LIBROS. Juan José Lahuerta: Universo
Gaudí Madrid: Centro de Cultura Contemporánea; MNCARS, 2002 Nuria González |
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No es tarea sencilla enjuiciar el
trabajo Universo Gaudí de Juan José Lahuerta. Principalmente, porque no parece
pertinente en este caso señalar la precisión y hondura de la reflexión
que en él se hace, habida cuenta de que de todos es conocido lo definitivo
de esta en los ya varios trabajos que el autor ha dedicado a Gaudí.
Tampoco se hace fácil reseñar lo que en él se dice dada la resistencia
del citado estudio a dejarse “resumir” o “explicar”; antes bien, la
reflexión excita la reflexión para conformar, como en un infinito sistema
fractal, un entramado de juicios ya lejanamente tangenciales (o quizá
no tanto) suscitados por la lectura. Es quizá este no dejarse atrapar
del todo lo que hace excepcional el estudio de Lahuerta, excepcional
también en términos de exclusividad. En lo singular de su punto de vista
radica parte de la eficacia cierta de su crítica, en esa mirada “parcial”,
“apasionada”, “política”, que diría Baudelaire, eso sí, desencadenante
al mismo tiempo de la más absoluta pluralidad, preñada del máximo de
horizontes posibles. De
entre esas potenciales nuevas lecturas de la obra de Gaudí que la mirada
de Lahuerta despierta, la que se propone en las siguientes páginas no
es otra que la del propio Lahuerta, certera no sólo por lo que dice
o muestra, sino fundamentalmente por cómo
dice, cómo muestra. Tras un año en el que después de todo lo dicho
y todo lo visto Gaudí parecía haber quedado visto para sentencia, el
interés de este trabajo gravita en torno a ese cómo, en la confección de ese tejido gaudiano en cuya urdimbre
aún se “descubre” al maestro catalán. Lo que Lahuerta ofrece es una visión
poliédrica fruto de la suma de elementos yuxtapuestos donde estos parecen
haber renunciado de forma consciente a la articulación para asirse bajo
la idea de coordinación de las partes. Sin embargo, esta parataxis que
reconoce la disparidad y movilidad consustanciales a los distintos elementos
genera un campo de acción que permite intuir en las partes la enorme
voluntad de conjunto. La relación de sinécdoque se revela cierta en
el trabajo cuando en la aparente diversidad de contextos, de fuentes,
referencias e imágenes se descubre una interconexión y una direccionalidad
fijadas. El acierto del modo “lahuertiano”
hace que estas, al no mostrarse como impuestas, se establezcan sin perturbar
al lector que, sorprendido ante tanta información diversa, reorganiza,
entusiasmado ante encuentros que cree fortuitos, seducido por relaciones
que considera propias, sin darse apenas cuenta de que lo puesto en esa
lectura forma también parte de ese material dado, de esa sutil telaraña
tremendamente sólida en el conjunto de su estructura. Lo realmente eficaz de este mecanismo
es que acoge al arquitecto catalán; la construcción se adapta perfectamente
a la obra gaudiana, igualmente heteróclita, fragmentaria, múltiple.
Como segunda piel el discurso se adhiere a todo eso excesivo y desbordado
que compone la obra de Gaudí, sin intención de encauzarlo sino, antes
bien, dejándose mover transido por ello. En su girar a Gaudí, Lahuerta
permite ver aquellas superficies del poliedro que habían quedado ocultas
a anteriores reflexiones. La mirada microscópica, la que descubre movimiento
en la aparentemente única e idéntica gota de agua, concede a su reflexión
ese plus que la convierte en igualmente esclarecedora tanto si se realiza
desde dentro, Gaudí desde Gaudí, como desde fuera, Gaudí a través de
lo otro o los otros. Es esta última la lente con la que Lahuerta acerca
al maestro catalán en este catálogo, una visión conjunta donde las distintas
partes no se excluyen sino que se superponen y se amplifican mutuamente:
Gaudí desde Ruskin, Gaudí versus Wagner, Gaudí frente
a
Rodin, Gaudí hacia Dalí... El campo de fuerzas que genera estas tensiones, desatadas por
el roce de elementos tan diversos, es alimentado por una construcción
que azuza el enfrentamiento. Lahuerta resulta igual de concluyente en
el contrarresto de aquellos empujes que él mismo ejerce para engendrar
ese Universo Gaudí. Su discurso dialógico,
en su asunción del “discurso otro”, se adecua quizá más que ninguno
a la carga de valores semánticos encerrada en la arquitectura gaudiana;
significados políticos, religiosos, fundamentalmente simbólicos, cohesionados,
no fundidos, como enormes estructuras atómicas en esa “sintaxis de agregación”
ya referida. Tal entramado de símbolos, referencias
y traslaciones semánticas hace perder peso tectónico a las construcciones
de Gaudí hasta quedar vertebradas como auténticos organismos. En otro
de sus trabajos dice Lahuerta: “[...]la forma de ese único elemento
por cuyo interior discurre la tensión continua de una ley de equilibrio
que nace en él y muere, sin interrupciones, en sus cimientos, o sea,
en la misma tierra, ¿qué es sino la más plena imagen del propio experimentalismo
gaudiano? La conclusión es obvia: alejada de toda especulación, la obra
de Gaudí es la más lógica porque su lógica es la de las cosas mismas,
la más racional porque su razón es la razón del propio equilibrio de
esas cosas y, en definitiva, la más real porque se desprende, no del
cálculo abstracto, sino de la experiencia y de la práctica”
[1]
. Es la pulsión orgánica, esa “Einfhülung”,
potencia de germinación y crecimiento que agita como autoimpulsada la
construcción gaudiana, la que confiere carácter indivisible a la variedad
de elementos que la componen. Como organismo, uno y múltiple, y como
estructura concreta, conformada, en el sentido hegeliano, por todo aquello
que “crece junto”, la unidad resulta del abrazo de todo cuanto la conforma;
unidad que no cercena “abstractamente” la multiplicidad y variabilidad
que la compone. Obediente a esa “razón de las cosas mismas”, el sueño
fenomenológico gaudiano tiene máxima expresión en las llamadas “maquetas
estereostáticas”, verdaderas secuencias orgánicas donde la parte queda
fatalmente hiperconectada con la totalidad, tanto que si algo se desprendiese
casi brotaría sangre. Los
procesos de crecimiento de esa “racionalidad orgánica”, que ya desde
la Antigüedad impulsó zigurats y pirámides a emerger como montañas sagradas
del caos de las aguas pantanosas, se enraízan en la fuerza telúrica.
Esa tierra vampírica, abonada con ideología y religión, que hay que
llevar en ataúdes porque atesora vida, origina las formas “naturales”
gaudianas. Nada es caprichoso ni arbitrario; o mejor, en cualquier caso
resulta del capricho y arbitrio de esas “leyes naturales de la tierra
misma” que diría Lahuerta. Pero
como organismo creado en él está presente la mano del sujeto. No se
trata de una organicidad inmediata sino que en ella se descubre la mediación,
el artificio de lo creado. El modo de hacer gaudiano, dice Lahuerta,
esa idea de no diseñar sino de hacer, como hace la naturaleza, encierra
un algo inquietante
[2]
. Bajo el artificio, las tuercas de todo Frankenstein
se descubren siniestras, porque ¿qué hay más inquietante que esa idea
de hacer surgir la vida de las partes, de generar formas conjuntas capaces
de respirar? En el taller de Gaudí se multiplican los yesos vaciados
que florecen en un techo atiborrado de figuras mutiladas. La idea que
subsume tal ebullición de formas extraordinariamente orgánicas no es
otra que la del poder proteico del creador, que añade carne y ropaje
a una osamenta, “que crea modelando con sus manos y soplando en las
formas”. Lahuerta
descubre a un Gaudí-Pigmalión, un arquitecto-escultor, que busca en
las formas “auto–originadas” dotar de alma a la arquitectura. Pero nada
hay más “inquietantemente familiar”, en términos freudianos, que ese
deseo de que lo muerto cobre vida, nada más peligroso que esa subterránea
promesa de que bajo el frío mármol palpite la tibieza mórbida de la
carne, esa idea de que lo inanimado llegue a “animarse”. Para Gombrich,
antes incluso de que el artista buscase igualar las visiones del mundo
sensible mediante la re-presentación, quería producir objetos con existencia
propia, quería crear. La originaria y más impresionante función del
arte, señala, aspira no solamente a “obtener un mero ‘parecido’ sino
a rivalizar con la propia creación”
[3]
. La
fascinación finisecular del mito pigmaliónico recorre el gesto atormentado,
violento, doloroso de un Gaudí que muestra en la huella dejada en la
materia el enfrentamiento con lo que se resiste a despertar. Lahuerta
insiste en destacar, en la parte central de su trabajo, la proximidad
entre los procesos de creación gaudianos, con sus vaciados del natural,
sus maquetas, sus figuritas de alambre y tela metálica, sus interiores
repletos de yeso, y la forma de trabajar de los escultores del siglo
XIX. Las heridas infligidas en un material amorfo al que la mano arremete
para dotarlo de forma nos hablan de ese artista-demiurgo. Bajo el influjo
del poder de la invención late el deseo de crear como Dios, se presiente
la tentación de la carne: “la impresión de contacto, de la detención
emocionante, estrictamente siniestra, de la vida en la petrificación
del yeso, la visión turbadora de aquel instante y aquel cuero verdaderos,
surge en esos vientres y en esos pechos vencidos por el contacto repentino
del yeso frío, o en la carne de gallina, sobre todo en la carne de gallina
que siempre tienen esos cuerpos obligados a permanecer absolutamente
quietos”. Según
Lahuerta, la obra de Gaudí se encuentra sacudida por la tensión entre
esa voluntad hacedora de conformar, de dar vida a la materia, y la penitencia
autoimpuesta ante tal expresión de soberbia frente al Creador. Gaudí
expía la tentación enterrando la forma dada bajo esa materia licuosa
repentinamente solidificada que cubre sus casas Batlló o Milá; manto
blando con el que se autocastiga, el mismo con el que Dios castigó el
paganismo de Pompeya. Al igual que en el texto de Ovidio, donde Galatea
tiene su reverso en las Propétides, aquellas que fueron convertidas
en piedra para siempre por no aceptar el amor reglamentado que la diosa
Venus representa, el Gaudí-Pigmalión acaba petrificando lo demasiado
vivo. La lectura del trabajo de Juan José
Lahuerta, hecha hasta aquí, ha intentado seguir algunas de las pistas
dejadas por el autor para rastrear sólo una parcela del enorme espacio
generado en ese Universo Gaudí. Sin embargo, tal discurrir paralelo se ha visto alterado
por incursiones tangenciales que llevan más allá de Gaudí. Como se dijo
desde el comienzo, a pesar de lo definitivo de las reflexiones de Lahuerta,
estas parecen revolverse sobre sí para mostrar posibilidades que, aunque
sólo insinuadas, excitan nuevas reflexiones. Y quizá sea esto lo mejor
que se puede decir de un trabajo; Lahuerta desde Lahuerta despierta
el deseo, tal vez vil, en cualquier caso necesario, de continuar a partir de lo dado, de
hacer a partir de esa materia tremendamente sugerente. Quien ha seguido
las migas dejadas en el camino difícilmente podrá resistirse después
a la casa de chocolate.
[1]
LAHUERTA, Juan José: Antoni
Gaudí 1852-1926. arquitectura, ideología y política. Madrid: Electra, 1999. p. 129.
[2]
LAHUERTA, Juan José: 1927:
La abstracción necesaria en el arte y la arquitectura europeos de
entreguerras, Barcelona: Anthropos, 1989.
[3]
Gombrich, E: Arte e ilusión. Estudio sobre la psicología
de la representación pictórica, Madrid: Debate, 1994. p. 80. |