como también lo vio Goethe. Sin
embargo, sorprende que entre todos los cuadros de Rafael, donde, como
se sabe, no faltan los de tema mitológico, Nietzsche se fijara solamente
en uno cuyo contenido es religioso: la Transfiguración. Lo que
Nietzsche destaca en este cuadro, que representa un dogma del cristianismo,
es la jerarquización de los seres humanos en relación con el foco de
luz que emite la figura de Cristo transfigurado:
“Transfiguración.
Los dolientes que se debaten en el desconcierto, los que sueñan
sueños confusos y los inefablemente extasiados; he aquí los tres
grados en que Rafael divide a los hombres. Ahora ya no encaramos
el mundo de este modo; y tampoco Rafael tendría ya derecho a hacerlo;
vería una transfiguración nueva”.
[11]
¿Qué
transfiguración vería el artista del futuro? Nietzsche señala la imposibilidad
de que en la Edad Moderna la religión cristiana, o cualquier otra, jerarquice
a los hombres en esos tres grupos magnéticamente ligados a un misterio
de la fe. Parece que Nietzsche intuyó que ese cuadro representaba el
fin de una época. Pero, si tras la muerte de Dios la fe cristiana ya
no puede cumplir la misión de magnetizar las voluntades, y puesto que
no hay transfiguración sin fe, ¿qué sentido tiene, en una época descreída,
la estratificación de la humanidad según su grado de relación con un
misterio de la fe convertido en dogma? Esta es la pregunta pertinente
que Nietzsche formula al contemplar el citado cuadro de Rafael. Hegel
también se interesó por esta obra de Rafael. Pero su interpretación
sólo aspiraba a demostrar que el deslinde de planos en dos escenas incomunicadas,
encuentra su justificación en el texto sagrado que ilustra. Al contrario
de Nietzsche, Hegel no se interroga sobre el porvenir de semejante división
jerárquica de la humanidad, es decir: no cuestiona el principio de orden
al que la misma obedece. Años
después, Nietzsche volvió a reflexionar sobre la Transfiguración
de Rafael, pero no para glosar su significado sino para denigrar a su
autor, de quien dice que “a la postre también su Cristo transfigurado
es un alborotado y extático frailecillo al que no osa mostrar desnudo.
Goethe sale bien parado”
[12]
. Citando al autor del Fausto, Nietzsche proclamaba
la superioridad del ideal pagano e ilustrado que este representa sobre
el ideal cristiano, del que la pintura de Rafael sería su más cabal
y odiosa expresión
[13]
. Por
su parte, Jacob Burckhardt elogia en el Cicerone la audacia de
Rafael (“que no sería aconsejable a cualquiera”) de representar simultáneamente
las dos escenas: la Transfiguración de Cristo en el Monte Tabor
y la muchedumbre de fieles que en la parte baja del cuadro asiste al
milagro sin comprender nada. Y termina así su descripción: “A quien
no le baste este Cristo, que trate de comprender antes qué es lo que
le falta, y qué es lo que puede exigirse del arte”
[14]
. Así pues, al ridiculizar la figura de Cristo como
“frailecillo” parece que Nietzsche quisiera responder al desafío lanzado
por Burckhardt. Lo que puede exigirse al arte replica Nietzsche es
que renuncie a ser la apología en imágenes de los dogmas del Cristianismo. A
propósito de las últimas obras de Rafael, también Nietzsche propuso
un modelo de explicación de su proceso creativo, que, a la luz de las
modernas teorías psicológicas del arte, cobra una importancia singular,
por cuanto sirve también para interpretar la naturaleza de la génesis
del acto creativo en algunos artistas modernos considerados geniales:
“Aprender.
Miguel Ángel tenía entendido que Rafael encarnaba el estudio y él
mismo la naturaleza: allí el aprendizaje y aquí el talento.
Sin embargo hay aquí una pedantería, dicho sea con todo el respeto
debido al gran pedante. ¿Qué es el talento sino un término que designa
un proceso más antiguo de aprendizaje, experiencia, ejercicio,
apropiación y asimilación que se operó en la etapa de los padres o hasta
en otra anterior? Y, por otra parte, el que aprende es que se dota
a sí mismo de talento, sólo que aprender no es cosa fácil,
y no es exclusivamente cuestión de buena voluntad, sino que hay que
saber aprender. En el artista se opone a esto con frecuencia la envidia
o ese orgullo que ante lo extraño al punto se eriza e involuntariamente
se coloca en estado de defensa, no en el de quien aprende. Rafael, como
Goethe, desconoció tanto esa envidia como ese orgullo; de ahí que hayan
excelado en aprender, no se hayan limitado a explotar esas vetas que
las formaciones y antecedentes de sus antepasados habían elaborado.
Rafael desaparece ante nosotros aprendiendo, en plena apropiación de
lo que su rival designara como su propia ‘naturaleza’: día a día se
llevaba un pedazo de ella aquel nobilísimo ladrón; mas murió antes que
llegara a apropiarse al entero de Miguel Ángel, y la postrera serie
de obras suyas, como comienzo de un nuevo plan de estudios, es
menos perfecta, menos cabalmente buena, porque el gran maestro del aprendizaje
fue interrumpido por la muerte en su ejercicio más difícil y se llevó
a la tumba la meta última, justificadora, en la que estaba fija su mirada”.
[15]
Aquí
Nietzsche adopta una postura claramente antirromántica. Los románticos
entendían el acto creativo como un don de la naturaleza. Con ellos empieza
verdaderamente el descrédito del aprendizaje y la mitificación naturalista
del origen divino de la creatividad. En el fondo, naturaleza y aprendizaje
son lo mismo viene a decir Nietzsche; porque sólo aprende quien puede.
Rafael sería el genio del aprendizaje en un sentido que podríamos llamar
plenamente moderno. La referencia a la capacidad del artista genial
para usurpar, mimetizar y apropiarse de los logros de otro artista igualmente
genial es una forma de voluntad de dominio que las vanguardias consagrarán,
por ejemplo, en la obra de Picasso, convertido en el genio supremo del
latrocinio artístico. Picasso, como Rafael, puso todo su talento, es
decir, toda su naturaleza, en aprender, apropiándose sin escrúpulos
de lo que estéticamente podía interesarle para la consecución de sus
fines artísticos. Pero también en este fragmento, Nietzsche lanza una
hipótesis realmente sugestiva sobre la genialidad de Rafael. Es cierto,
como ya señalaba Vasari, que las últimas obras de este son inferiores
porque, al copiar insensatamente la maniera de su rival, Miguel
Ángel, no tuvo en cuenta que su naturaleza “dulce”, “suave”, le incapacitaba
de todo punto para alcanzar los mismos logros que en Miguel Ángel dotado
como estaba de un temperamento fogoso eran naturales. Pues bien, Nietzsche
rebate el veredicto concluyente de Vasari, y aun cuando reconoce que
las obras “miguelangelescas” de Rafael son inferiores, lo atribuye al
hecho de que la muerte impidió al artista culminar su tarea de aprendizaje,
como el ladrón que es sorprendido por la policía en mitad de su trabajo
de expoliación. Así pues, no son inferiores estas obras debido a que
Rafael se trazara una meta inalcanzable para él, sino porque se quedó
a medio camino. De haber tenido tiempo, según Nietzsche, nadie hubiera
podido esgrimir el argumento naturalista ”falló” porque su naturaleza
actuaba como un freno para explicar la debilidad de las obras últimas
de Rafael realizadas a la manera de Miguel Ángel. Aunque dicha argumentación
sea meramente conjetural, no hay que negarle el valor de ser una inteligente
impugnación de la teoría romántica del arte, que de una forma simplista,
cifra exclusivamente en el talento natural el origen del genio creador.
También la naturaleza se manifiesta en el proceso de aprendizaje. A
este propósito me gustaría citar otro fragmento del Cicerone
de Burckhardt que ayuda a entender lo que Nietzsche quería decir acerca
del proceso de aprendizaje sistemático de Rafael. Refiriéndose a quienes
criticaban la asimilación forzada de su estilo final al de Miguel Ángel,
del que la Transfiguración es un buen ejemplo, Burckhardt aseveraba
que “la poco común fuerza del color, unida a la casi veneciana fantasía,
por lo menos en el grupo superior, muestra que Rafael trató de imponer
hasta el último momento de su vida nuevos medios de representación.
Como artista de conciencia no podía hacer otra cosa. El que se le reproche
y hable de ‘decadencia’, no conoce su más profunda esencia. El espectáculo,
eternamente grande, de cómo Rafael se va formando consecuentemente como
artista tiene en sí más valor del que tendría la cristalización en un
peldaño determinado de lo ideal, por ejemplo en el principio de representación
de La Disputa. Y esta cristalización no deja de tener su sentido;
el ‘manierismo’ ya espera a la puerta”
[16]
. En
la Inocencia del devenir fija Nietzsche una nueva jerarquía de
artistas del Renacimiento italiano, según su grado de compromiso con
la cultura europea cristiana. En esta jerarquía, Miguel Ángel estaría
por encima de Rafael, y sobre ambos se situaría Leonardo, a quien le
atribuye el mérito, para él inestimable, de haber alcanzado una perspectiva
“supracristiana” y “supraeuropea”, la misma que el propio Nietzsche
aspiraba a lograr en sus polémicos escritos:
“Yo
celebro a Miguel Ángel más que a Rafael, porque a través de todos los
velos y prejuicios cristianos de su época, percibió el ideal de una
cultura más aristocrática que la cristianorafaelita; en tanto que Rafael
se limitó con fidelidad y modestia a exaltar las valoraciones dadas
a él y no llevó dentro de sí instintos indagadores y anhelosos. En cambio
Miguel Ángel percibió y sintió el problema de legislar nuevos valores;
como así también el problema de alguien victoriosamente consumado que
primero ha necesitado vencer también ‘al héroe en sí mismo’, al hombre
elevado a suprema altura que se ha elevado incluso por encima de su
compasión y destruye y aniquila sin piedad lo que no corresponde y pertenece
a él, refulgente y nimbado de no empañada divinidad. Como es natural,
Miguel Ángel sólo por momentos estuvo tan alto y tan fuera de su tiempo
y de la Europa cristiana; en general adoptó una actitud condescendiente
hacia el eterno femenino del cristianismo; es más, parece que al final
se quebró precisamente ante este y desertó del ideal de sus primeros
momentos más altos ¡Es que era un ideal al que solamente el hombre de
máxima y suprema plenitud puede responder, pero no un hombre llegado
a la senectud! En rigor debía él destruir el cristianismo desde su ideal.
Pero para esto no tenía suficiente estatura de pensador y filósofo.
Leonardo da Vinci fue acaso entre aquellos artistas, el único de horizontes
verdaderamente supracristianos. Conocía ‘el Oriente’, el interior no
menos que el exterior. Había en él algo de supraeuropeo y callado, propio
de quien ha visto un perímetro harto vasto de cosas buenas y malas”.
[17]
De
nuevo la referencia a El Ciceronede Burckhardt es obligatoria.
En la interpretación que este hace de la obra de Miguel Ángel el componente
pagano es destacado por encima de cualquier otra valoración: “Era completamente
ajeno a él el aceptar cualquier clase de expresión de recogimiento que
hubiese existido hasta entonces, cualquier tipo religioso (...). No
existe para él el enorme patrimonio de las costumbres artísticas eclesiásticas
de la Edad Media”. Y añade algo que a Nietzsche, ensimismado en la tarea
de definir al superhombre, debió de haberle interesado vivamente: “Forma
(Miguel Ángel) al hombre de nuevo, con una gran potencialidad física,
que ya en sí tiene un efecto demoníaco, y crea con estas figuras un
nuevo mundo terrenal y olímpico”
[18]
. En
La Inocencia del devenir, Nietzsche establece también una distinción
entre los grandes artistas y pensadores basándose en la rigidez o flexibilidad
de sus propios sistemas: unos dogmáticos, otros antidogmáticos. De los
primeros pone como ejemplos supremos a Platón y Dante; de los segundos
a Leonardo. De aquellos dice que “moran en una casa del conocimiento
levantada sobre cimientos arbitrarios y tenidos por sólidos; el primero
en la suya propia, el segundo en la cristianopatrística”. Pero junto
a estos paradigmas cimeros de un pensamiento dogmático, Nietzsche describe
a otro tipo de pensador y artista que se mantiene en “un sistema inconcluso
de perspectivas abiertas, libres”. Es Leonardo quien representa en su
vida y en su obra este pensamiento antidogmático y fragmentario con
el que Nietzsche parece identificarse plenamente. Por eso añade que
Leonardo “está en un peldaño más alto que Miguel Ángel y este en uno
más alto que Rafael”
[19]
. El
hecho de que Nietzsche se limitara a comentar la obra de las tres grandes
cumbres del Renacimiento italiano: Rafael, Miguel Ángel y Leonardo,
es coherente con la orientación ideológica de su filosofía, contraria
a cualquier principio nivelador; de tal manera que de aquél periodo
de la cultura artística italiana sólo llegó a interesarle el fenómeno
de la eclosión de las grandes individualidades. Tras haber sido valorado
por Burckhardt en sus escritos, el individualismo renacentista le brindaba
la prueba inapelable de que el hombre superior, al no admitir otras
reglas o leyes que las que él mismo se dicta, no sólo descuella sobre
la masa anónima, sino que, al hacerlo, se convierte en el verdadero
protagonista de la historia, invalidando así el principio nivelador
de la cultura democrática, de cuya raíz cristiana tanto abominaba Nietzsche.
En la política, la encarnación del individualismo serían César Borgia
y Maquiavelo; en el arte, Rafael, Miguel Ángel y Leonardo.
En
la cultura literaria alemana de principios de siglo, el mito estéticopolítico
del Renacimiento cobra una importancia inusitada. Gottfried Benn afirmaba
que la obra de toda su generación no fue otra cosa que una exégesis
de los escritos de Nietzsche. El trasfondo bélico de la cultura alemana
durante los años preliminares al estallido de la Primera Guerra Mundial,
favoreció el rebrote de la utopía estética del Renacimiento. Y nadie
como Thomas Mann dio cuenta con mayor intensidad del hechizo estético
que dicha utopía ejerció en toda una generación de escritores alemanes.
“Institoris
no era un hombre enérgico. Bastaba para descubrirlo su admiración por
las manifestaciones estéticas, aún las más violentas, de la fuerza.
Era rubio y de cráneo alargado, más bien pequeño pero elegante y distinguido.
Llevaba el pelo liso partido por una raya... un bigotito cubría su labio
superior y detrás de los lentes de oro sus ojos azules... explicaban
mal o quizá bien su admiración por la brutalidad, a condición de que
esta se presentara envuelta en bellas formas. Era uno de esos tipos
frecuentes en su generación (...) que proclamaba a gritos la fuerza
y la belleza de la vida (...) Presentaba el renacimiento italiano como
una 'época envuelta en una atmósfera de belleza y sangre'. Pretendía
que sólo los seres dotados de impulsos violentos, brutales, son capaces
de crear grandes obras”.
[20]
Esta caracterización que en Doctor Faustus
[21]
hace Thomas Mann del esteta encandilado por el vínculo
fatídico de la belleza y la violencia, refleja un estereotipo intelectual
que se dio en la Alemania guillermina, después de la guerra francoprusiana,
el cual se prolongó hasta los años treinta, cuando la frustración generada
por la derrota alimentaba semejantes fantasías estéticopolíticas. Aunque
el propio Thomas Mann luchaba entre la repugnancia y la atracción que
sobre él ejercía dicho estereotipo:
“Desde
un principio, la ética y el arte de Nietzsche suscitaron en mí la contradicción
y el distanciamiento. A mis veinte años, el simple renacentismo,
el culto al superhombre, el esteticismo a lo César Borgia, todas aquellas
grandilocuencias de la sangre y la belleza con las que entonces comulgaban
grandes y pequeños, no suscitaba en mí sino desdén (...) En una palabra,
yo veía en Nietzsche ante todo al que pelea contra sí mismo, y nunca
le tomé al pie de la letra. En realidad nunca le creí casi nada,
y esto, precisamente, daba a mi interés por él un fondo de apasionamiento,
una profunda ambivalencia (...) ¿Qué significaba para mí su filosofía
de la violencia y la ‘bestia rubia’? Casi una vergüenza. Sólo cabía
una posibilidad para entender su exaltación de la ‘vida’en detrimento
del espíritu, que tan funestas consecuencias ha tenido para el pensamiento
alemán: considerarlo una ironía. Ciertamente la bestia rubia
ronda también en mis escritos de juventud; sin embargo, ha sido despojada
de su bestialidad y no queda de ella más que su pelo rubio y su materialismo,
objeto de aquella ironía erótica y afirmación conservadora por la cual
el espíritu, como él sabía bien, en el fondo, no se perdonaba nada.
Es posible, desde luego, que esa transformación que Nietzsche experimentaba
a mis ojos significara aburguesamiento. Ahora bien, ese aburguesamiento
me parecía entonces, y sigue pareciéndome, más profundo y sofisticado
que todo el arrebato heroico y ascético que Nietzsche pudiera desplegar.
Mi experiencia nietzscheana constituyó la etapa preliminar de un periodo
de pensamiento conservador que atravesé durante la Primera Guerra Mundial;
además, me hizo mas resistente a todos los encantos románticos o pseudorrománticos
que puedan partir de una valoración inhumana de la relación entre
la vida y el espíritu, que tanto proliferan hoy...”.
[22]
Thomas
Mann intentó resolver esta contradicción contraponiendo, en la única
obra de teatro que escribió, que data de esos años, Fiorenza (1906),
las figuras del esteta y el asceta, encarnado uno por Lorenzo de Medicis
y otro por Savonarola. Liberando al esteta de su relación indefendible
con el crimen ya este no es un criminal como César Borgia, sino un
mecenas que pretende conciliar el buen gobierno de la ciudad con su
amor al arte, podía Thomas Mann reflexionar sobre el conflicto entre
el placer y el deber, sin sentir el peso de la culpa de haber sido infiel
a los principios de la moral cristianoburguesa. La
ambivalencia de Thomas Mann no la hallamos en su hermano mayor, Heinrich,
quien llegó muy pronto a la firme convicción de que el mito estéticopolítico
del Renacimiento, forjado a partir de las seductoras visiones de Burckhardt
y Nietzsche, y que él mismo había experimentado en su juventud, cuando
entre 1895 y 1897 viajó por Italia junto a su hermano Thomas, era un
camino vedado para el intelecto, y en definitiva, para la vida. Dicha
conversión se produjo en Heinrich Mann antes de que su hermano lo ridiculizara
en Consideraciones de un apolítico como el “literato de la civilización”,
en tanto que partidario de una idea ilustrada de la sociedad, representada
por la Revolución Francesa y los valores de la democracia, idea que
entraba en contradicción con la ancestral noción alemana de kultur
vinculada al espacio idealizado del burgo medieval. Para conjurar el
hechizo del Renacimiento, Heinrich Mann escribió en 1903 una novela
corta, Pippo Spano
[23]
, donde ridiculizaba en clave irónica la figura del
guerrero nietzscheano, presentándolo como “un comediante fracasado”.
Al caer del caballo, el condottiere no es más que un hombre.
En
un texto que Heinrich Mann escribió sobre Nietzsche en 1939, a modo
de ajuste de cuentas definitivo en el que, por otra parte, aprovecha
para rendirle un homenaje como genio indiscutido de la lengua alemana,
se extraña de que el modelo de esa vida estéticamente interesante postulada
por el solitario de Sils Maria fuera un fracasado como César Borgia:
“Para
refutar el cristianismo jugó con César Borgia, hijo del Papa y que por
sí mismo habría debido ascender al trono de la Santa Sede. Ya la Historia
Moderna en sus comienzos, lo que se llama el Renacimiento, lo anticipó
todo de forma tempestuosa; después no se inventó nada, sólo repeticiones
y despliegues circunstanciales. Por lo menos hubo repeticiones por doquier.
El escéptico, el revolucionario, el artista prodigioso, incluso el demócrata
y el socialista, y cómo no, el fascista, se despidieron de brillar para
la posteridad: brillar sólo lo hicieron los primeros, modelos por los
siglos. En todo caso, el César Borgia del filósofo tenía su asiento
una fila más atrás. Su falta de escrúpulos ofreció un ejemplo completo,
pero no condujo a nada. Habría querido ser tirano en Italia, pero en
lugar de esto acabó anónimamente en una cuneta de los caminos de España.
Su activo más notable fueron algunos envenenamientos inútiles. El inventor
del ‘superhombre’se envenenó con esta figura del desgraciado aventurero,
que, según él, encarnó la afirmación de la vida”.
[24]
Años
más tarde, en 1947, el orgulloso Thomas Mann hubo de reconocer que su
hermano llevaba razón cuando, en nombre de la civilización bajó de su
pedestal al condottiere renacentista, admitiendo entonces que
uno de los errores cometidos por Nietzsche “es la relación enteramente
falsa que él establece entre la vida y la moral, tratándolas como si
fueran antítesis. Vida y moral van juntas. La ética es apoyo de la vida,
y el hombre moral es un buen ciudadano de la vida, a la vez aburrido,
pero sumamente útil. La verdadera antítesis es la que se da entre ética
y estética. No es la moral sino la belleza sigue diciendo Mann
la que está vinculada a la muerte”
[25]
. Se
pregunta el autor de La montaña mágica cómo es que Nietzsche
no sabía esto. El encanto diabólico que ejerce la alianza de la muerte
y la belleza suscitaba en él, como en otros estetas finiseculares, un
hechizo irresistible.
La
condición para vivir una vida intensa, emocionante, “peligrosa” según
Nietzsche, es renunciar a llevar una vida virtuosa, sensata, ordenada.
En su filosofía del “superhombre”, el conflicto entre los ideales estéticos
y la moral cristiana es irresoluble. A
veces, una existencia inmoral, que incluso discurra por los derroteros
del mal o de la delincuencia, puede valer la pena si se presenta como
una conducta estéticamente revestida de caracteres heroicos. El héroe
no es, según esta lectura nietzscheana, quien se sacrifica en defensa
de la patria, como lo entendía la tradición estoica; sino quien sobrepone
a los intereses y valores de la sociedad los suyos propios, afrontando
el riesgo de llevar una conducta antisocial. Esta perversión de los
ideales heroicos encuentra, por primera vez en la cultura occidental,
una justificación estética. De cualquier manera hay que pagar un precio.
Nietzsche lo plantea así en un parágrafo de La voluntad de poder:
“Entonces,
por nada tendría que pagarse tan alto precio como por la virtud; pues
con ella se acabaría por convertir la Tierra en un hospital y la sabiduría
última rezaría: ‘cada cual el enfermero de cada cual’ ¡Claro que entonces
se tendría la ansiada paz en la tierra! Mas ¡cuán poca simpatía mutua!
¡Cuán poca belleza, travesura, temeridad y peligro! ¡Cuán pocas ‘obras’
por las que valiera la pena vivir sobre la tierra! ¡Ay, y ya ni pizca
de empresas! Todas las grandes obras y empresas que han perdurado, resistiendo
el embate del tiempo ¿no fueron sin excepción, en último análisis, grandes
inmoralidades?”.
[26]
La
formulación de este ideal antihumanista puede convertirse en la coartada
perfecta para justificar determinadas conductas que no tienen nada de
heroicas. En
El tercer hombre, película firmada por el director Carol Reed,
a partir de un guión del escritor británico Graham Greene, y en cuya
elaboración parece que también intervino Orson Welles, que encarnaba
al protagonista principal, hay un diálogo, que tiene lugar en un parque
de atracciones, entre Harry (Orson Welles) y su amigo, un autor de novelas
del oeste, interpretado por Joseph Cotten. Este descubre por fin que
aquél es culpable de un crimen horrendo: el envenenamiento de miles
de personas al terminar la Segunda Guerra Mundial, distribuyendo en
los hospitales penicilina adulterada. Cuando Harry se ve descubierto
responde así: “¿Qué es lo que ha producido la civilizada y pacífica
Suiza? El reloj de Cuco. En cambio, en la Italia del Renacimiento había
grandes condottieri que masacraban a poblaciones enteras, pero
también fueron mecenas de las artes”. Belleza
y crimen. He aquí una asociación que ha ejercido en distintos momentos
de la cultura europea del siglo XX una fascinación fatídica. La estética
se convierte en el primer testigo de cargo contra la civilización y
la democracia. Así, la condición de posibilidad de la belleza sería
el crimen. Harry no siente piedad por las víctimas:
“¿Víctimas? preguntó. No seas melodramático, Rollo. Mira ahí
abajo prosiguió, señalando a través de la ventana a la gente que se
movía como moscas negras en la base de la noria. ¿De verdad podrías
sentir lástima si una de esas manchas dejara de moverse para siempre?
Hombre, si te dijera que podías conseguir veinte libras por cada mancha
que se detuviera. ¿De verdad, me dirías que me quedara con mi dinero,
sin una vacilación? ¿O calcularías de cuantas manchas podías prescindir
sin problemas? Libres de impuestos, oye. Libres de impuestos Sonrió
con su aire juvenil y de conspirador. Es la única manera de ahorrar
actualmente”
[27]
.
Es
evidente que Graham Greene, desde su perspectiva de escritor católico,
construye el personaje de Harry para explorar en todos sus extremos
el significado del mal en el mundo. Por otra parte, es coherente que
Orson Welles, cuya obra cinematográfica no es sino una paráfrasis de
las inagotables relaciones que se dan entre la ética y la estética,
decidiera encarnar al malvado genocida, que, al verse sorprendido por
su hasta entonces crédulo amigo, invoca como justificación de sus crímenes
el inmoralismo de los condottieri del Renacimiento. En otra de
sus grandes películas, Sed de mal, Welles interpreta el personaje
de un detective corrupto, que ni siquiera puede aducir en su descargo
la justificación cultural o estética de la que se vale el protagonista
de la novela de Graham Greene llevada al cine. Cualquier
delincuente, cualquier canalla, puede invocar el mito estético el Renacimiento
para justificar sus crímenes, viene a decirnos Graham Greene. Tanto
Hitler como el protagonista de la película de Carol Reed envuelven su
maldad con el argumento de la belleza. La estética del cine negro americano
tiende, por la misma razón, a convertir en héroes a los gángsteres.
Pero nada nos puede convencer de que el horror deje de serlo por el
conjuro de la belleza. Y además, ni Hitler ni Harry eran héroes. Y a
la postre, como decía Heinrich Mann, César Borgia, el condottiere
ensalzado por Nietzsche, fue un perdedor además de un canalla. Nadie
como Nietzsche definió la fascinación que ejerce la máscara de la belleza
tras la que se esconde el lívido rostro de la muerte. Antes de que este
vínculo se convirtiera en una pesadilla para la humanidad, el filosofo
del “eterno retorno” nos dijo que la muerte no es sino una variante
de la vida. El sí a la vida significa el sí a la muerte. Lo terrible
tal vez sea que, sabiendo nosotros qué es lo que vino después, y, por
lo tanto, lo que puede llegar a repetirse, por su excelencia artística,
y sólo por ella, tal hechizo perdura, aún cuando quien sucumba a él
no tiene por qué asumir sus consecuencias políticas; porque, como aseveraba
Burckhardt, “todo esto pertenece a la esfera de lo irracional”, y bueno
es saberlo. Cuando
Jünger, en la cita que encabeza este artículo, afirma que Burckhardt
y Nietzsche fueron como dos jinetes que no se atrevieron a dar el “salto
decisivo”; por tal sólo puede referirse al que salva, poniendo en riesgo
la vida de quien lo da, el abismo que separa el campo de la estética
del de la política, o lo que es lo mismo, de la representación del de
la acción. Adviértase que Jünger no dice que quisieran darlo, sino que
se comportan como si lo quisieran (“producen la impresión de...”); aunque
del tono de sus palabras se deduce que no se atrevieron, “ni siquiera
en la teoría”. No podemos ir más allá en esta indagación sobre las intenciones
de ambos. He aquí el límite: de Nietzsche sólo sabemos que se volvió
loco antes de que su corcel afrontara el obstáculo otros lo dieron
por él, aunque seguramente lo hubiera aprobado; de Burckhardt, que
prefirió guardarlo prudentemente en el establo de la historia. Es mejor
que ese salto sólo sea un sueño.
[1]
MANN, Thomas:
«La filosofía de Nietzsche a la luz de nuestra experiencia», en Schopenhauer,
Nietzsche, Freud, Barcelona: Bruguera, 1984. p. 117.
[2]
Creo que
la antipatía que sentía Croce por Burckhardt se debe al hecho de que,
igual que Nietzsche, este denunciara el optimismo histórico hegeliano;
mientras que Croce siempre se confesó devoto seguidor de la filosofía
de la historia de Hegel, escribiendo un libro cuyo significativo título,
La historia como hazaña de la libertad, tanto a Burckhardt como a Nietzsche les hubiera parecido
una idealización sospechosa.
[3]
Ernst Gombrich
cuestiona el antihegelianismo militante de Burckhardt. Para sustentar
dicha tesis, Gombrich aduce que este, igual que Hegel, veía en la
idea del Renacimiento una manifestación del progreso de la humanidad
como triunfo del Espíritu en la Historia. Véase. Gombrich,
Ernst: «En busca de la historia cultural», en Ideales e ídolos,
Barcelona: Debate, 1999. pp. 3442.
[4]
Carta a
Carl von Gersdorff, Basilea 7 de noviembre de 1870, en Nietzsche, Friedrich: Correspondencia [Felipe González
Vicens, trad.], Madrid: Aguilar, 1989. p. 149.
[5]
Cit. por
Alfonso Reyes en prólogo a Burckhardt,
Jacob: Reflexiones sobre la historia universal, Méjico: Fondo
de Cultura Económica, 1980. p. 24.
[6]
Gobineau: El Renacimiento, Buenos
Aires: Espasa Calpe, 1952. pp. 66 y ss.
[7]
Nietzsche, Friedrich: La inocencia del
devenir, en Obras Completas, Buenos Aires: Prestigio, 1970. Aforismo
2.342, p. 830.
[8]
Nietzsche, 1970, La voluntad de poder,
aforismo 538, p. 726.
[9]
Burckhardt, Jacob: El Cicerone, Barcelona:
Iberia, 1953. p. 147.
[10]
Schopenhauer, Arthur: El mundo como voluntad
y representación, Libro tercero, XLVIII.
[11]
Nietzsche, 1970, Aurora, aforismo
8, p. 681.
[12]
Nietzsche, 1970, La inocencia del devenir,
aforismo 614, p. 250.
[13]
En más
de una ocasión Nietzsche proclamó su admiración por Goethe como un
nuevo hombre del Renacimiento, cuya obra constituye “una grandiosa
tentativa de superar el siglo XVIII por el retorno a la Naturaleza,
por la elevación hacia la naturalidad del Renacimiento, una especie
de autosuperación de parte de este siglo” (El ocaso de los ídolos,
nº 99, pp. 170 y 171).
[14]
Burckhardt, 1953, p. 193194.
[15]
Nietzsche, 1970, Aurora, aforismo
540, pp. 946 y 947.
[16]
Burckhardt, 1953, pp. 194 y 195.
[17]
Nietzsche, 1970, La inocencia del devenir,
aforismo 537.
[18]
Burckhardt, 1953, p. 159 y 164.
[19]
Nietzsche, 1970, La inocencia del devenir,
aforismo 1554.
[20]
Mann, Thomas: Doctor Faustus, Barcelona:
Edhasa, 1984. p. 335.
[21]
Thomas
Mann reconoció la influencia de Nietzsche en la elaboración del Doctor
Faustus: “Como hay tanto 'Nietzsche' en la novela, tanto que se le ha llegado
a llamar una novela sobre Nietzsche (...)”, en Los orígenes del
Doctor Faustus. La novela de una novela, 1949. Ed. castellana: Alianza
Editorial, Madrid, 1976. p. 29.
[22]
MANN, Thomas:
Sobre mí mismo, Barcelona: Plaza & Janés, 1990. pp.
62 y 63.
[23]
El nombre
de Pippo Spano se corresponde con el de un famoso condottiere
al servicio de la República de Florencia, cuya efigie fue pintada
por Andrea del Castagno en el ciclo de Hombres Ilustres de la villa
Carducci en Legnaia, hoy desplazado en el cenáculo de Santa Apolonia
de dicha ciudad. El personaje principal de la novela homónima de Heinrich
Mann, Mario Montolvo, es un escritor frustrado que se traza como modelo
de vida la conducta heroica del condottiere florentino antes mencionado. La ironía es el recurso que emplea Heinrich
Mann para poner en evidencia la distancia insalvable que separa la
fantasía de la realidad. La crítica ha querido ver en este relato
corto una parodia de los ideales neorrenacentistas que D'Annunzio
exaltó en su novela Il trionfo della morte.
[24]
Mann, Heinrich: Por una cultura democrática.
Escritos sobre Rousseau, Voltaire, Goethe y Nietzsche, Valencia:
Pretextos, 1996. p. 81.
[25]
MANN, 1984,
pp. 146 y 147.
[26]
Nietzsche, 1970, La voluntad de poder,
aforismo 149.
[27]
GREEN,
Graham: El tercer hombre, Barcelona: Edhasa, 1998. p. 160. |