LIBROS.  Theodor W. Adorno: Sobre la música.Paidós, Barcelona, 2000. 
 


EN LA TRAMPA DEL ABSOLUTO ROMÁNTICO

Nuria González

 

 



La relación que la música ha mantenido, tanto con las demás artes como con la sociedad, ha sido expuesta no sólo desde la reflexión filosófica y estética sino también desde la propia música. La estética y el pensamiento románticos convirtieron a la música en el arte por excelencia a cuya condición debían aspirar el resto de las artes. Filósofos, músicos y poetas se acercaron a ella sin distanciarse demasiado en sus reflexiones sobre lo musical. Por su condición asemántica y aconceptual, la música era la manifestación artística más adecuada para expresar los conceptos del Todo, lo Absoluto o la Idea. El discurso musical, carente de aquello que comunica el lenguaje significativo, se sitúa infinitamente por encima de cualquier otro tipo de comunicación; repudia toda expresión lingüística por inadecuada y se mantiene en la naturaleza de ser lo otro con respecto a los discursos establecidos. La música capta la esencia misma del mundo, el Espíritu, la Infinitud. Por esto, el acercamiento a ella sólo es posible para aquel que se aproxima con el corazón, como el joven Berglinger de Wackenroder, mientras que se separa hostilmente de las indagaciones de quien la explora. El crítico vuelve árido todo cuanto toca; el arte se oscurece ante él, mientras que se abre al que se abandona sin hacer preguntas. La música como lenguaje intraducible del sentimiento en sí, expresión directa a través de la pureza del sonido, es juego libre de ideas. Indagar en tales cosas es romper el encantamiento, destruir lo sagrado e inviolable de todo cuanto la música encierra.

Quizá este miedo romántico a desvanecer la esencia sagrada de la música, presente en aquellas reflexiones que insisten en su carácter indefinible e inasible, ha dificultado la elaboración de un discurso musical que se abra a lo que tan celosamente ésta encierra.

Ante la impotencia que ha mostrado la filosofía frente a la música, Adorno se distingue como una figura cuando menos sorprendente para la estética musical. Para Adorno, la música, pese a la dificultad que opone a los conceptos, como fenómeno central de la cultura, requiere un esfuerzo máximo de estudio que la sitúe más allá de las habituales y tan trilladas obviedades. El intento de descubrir el carácter absoluto de la música exige, según la fórmula hegeliana, superar el disparo de pistola y someter la reflexión musical a la mediación y la fatiga del concepto.

Parte de la explicación sobre la música y sobre aquello que la sitúa por encima del resto de las artes viene dada, para Adorno, por la relación que ésta mantiene con el lenguaje, la pintura y la filosofía. En Sobre la música[1], Adorno indaga en lo que define al fenómeno musical a partir de estas relaciones. La visión poliédrica y fragmentaria, aquella que, en palabras de Jacobo Muñoz, mejor describe el discurso de Adorno, será la que guíe una aproximación (de las muchas posibles) a estas sus consideraciones sobre la música.

Si hay un aspecto que distingue a la música de las demás artes es la relación que ésta mantiene con el lenguaje. Lo que para los románticos hacía a la música cercana a Dios era su carácter alingüístico, su absoluta independencia de todo lenguaje. Para Adorno, la música, a diferencia del lenguaje, no conoce el concepto. Los sonidos no remiten a nada externo; la identidad de los conceptos esta fundada en su propia existencia y no en aquello a lo que se refieren. La música como lenguaje autorreferencial se sujeta a sí misma: deshace la distinción forma-contenido, signo-significado. Las formas, los sonidos y los colores alcanzan una autonomía absoluta con respecto al mundo exterior y sus objetos.

Sin embargo, la música, dirá Adorno, es semejante al lenguaje, como sucesión de sonidos articulados, como textura organizada desde el todo hasta el sonido particular. En su disposición se corresponde con la lógica en el sentido de sucesión y articulación racional de frases, sintagmas, estructura pregunta-respuesta, puntuación y ritmo.

Para Adorno, el problema de la música contemporánea es que esta relación de semejanza con el lenguaje se ha hecho crítica. Hasta el siglo XIX la música representaba el momento de plenitud de lo humano en obras coherentemente totalizadas. Su carácter afirmativo provenía del despertar de una confianza absoluta en la razón y un sentimiento exaltado de fe en el progreso y el hombre. La música era el despliegue de esta totalidad en forma dinámica en un momento de máxima identificación entre los ideales de una época y el proceso de racionalización en forma de lenguaje articulado del material musical. La existencia en esta música de vocablos que se repiten, fórmulas que se esperan, nexos lingüísticos que crean un todo orgánico en un tiempo de esperas previsibles, de suspensiones e incertidumbres recompensadas y resueltas, responde a la estructura tensión-resolución que caracteriza dicho momento.

Sin embargo, este mito emancipatorio de la Ilustración y su promesa liberadora ha incurrido en la barbarie. La idea de una razón que disipa las sombras del pensamiento mítico es igualmente un mito; esto es, mito como falsa superación del mito. Ya no es posible acercarse a una totalidad que se sabe fragmentada. El sujeto agoniza en su expresión y el yo escindido desconfía de la razón ilustrada.

El propio Beethoven, el artista identificado con el momento supremo del humanismo burgués, comprobó, con vivo dolor, cómo su fe ilimitada en la posesión de la tonalidad y su sistema de construcción de naturaleza resolutiva tenía un carácter precario. Beethoven asumió en sus obras tardías la imposibilidad de reconstrucción de una totalidad hecha pedazos; ya no es posible la reconciliación proclamada en la Novena.

En Reacción y progreso Adorno dice: “Las cesuras, las rupturas desgarradas que caracterizan al Beethoven tardío, proceden de aquellos momentos de descarga; la obra enmudece, cuando es abandonada, y vuelve su concavidad en dirección a la superficie. Entonces hace aparición el nuevo fragmento, sujeto al lugar que le impone la subjetividad explosiva e inmune a la acción benéfica o peyorativa de cualquier precedente; puesto que el misterio se halla allí residiendo [...] Objetividad es el paisaje fragmentado, subjetividad es la luz de la cual resplandece en unidad iluminada. No produce una síntesis armónica de ambas. Las separa violentamente en el tiempo, como una potencia de disociación, para preservarlas acaso para la eternidad. En la historia del arte las obras tardías representan catástrofes”[2]. La madurez de las obras tardías hace que éstas “no aparezcan tersas sino llenas de surcos, casi hendidas: intentan apartarse de la dulzura y se resienten, agrias, ásperas, a ser inmediatamente saboreadas”[3].

Pero la permanencia de aquellos vocablos en la construcción musical había sedimentado como “segunda naturaleza” al conformar un espacio de especificación musical de estructura determinada y lógica aprehensible. Pese a esta rotunda resistencia, los límites fijados por la tonalidad comenzaban a resentirse ante las exigencias y condiciones impuestas por un nuevo material que exige “la desnaturalización de la segunda naturaleza”[4]. Un material, para Adorno, que no es simple materia bruta, neutra, con la que el artista libremente trabaja. Es materia histórica determinada por el tiempo y la sociedad. La música que se pretenda auténtica debe formular claramente aquellos problemas que la materia le exige. Un material que se encuentra cargado de las escisiones y laceraciones infligidas por el momento; en el que quedan impresas las luchas, las confrontaciones, las huellas de una barbarie que ha destronado a la razón ilustrada.

La contradicción que habita en el material no debe trasmutarse en falsa armonía sino que una y otra vez debe evocar la imagen de la contradicción. La conducta correcta para Adorno en la música “no será la de quien niegue las contradicciones centrales y alardee de estar libre de ellas, sino la de quien las mire cara a cara, las exprese, y de este modo contribuya a elevarse por encima de ellas”[5]. El arte auténtico, al igual que la filosofía auténtica, debe mostrar su oposición desenvolviéndose en el ámbito de la diferencia. La imitación del mundo ya no es posible; celebrar las antinomias de lo social desde la complacencia y la aceptación de lo establecido fortalece la conciencia del engaño. En su relación dialéctica con la realidad el “arte no debe jamás garantizar el orden y la tranquilidad, sino obligar a que surja a la superficie lo oculto bajo ésta, y de este modo oponer resistencia a dicha superficie, a la presión de fachada”[6].

La obra progresiva será aquella que se someta a la dialéctica del material. La música ha de expresar las antinomias de lo social contenidas en el material, en su propio lenguaje formal. Y esto sólo es posible mediante el lenguaje cifrado del sufrimiento. La necesidad de hacerse eco del sufrimiento es condición de toda verdad. El anhelo de verdad convierte a las obras en experiencia del dolor. El significado de las obras de arte emana de su configuración intrínseca y ésta exige mostrar el arte desnudo de todo enmascaramiento, como huella de dolor.

El sujeto permite, como intermediario, la plena realización de este material que contiene en sí formas y modos de hacer artísticos. La radical confrontación del artista con el material artístico-histórico se establece en la lucha contra la barbarie y la autodestrucción, conflicto que ha de manifestarse en la propia textura de la obra. Las obras de arte así entendidas aparecerán como heridas, serán las expresiones, en palabras de Jacobo Muñoz, de un arte dotado de memoria del dolor, el arte como el desespero ante la imposibilidad de reconciliación y primacía del espanto y el sinsentido en el mundo.

Para Adorno la grandeza de Arnold Schönberg había estado en permitir que se manifestara nuevamente el material cuyas contradicciones habían sido encubiertas por Wagner. Schönberg, el “compositor dialéctico”, condensa en su obra la tensión de la “energía de extremos”, en un movimiento que no permite el goce de una zona intermedia porque rehúsa de aquel intento de establecer unidad dentro de la multiplicidad. En Schönberg no hay transiciones mínimas entre opuestos. Se trata de saltos bruscos, preguntas cuyas respuestas no suponen tranquilidad y sosiego, sino catástrofes en la tensión y constante inestabilidad del alivio sólo momentáneo del instante en que la libertad subjetiva brilla en la objetividad de la obra.

Hacia el sonido puro. La música y su acercamiento al Nombre

En la relación que la música mantiene con el lenguaje también se encuentra su aspecto teológico. Para Adorno, al igual que para los románticos, la música anuncia algo que, al mismo tiempo, se encuentra oculto: “la idea de la música es la figura del nombre divino: es oración desmitologizada, liberada de la magia de la influencia; es el intento humano, vano como siempre, de mostrar el nombre mismo, en vez de comunicar significados”[7]. La música, al igual que la filosofía, tiende al nombre puro, a la unidad entre cosa y signo. El nombre aparece en la música como sonido puro, desprendido de su portador. Pero aunque la música encuentra al nombre de manera inmediata, éste en ese mismo momento se oscurece, “como exceso de luz que deslumbra los ojos de tal modo que lo completamente visible ya no puede ser visto”[8].

Por ello, la música se impone un conocimiento mediado en su intento por alcanzar el sonido puro y se esfuerza en una construcción que lo conjure mediante el todo. La paradoja de la música, según Adorno, es que en su esfuerzo por lo no intencionado se despliega únicamente haciendo uso de lo intencionado. En su proceso de construcción que invoca el nombre ella misma se ve entrelazada en el proceso; necesita, para que se pueda producir en ella el despliegue de lo que permanece cerrado, participar en una construcción regida por categorías como racionalidad, significado y lenguaje. La música, como forma de oración secularizada, se acerca al nombre únicamente al imponerse la imposibilidad de ver su rostro como única condición de posibilidad de su existencia. Para poder permanecer se prohíbe su objeto, su realización. “Su relación para con aquello que no querría representar sino invocar está infinitamente mediada”[9]. Pero la mediación es impuesta desde la propia música en su esfuerzo por lo inalcanzable; la música compone el nombre únicamente a través de la “totalidad desplegada”, a través de la “constelación de sus momentos”.

El proceso de racionalización en la construcción del todo, la unidad de su objetivación como disposición sobre el material musical, es inseparable de su semejanza con el lenguaje. Es en la totalidad donde se salvan las intenciones particulares, no transformándolas en una intención más elevada sino que, en el instante en el que se salvan, éstas se disponen para la evocación de lo no intencional. La absorción mortal de significados salva el significado, el todo devora las intenciones particulares y se impone sobre ellas.

Pero para Adorno la música no es elaboración de significados sino el lenguaje eternizado de los gestos. La trascendencia de lo musical está en aquello que el gesto señala más allá de sí mismo. La unidad de esta trascendencia es el contenido, el significado. De este modo las estructuras o formas musicales no abrazan el contenido externamente sino que son su propia determinación. La música crea su estructura a partir de la necesidad de expresión del material. La relación interna de la música y sus condiciones de existencia llevan a ésta a contraerse en gestos; “obedece a una coerción de enmudecer”[10]. La música, para Adorno, al menos la grande, dirá, aparece como categoría perecedera.

El arte se repliega en sí mismo como de lo que no se puede hablar. Como promesa de felicidad muestra algo más que trasciende la realidad, es cosa como no cosa. La negación la conduce a un poder ser que se desenvuelve en el ámbito de la diferencia, como constelación de elementos no definibles, disonantes, divergentes. En una filosofía que conoce su limitación y que se afirma contra toda pretensión de totalidad “el origen no puede ser buscado más que en la vida de lo efímero”[11]: el refugio está en el fragmento. Es aquí donde se halla residiendo el misterio, el carácter enigmático de la música, como “lenguaje cifrado”, que vela su significado y alcanza su condición de verdad gracias a su carácter críptico. Se trata, para Adorno, de un lenguaje que tiene su “máxima expresión en el extinguirse, en esos tonos que emergen desnudos de entre la densa configuración y por los que el arte, por su propia tendencia interna, desemboca en momento de naturaleza”[12].

Tanto el desaparecer condensado en la contracción extrema de Anton Webern, como el instante eternizado de Alban Berg, responden a la exigencia adorniana del desaparecer. Son ejemplos de lo que Jacobo Muñoz llamó “apoteosis del lenguaje destruido en un mundo destruido”[13]. El lenguaje destruido, dirá Adorno, es aquel que se ha liberado del lenguaje significativo y, por tanto, el que de manera más absoluta se acerca al lenguaje, justamente mediante el distanciamiento de él. Su semejanza con el lenguaje aparecerá como aumento en la disminución de la comunicación. La condición de posibilidad del arte auténtico, para Adorno, está en su liberación de la esfera lingüística del significado; “en ese extremo que se alcanza sencillamente mediante la técnica, sobre todo por medio de la polifonía integral, en el momento brusco en el que el lenguaje de la música tal se hace desnudo y desprotegidamente visible y así deja de ser lenguaje [...] La única tradición en la que se puede confiar es la de la obra fragmentaria, en la que la música dice adiós a toda confianza y toda tradición”[14].

El espacio musical y el tiempo pictórico

El proceso de racionalización del material musical tiene, para Adorno, su máximo estadio de realización en la polifonía integral. La música que así proceda, además de articular un lenguaje “poslingüístico”[15], será generadora de un nuevo espacio. Se trata de un espacio habitado, tejido de tiempo, de movimiento y ondulación ininterrumpidos.

La realidad del espacio se encuentra considerablemente intensificada por la forma polifónica. Para Henri Pousseur lo que más caracteriza a la práctica polifónica, al mismo tiempo que la existencia de un resultado global de superposición de varios procesos evolutivos de naturaleza monódica, es el hecho de que sus componentes se ven en cualquier caso influidos y alterados por todo aquello que los rodea, “el sonido es captado, llevado, penetrado, desviado por los sonidos de las otras partes [...] como en un campo magnético cuyo poder de integración es extremo”[16].

El progresivo aumento en el uso del cromatismo que tuvo su momento máximo en el Tristán iba unido al proceso de decadencia de la tiranía funcional de la tonalidad. Una exigencia de independencia, de equivalencia de cada una de las partes del material musical comenzaba a cuestionar las reglas tonales. La pérdida de la coherencia tonal aparece como una liberación del principio de identidad. El aumento del cromatismo, de la extensión armónica potencial, es la victoria del principio de alteridad. Lo otro abre el camino a un espacio diferente, extraordinariamente liberado, cargado de multiplicidad y variabilidad, de fugacidad de las figuras rítmicas y melódicas. Las propiedades de este “espacio liso” se encuentran contenidas una vez fijado el sonido potencialmente cargado de todas las posibilidades constelatorias.

Al igual que en la música se genera espacio, dirá Adorno, en la pintura se condensa tiempo. La confluencia de los elementos pictóricos y musicales no se produce jamás en el asemejarse, en la “pseudomorfosis”, sino allí donde cada una de las artes se somete a su principio inmanente, a una exigencia fundada en sí misma, que los constriñe a su propia existencia. La distinción entre artes del tiempo y artes del espacio se desvanece si se considera la existencia de un tiempo pictórico y un espacio musical.

Para Adorno la música es objetivación del tiempo, lo fenómenos musicales se reúnen mediante una organización temporal que los determina, los cuaja en una articulación rítmica que se encuentra en copresencia con el tiempo empírico. Pero en esta fijación temporal que evita que los sonidos se desmoronen, la música aspira, potencialmente, a su propia superación, puesto que la idea se fija en su trascendencia más allá del tiempo. La música es autogeneración de tiempo implícito más allá del tiempo real. La temporalidad de la música constituye precisamente aquello mediante lo cual ésta se convierte en algo que sobrevive independientemente, como cosa, dirá Adorno. En la articulación temporal de la forma musical se halla contenida la dimensión espacial en la cual la música se desarrolla. La espacialización de la música se consigue mediante el desarrollo de cada una de sus partes. Las nuevas posibilidades que se abren desde el material hacen posible la conformación de una nueva perimetría móvil, de líneas flexibles. “El tiempo es espacializado no en una yuxtaposición geométrica sino en conjunto, como tiempo planificado, dispuesto, organizado desde arriba como antes lo eran sólo las superficies visuales”[17].

La trascendencia fijada más allá del tiempo genera el nuevo espacio donde habitan los enigmas, simbolizado por el cuadrado mágico que cuelga sobre el piano de Adrian Leverkühn, gobernando tanto la dimensión horizontal de la música como la vertical, produciendo correspondencias no oídas entre las partes. Para Adorno, la historia ha abolido el desarrollo unilateral de una dimensión; la nueva música se esfuerza en una elaboración multilateral de todos y cada uno de sus elementos.

Este es el espacio musical del nuevo lenguaje: en todas las dimensiones, constituyendo el todo unitario al que pertenece. Ya no es la melodía o la armonía la que guía la composición musical, sino la “lógica del intervalo” lo que se convierte en la base de construcción del fragmento. La correlación es total con la idea del espacio schönbergiano:

“El espacio de dos o más dimensiones en el que se representa la música es una unidad. Aunque los elementos de estas ideas aparezcan separados e independientes a la vista y al oído, revelan su verdadero significado solamente a través de la cooperación, al igual que una palabra aislada no puede expresar un pensamiento sin relacionarlas con otras [...] la idea musical, aunque esté constituida por ritmo y armonía, no es ni una cosa ni la otra tomada aisladamente, sino las tres en conjunto. Los elementos de la idea musical están parcialmente incorporados al sentido horizontal en forma de sonidos sucesivos, y en parte se hallan en el sentido vertical como sonidos simultáneos. La mutua relación de los sonidos regula la sucesión de intervalos, así como su asociación de armonías, organiza el fraseo. Esto explica por qué [...] la serie básica de doce sonidos puede utilizarse indistintamente en cualquier dimensión de su totalidad o de su parte”[18].

La multidireccionalidad permite una tercera dimensión musical, cuya profundidad está en la identidad entre principios constructivos y temáticos, frente al crecimiento unidireccional de una de sus partes. No se trata de la superposición de relieves, lo que supondría una bidimensionalidad hinchada, sino de hacer lo propio con cada uno de los sentidos unidireccionales en los que la música se extiende. Este nuevo espacio tridimensional en el que se desarrolla la música carece de suelo; la música no avanza ni hacia arriba ni hacia abajo, ni de izquierda a derecha. Para Schönberg, el espacio musical debía configurarse de la misma manera que en las casas de Adolf Loos o en la escultura de Miguel Ángel. Eran éstas, para el músico austriaco, las únicas muestras de auténtica tridimensionalidad, los únicos ejemplos de superación de la bidimensionalidad en la configuración de un nuevo espacio transparente, una arquitectura de cristal, simultáneamente concebible en su totalidad; un espacio de percepción sincrónica de todos los ángulos desde cualquier punto.

Si para Adorno la música logra su síntesis en su dimensión espacial, la pintura lo hace en su articulación temporal: el cuadro es huella de tiempo. La síntesis pictórica está en ensamblar todo aquello que existe en el espacio de manera simultánea. Este proceso está basado en las relaciones de tensión ya que todos y cada uno de los elementos de la superficie pictórica buscan separarse y contradecirse. Es en esta fuerza de disociación donde reside su síntesis. La tensión es temporalidad en pintura. La objetivación y el equilibrio de tensiones convierten al cuadro en tiempo sedimentado. El tiempo contenido en tensión con el espacio enciende la pintura, de la misma manera que la contemplación adecuada del cuadro, que concluye con el detenerse, despierta el tiempo implícito en él encapsulado. Esta interactuación de tiempos se encuentra en el acto y en la contemplación del representar; la pintura, como una cápsula de tiempo, se activa con la mirada. La temporalidad contenida nos interpela de tal modo que detiene nuestro tiempo presente para introducirnos en su re-presente.

Es, precisamente en su constitución, donde pintura y música hablan como lenguajes, y no en el hecho de exponer significados. Se expresan tanto más claramente cuanto mayor es su elaboración, cuando el material con el que se trabaja está en su más alto grado de racionalización. Y es en ésta su constitución, cuando la pintura ha sido liberada del objeto y la música ha roto con el sistema tonal, donde ambas aparecen como expresión pura. Siguiendo a Adorno, es la lógica evolución del material la que legitima como auténticas la pintura abstracta y la música dodecafónica. Convertidas en “esquemas de un lenguaje no subjetivo”[19], apelan entonces a eso que permanece velado de la única manera que puede hacerse: mediante lo “quebrado”, lo “jeroglífico”. Es en esta tensión, que mantiene el fenómeno mismo con aquello que supera lo meramente fenoménico, donde se encuentra el carácter de escritura de la obra. Si se deshiciese esa tensión, si el sujeto quedase disuelto ante el material de la naturaleza amenazadoramente puro, la obra según Adorno, dejaría entonces de “crepitar”, dejaría de ser huella de una sacudida, “temblor que anuncia las catástrofes”. “Tales huellas de convulsiones, conservadas en las obras, son los caracteres gráficos de ellas”[20], las que concentran los gestos del lenguaje cifrado del sufrimiento.



[1]ADORNO, T. W.: Sobre la música [Gerard Vilar ed.], Barcelona: Paidós, 2000. En Sobre la música se recogen los siguientes textos: 1. Música, lenguaje y su relación con la composición actual [Fragmento sobre música y lenguaje] 2. Sobre algunas reflexiones entre la música y la pintura. 3. Acerca de la relación entre la pintura y la música hoy. 4. Sobre la relación actual entre filosofía y música.

[2] ADORNO, T. W.: Reacción y progreso y otros ensayos musicales, Barcelona: Ed. Tusquets, 1970. p. 25.

[3] Ibid., p.21.

[4] ADORNO, T. W.: Mahler. Una figsionómica musical, Barcelona: Ediciones Península, 1987. p. 35.

[5] ADORNO, T. W.: Impromptus. Serie de artículos musicales impresos de nuevo, Barcelona: Ed. Laia, 1985. p.28.

[6] ADORNO, T. W.: Disonancias. Música en el mundo dirigido, Madrid: Rialp, 1966. p.77.

[7] ADORNO, T. W.: Sobre la música, op.cit., p. 26.

[8] Ibid., p. 28.

[9] Ibid., p. 71.

[10] Ibid., p. 67.

[11] ADORNO, T. W.: Dialéctica negativa, Madrid: Taurus, 1974. p.158.

[12] ADORNO, T. W.: Teoría estética, Madrid: Taurus, 1980. p.110.

[13] MUÑOZ, J.: «El manuscrito en la botella», Revista de Occidente, nº 44, 1985. p.138.

[14] ADORNO, T. W.: Sobre la música, op.cit., p.78.

[15] Ibid., p.77.

[16] POUSSEUR, H.: Música, semántica, sociedad, Madrid: Alianza, 1984. p. 30.

[17] ADORNO, T. W.: Sobre la música, op.cit., p. 43

[18] SCHÖNBERG, A.: El estilo y la idea, Madrid: Taurus, 1963. p.151.

[19] ADORNO, T. W.: Sobre la música, op.cit., p.48.

[20] Ibid., p.48.