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Se
calienta el mármol
Juan José Lahuerta, fotos Eva Serrats |
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Donde
se da noticia de que entre los últimos, y escasos, monumentos
vivos de Barcelona se encuentran unos mármoles situados en ciertos
umbrales de la Rambla de Santa Mónica, y se nos invita a mirar
el suelo que pisamos para descubrir, en las huellas que abandonamos
al paso, la imagen petrificada de nuestros cuerpos sometidos al
tráfico abstracto y especulativo de la ciudad.
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Estamos
acostumbrados a ver –o deberíamos decir, a notar– en el mármol
de los umbrales, en los suelos de los zaguanes, en los escalones,
la huella que los pasos de otros como nosotros han dejado al
cabo de los años. El pie se apoya siempre en el mismo sitio,
con la misma presión relativa y en la misma postura, sea quien
sea la persona que entra, o sale, o sube. La disposición de
las cosas –la posición del picaporte o de la barandilla, por
ejemplo– obliga al mismo gesto a todos quienes pasan por allí,
y encajamos nuestro pie en la huella como en un molde necesario.
Esas huellas suelen ser profundas, pero suaves, redondeadas,
como las que dejaban antes las ruedas de los carros en los adoquines
de las calles o como las que han dejado las manos en las molduras
bajas de los muros de una iglesia, en la pila del agua bendita
o en las heridas de la madera de un santo. De esos surcos y
de esas huellas no se puede escapar: ¿quién intentaría hacer
pasar su carro por otro lugar o poner su pie, expresamente,
absurdamente, al otro lado del escalón? Los carros cargaban
con grandes pesos y sus ruedas llevaban llantas de hierro; las
manos de quienes se apoyan en el borde de una pila para mojar
las yemas de sus dedos, en cambio, tan sólo rozan suavemente
la piedra, y los labios que se acercan al pie de un Niño Jesús
casi no lo tocan. Sin embargo, el efecto de esa llanta pesadísima
no es distinto al de la caricia o el beso repetidos infinitamente
en la misma superficie dura. Como el agua de un río, son fluidos
que bañan continuamente, sin pausas, el cuerpo sólido por el
que discurren, modelando en él las formas suaves de esas huellas.
El desgaste del mármol de un umbral no es el producto visible
de la permanencia de una devoción, sino de la acción más cotidiana,
y el gesto de poner el pie en el primer peldaño no es ritual,
sino inconsciente, pero conforma los mismos huecos, provoca
las mismas suavidades, modela igual que el gesto devoto. Las
gentes que han acudido todos los días de su vida a acariciar
un pedestal sagrado y las que, como nosotros, han atravesado
un portal cualquiera tan sólo una vez, entrar y salir, una vez
nada más, han dejado el mismo rastro, exactamente el mismo.
Aunque
no. Es el mismo, pero no lo es. La erosión del pie de un santo
es el testimonio de su virtud: es la huella que habla de la permanencia,
de lo que se conserva; en el mármol del umbral de una puerta o
de los peldaños de una escalera cualquiera, en cambio, ese desgaste
es el signo de su ruina, lo que nos dice que esos peldaños serán
cambiados por otros nuevos y lo que nos avisa de su próxima conversión
en escombro. Así que el dulce stiacciato de esos umbrales
cualquiera en los portales de nuestras calles no es sino la imagen
engañosa de la crueldad de los elementos, que en este caso, sin
embargo, actúan sin ninguna solemnidad, a través de nosotros mismos,
sin consuelo o, peor, sin atención. Podríamos traer a cuento los
tópicos más barrocos, pero aquí no hay agua ni viento ni maleza
aliados con el tiempo, sino nada más que nuestros pies entrando
y saliendo del portal a toda prisa, sin fijarse pero fijándose
inmisericordes en su huella sin importancia. Nosotros somos los
agentes y las víctimas de esa erosión que nadie llamará pátina,
como la de una piedra histórica o sagrada, sino ruina: la basura
que produce el uso, nuestro propio uso, el uso de nosotros mismos.
O sea: huellas que no son nada, que no permanecen, que hablan,
sin paradoja, de lo que se destruye sin dejar rastro, que gastan
por igual el escalón y la suela del zapato, que no animan.
Aunque
no todos los umbrales se desgastan del mismo modo. Bajando por
la Rambla de Santa Mónica, a la izquierda, en algunos portales
se ha producido una extrañísima erosión. No hay nada de esa suavidad,
de ese sfumato al que estamos acostumbrados, sino dos agujeros,
uno a cada lado, perfectamente simétricos, estrechos y hondos,
que han llegado incluso a atravesar el mármol y que cuando llueve
se llenan de agua sucia, como pozos. Son oblongos, formados por
distintos estratos que van del borde romo exterior al corte roto,
quebrado, del fondo, y que están unidos por un rebaje continuo,
alargado, una especie de arruga que los abraza a ambos y que se
estrecha en el centro del peldaño. Detrás de cada uno de los agujeros
mayores pueden distinguirse dos hendiduras cuya tendencia a unirse
para ensanchar aún más el hueco principal es manifiesta. No llegaron
a hacerlo: la erosión se interrumpió aquí. Aunque en este caso
más valdría hablar de excavación: esos agujeros los han hecho
los tacones de las prostitutas que durante años han esperado ahí
a sus clientes, apoyándose en las puntas quietas de los pies,
repiqueteando para pasar el frío. Pocas veces quedará tan tajantemente
demostrado cómo lo táctil contiene a lo visible, y con qué violencia
lo hace. El tacón puntiagudo golpea rítmicamente el mármol, descarga
en él el peso de todo el cuerpo, que es un cuerpo expuesto; la
música y la carne de gallina se contraen en el hueco oscuro de
esos agujeros, taladrados de dos en dos, como dos ojos o, si quisiéramos
construir un emblema apropiado, como las cuencas vacías de la
calavera. O como ojos, entrecejos fruncidos y orejas de piedra.
O huecos como senos –eso es lo que son, propiamente: seno, matriz–,
el golpe del talón retumbando en ellos. O huellas en el mármol
y huecos en el cuerpo, orificios en la piedra y en la carne, agujeros
obtenidos por un comercio convertido repentinamente en heroico
arte di levare. O un cuerpo que tirita pero que, como gran
escultor, calienta el mármol, haciendo de las vetas venas, arterias
y tegumento. O, en fin: trépano sin tiempo del cuerpo helado y
exhibido.
Esos
mármoles se han desgastado así porque en ese instante de la exposición
de los cuerpos, esos son los umbrales que no se atraviesan, los
umbrales extremados, a la vez refugio y escaparate. Cuando los
ocupaban las mujeres sólo tenían un lado, una cara. Son huellas
producidas por el peso de un cuerpo absolutamente real, que tirita
de frío y que tiembla de los nervios de la espera, en el momento
preciso en el que ese mismo cuerpo, en ese umbral, aparece flotando
en un mercado sin umbrales, absolutamente abstracto. Las huellas
surgen del instante de un uso suspendido, del puro valor de cambio
de unos cuerpos convertidos en mercancía, pero, sin embargo, es
justamente el peso de un cuerpo verdadero y trémulo el que las
excava. Cuerpo sin tiempo, claro, y sin cualidad, indiferente,
pero helado y expectante: esas huellas son la reminiscencia de
lo perdido, pero, al mismo tiempo, la imagen de la gran pérdida,
tacto y separación, la señal de lo que estuvo aquí y la señal,
mucho más dura, de que ya no está: la violencia a la piedra es
la marca del cuerpo violentado. Estas son las huellas que no engañan,
en las que no podemos poner distraídamente nuestro pie: el hueco
de ese molde, de esa horma, no está ahí para esperar a nuestro
zapato, sino para que tropecemos. Son las huellas terribles que
nos expulsan y nos atraen al mismo tiempo, o que nos atraen porque
nos expulsan, como el negativo atroz de un fetiche que ya no existe:
sólo su huella. Pero también es en esas huellas, cráteres de un
volcán frío, del contacto siempre repetido, de todos los momentos
como el mismo momento, donde la ciudad verdadera –si es que eso
es algo– sobrevive. Sobrevivimos, en efecto, como un residuo,
en el lugar del contacto y la pérdida simultáneos.
En
una ciudad oficialmente higiénica como la nuestra, turística,
minimal, amante de la historia y de la arqueología recreativas,
en la que todo se entierra bajo capas de Arquitectura, volvemos
ahora a imaginar la Rambla como el gran río, torrentera, cloaca,
jirón de prostituta, gran avenida, descubriendo de repente, aún,
esas huellas, uno de los últimos monumentos vivos de Barcelona
y uno de los pocos que podemos amar y admirar.
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