MANUAL DE USO COSTUMBRISTA. El proyecto de utilidad en la representación gráfica de viajeros y curiosos a mediados del siglo XIX. Vicente Pla Vivas |
||
|
||
Tales planteamientos iniciales taxonómicos, tomados de la filosofía natural y aplicados sobre el universo humano, son los que transmitirían al costumbrismo de las décadas centrales del XIX la herencia de la Ilustración en ese aspecto concreto. Pero este rasgo estructural común debió de convivir con la radical diferencia, respecto a épocas pasadas, en las formas de los esquemas en que se presentarán los individuos, grupos y acciones, una vez clasificados por el filtro costumbrista, y que marcarán una inflexión más significativa que las implicadas por los cambios de estilo[2]. Aquí procede recordar las ideas de Foucault sobre el irreversible cambio en los esquemas generales del conocimiento ya madurado durante el siglo XIX, configurando la sustitución del gran marco fijo y cerrado para las representaciones por otro seriado y, en muchos casos, abierto a la aparición de nuevas categorías en un proceso autogenerativo; un marco en el que el costumbrismo colocará su ambición, casi utópica, de volcar la representación hacia lo representado con esa fe del progreso en la capacidad para devolver al ámbito de lo real aquello que ha sido extraído de él y proyectarlo hacia el futuro, una vez optimizado para su aplicación más eficiente[3]. La filiación de estas pretensiones parece quedar explícita en una obra de referencia para el costumbrismo español literario y gráfico: Los españoles pintados por sí mismos. En uno de los artículos de esta colección de tipos publicada en Madrid en 1843, el dedicado a El escritor público, José María de Andueza dice: “(...) no puede negarse que de vez en cuando, allá entre los muchos nuevos nombres y las pocas cosas nuevas, suele aparecer alguna especie de individuos, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, para cuya descripción serían escasos los tomos que ocupan las obras de BUFFÓN (...)”[4]. Pero Andueza sugiere la conveniencia de dedicar inmensos estudios a esa “especie de individuos”, y no “individuos de una especie”, como conceptualizaba el gran naturalista con un criterio más globalista: “la historia de un animal debe ser no la historia de un individuo, sino la de toda la especie de estos animales”. Con ello, el escritor costumbrista parece querer acentuar la diversidad del medio humano como objeto de estudio y desencadenar un proceso para poder discernir nuevas categorías a partir de los sistemas clasificatorios de la filosofía natural. Un somero repaso por los artículos de costumbres de El Semanario Pintoresco Español bastaría para corroborar la literalidad con que se manifestaban en la prensa estos principios. Miguel Pollo y Lorenzo encabezaba sus Costumbres provinciales dedicadas a “los Ramos de Salamanca” con una cita de Lavater: “Desde cualquier lado que se le examine el hombre es un objeto de estudio”; y continuaba con afirmaciones tan explícitas como: “(...) el principio que precede es tan aplicable al hombre como a cualquier ser de la naturaleza”; “(...) el asunto grandioso que la especie humana ofrece a la imaginación y al estudio, vista a través de la gran diversidad que en todo presentan sus individuos (...)”; o la también explícita: “(...) considerado el hombre en medio de tal divergencia, más bien que un género o especie parece constituir el reino de la naturaleza más abundante en subdivisiones (...)”[5]. Esta identificación entre los medios natural y social como objetos de análisis se remarcaba en otra referencia costumbrista de la época, sobre el portero, firmada por Juan Vila y Blanco: “Este tipo, por otra parte, ha debido ser el primero en una colección como, por ejemplo, la de los españoles pintados por sí mismos; pues me figuro yo, que los dos tomos, v.g., de que consta esa obra, son dos grandes galerías de un edificio, como si dijéramos, de Historia social en que el editor, como se hace en los salones de la casa Historia natural, ha instalado ad futuram memoriam, a varios ciudadanos de nuestra patria, cada uno en su habitación a manera de peregrinos pájaros en bonitas jaulas colocadas en hilera (...)”[6] Verificando en él persistencias e innovaciones, el costumbrismo ha sido considerado por una importante tradición ensayística, como una constante cultural y, de manera más o menos imbricada en la anterior, también se han leído en sus representaciones los signos de contenidos implícitos en sus temáticas, con cierto afán por considerarlas como un conjunto de síntomas que manifiestan, en lenguaje literario o gráfico y en vena satírica moralizante o pintoresca informativa, amplios procesos políticos y sociales –visión marcadamente tautológica, pues el costumbrismo, que parte de la observación de los tipos y comportamientos humanos como síntomas, ya contiene en origen esa interpretación reiterada con ulterioridad por sus exégetas. Esta doble vía interpretativa de las costumbres apareció diseñada ya en el siglo XIX, en gran medida imbuida en el gran debate de ese siglo sobre el progreso. En un estudio pionero sobre la caricatura, entendida como una forma de crítica, Jacinto Octavio Picón y Bouchet vinculaba este género a las costumbres: “[los caricaturistas] tienen constantes y numerosos motivos de inspiración (...) en lo mucho que al ridículo se prestan las más de nuestras costumbres” y lo considera como exponente cómico de otros procesos desarrollándose desde el pasado según su propia lógica evolutiva: “Una vez constituida la unidad nacional que es precisamente cuando la pintura empieza a producir entre nosotros artistas de mérito (...) parece que debía aparecer la caricatura y sin embargo no es así. La política y las costumbres españolas de la época lo impidieron (...) La sátira se produce en las sociedades decadentes, cuando la vida pública y la privada presentan blanco a los ataques de la ironía y el sarcasmo, no como cuando al fundirse en una las coronas de los antiguos reinos españoles dan los pueblos inequívocas muestras de su altura y su progreso.”[7] También entre la literatura de viajes pintorescos encontramos, en la línea de la interpretación de las costumbres como síntomas de estados morales patológicos, las observaciones de Edward Hawke Locker publicadas en 1824 en Views of Spain quien afirmaba: “En este momento España presenta una imagen extraordinaria de lo que es la degradación nacional.”[8] En la vertiente más esencialista de revelar continuidades y pervivencias a través del costumbrismo, se movía Gautier en 1840 al deducir, a partir de la artesanía, que España conservaba su autenticidad primitiva: “(...) si los arneses están bordados, pespunteados, adornados con cascabeles y borlas de lana con dibujos de buen gusto, entonces podéis estar seguros que el pueblo es un pueblo primitivo y muy próximo a su estado natural (...)”[9] Sin
embargo, la intención de esta aproximación no es la de restituir las líneas
de continuidad del costumbrismo como tendencia constante o detectar adiciones
y pérdidas de sentido que éste haya podido padecer durante un largo proceso
de evolución; tampoco lo es la de alabar o cuestionar sus recursos específicos
para plasmar, testimoniar o simbolizar diversas realidades subyacentes[10]. No se pretende aquí aportar nuevos criterios para debatir el carácter
de género ni participar de los deseos por encontrar sus principios de
legitimidad interna según el grado de ajuste a sus propias tradiciones,
o de veracidad externa por su poder de referencialidad. Desde la redundancia
de su título, pues el uso es la razón creadora de costumbres y las costumbres
son aquellas que se mantienen en uso efectivo –sólo cuando quedan transferidas
y fijadas en el ámbito formal se convierten en tradiciones–[11], este artículo propone una relectura de las producciones según su
presunta cualidad funcional. Cuando N. Amorós redactó el texto introductorio
de una recopilación de ilustraciones del recién fallecido Ortego, reconoció
esta vertiente práctica en la obra del caricaturista: “(...) finalizaríamos
nuestro trabajo, asignando a Ortego el lugar que le corresponde en esta
rama de la crítica, que no, por ser burlesca, deja de tener su profunda
filosofía y su gran sentido práctico.”[12] El pensamiento utilitarista como contexto de posibilidad El 31 de marzo de 1832 vio la luz en Londres The Penny Magazine. Editada por Charles Knight, fue la primera publicación periódica, ilustrada con grabados a buril en madera, dedicada a temas históricos, artísticos, literarios, costumbristas y de información científico–tecnológica en general, a un precio asequible y que marcaría un modelo aplicado después en otros países, pues menos de un año después, Edouard Charton editaría en París Le Magasin Pittoresque, profusamente ilustrado, y en 1836 Mesonero Romanos promovería El Semanario Pintoresco. La revista británica era el periódico de la Sociedad para la difusión del conocimiento útil, que tenía como objetivo, según el artículo de presentación, ilustrar a un amplio público hasta entonces apartado de los libros por limitaciones económicas y de tiempo. Es de notar que el argumento justificativo de la utilidad de este nuevo medio partía de la comparación del poder de la revista para hacer llegar el conocimiento a todas las clases (amplia tirada, bajo precio y artículos breves) con los nuevos medios de transportes de masas que estaban abaratando los viajes y acortando el tiempo invertido en los trayectos. A la misma analogía recurrió el texto de presentación del nº 1 del Magasin Pittoresque en febrero de 1833. Si a esto añadimos las pretensiones reconocidas en la literatura de viajes, apuntando más a su uso como guías para los viajeros y como sustitutivo que permitía un bagaje cultural geográfico para quienes no podían desplazarse, tendremos un ingente cuerpo de obras que incluían relatos literarios y representaciones gráficas costumbristas, y que se querían legitimar a sí mismas aludiendo constantemente a su función práctica. La funcionalidad debería entenderse como valor de uso potencial, como una intención de utilidad inherente a las obras desde sus planteamientos productivos[13]. En este sentido, cabría esbozar una exégesis parcial de cierta vertiente del costumbrismo español entroncándola en el pensamiento utilitarista, entendido éste no desde su apego estricto y sistemático a las doctrinas de Bentham, ni desde el proselitismo de la ética que adquiriría forma definitiva con la obra de Stuart Mill, El utilitarismo, cuya primera edición (1863) es algo tardía para considerarla como influencia directa en el costumbrismo del periodo isabelino. Por el contrario, cabría asociar el sentido utilitarista aplicado como hipótesis interpretativa para las ilustraciones costumbristas desde esa voluntad ética, proyectada hacia la posteridad, de ofrecer pautas de conocimiento y reconocimiento para ser puestas en práctica en el medio social, seleccionando, articulando y adaptando ciertas ideas ya presentes desde finales del XVIII y explícitas en algunos escritos del jurista y botánico inglés, quien no era precisamente un desconocido en los medios culturales españoles de la primera mitad del XIX[14]. Sus teorías, tamizadas por los individuos que las proponían y por las circunstancias y sobre las que pretendían aplicarse, tuvieron una amplísima resonancia entre los liberales españoles y fueron difundidas desde la universidad de Salamanca por su principal valedor en España: el profesor y diputado Toribio Núñez, quien fusionó las propuestas utilitaristas con su fascinación por el impresionante andamiaje teórico–crítico de Kant, realizando una síntesis entre ambas corrientes filosóficas con vistas a su aplicación en el cuerpo legal del naciente estado liberal español[15]. Para María Jesús Miranda “La mirada tecnificada de Benham no sólo vigila a los presos. Sobre todo, los clasifica”[16]. En la traducción realizada en 1820 por Toribio Núñez de El Panóptico de Bentham se encuentra un fragmento esclarecedor de esa mirada taxonómica escrutadora de tipos y costumbres aplicada a la política penitenciaria; en concreto para rebatir las objeciones a su revolucionaria propuesta de permitir a los presos una vida en comunidad frente al tradicional aislamiento celular: “Se dirá tal vez que esta sociedad será más bien una escuela de delitos en que los menos perversos se perfeccionarán en el arte de la maldad con las lecciones de los que tienen una larga práctica en ella; pero se puede prevenir este inconveniente distinguiendo a los presos en diferentes clases según su edad, el grado de su delito, la perversidad que manifiestan, la aplicación al trabajo, y las señales que dan de arrepentimiento. El inspector debe ser bien poco inteligente y bien inaplicado si en poco tiempo no conoce el carácter de sus presos; lo bastante a lo menos para combinarlos de manera que de su asociación resulte un freno natural, y un motivo de subordinación y de industria.”[17] Este afán clasificatorio se proyectó, a través del nuevo medio fotográfico, sobre la población reclusa también a partir de los proyectos (en Bruselas desde 1843, en Birmingham en 1850 y el del inspector general de prisiones francés Louis–Mathurin Moreau–Cristophe en 1854 ) de inaugurar un registro fotográfico de los presos, como una nueva forma de marcarlos, como registra Tom Gunning[18]. Este autor nota en ello una sustancial diferencia respecto a la tradición fisiognómica, pues mientras ésta había indagado en las causas de las “desviaciones morales”, el nuevo proyecto se volcó hacia el porvenir. Su utilidad radicaría en poder seguir las pistas de los criminales a través de un entorno multitudinario y cambiante que posibilitaba, tecnológicamente, mayor movilidad a las personas y les imbuía, psicológicamente, en una nueva forma de experimentar los parámetros espacio–temporales. Nótese aquí la concordancia con el texto introductorio al Penny Magazine y con una de las series de costumbres litografiadas por Daumier: Les transports en commun. El costumbrismo refuerza en este punto sus vinculaciones con la ineludible mutabilidad de la experiencia moderna. Que el legislador del XIX se dejó fascinar por tal voluntad taxonómica de tipos sociales justificada siempre por la razón de utilidad común, se detecta en una normativa higienista española de 1853: “El desaseo más completo, la falta de ventilación que engendra la putridez y conserva un foco permanente de infección dentro y fuera de las habitaciones; la aglomeración tan nociva de muchas personas en un local estrecho y malsano; la lobreguez y las miasmas más deletéreas forman la corrompida atmósfera de la mayor parte de las casas en las que viven el bracero, el operario, el desvalido cesante o la mísera viuda rodeada de tiernos niños en triste orfandad”[19]. En este texto destacaría su capacidad, esencialmente literaria, para imbricar el caos biológico productor de las enfermedades con el caos social, recurriendo a una enumeración de tipos, al parecer tomados de cualquier relato costumbrista, mezclados promiscuamente en el ambiente de miseria vital y convertidos por el legislador en recurso folletinesco encaminado a reforzar el argumento sanitario, sin menoscabo de su potente pretensión de realismo casi gráfico. En España, la transmisión de tales planteamientos desde el utilitarismo filosófico, omnipresente en el ámbito jurídico y político, hacia el de la representación costumbrista parece encontrar una vía indirecta a través del padre de la literatura satírica decimonónica: Bartolomé José Gallardo. Formado en la universidad de Salamanca, en la que estudió medicina, fue bibliotecario de las Cortes de Cádiz, donde acudió también Toribio Núñez, y mantuvo frecuentes contactos con Bentham durante su exilio en Inglaterra. Autor del muy difundido y reeditado Diccionario crítico–burlesco es considerado uno de los fundadores del renovado género crítico del XIX[20]. Junto a las tendencias utilitarias aplicadas sobre los ámbitos jurídicos y políticos, tanto en la creación de leyes como en la crítica de costumbres, existió también una concepción del utilitarismo emparentada con la filosofía natural del barón de Holbach, para quien todo acontecimiento acaecido en un proceso de cambio social obedecía a un principio de necesidad y tenía una utilidad operativa en el sistema moral[21]. El responsable en buena parte de la extensión del utilitarismo, en su acepción materialista, fue Andrés de Santa Cruz, personaje de azarosa vida que tuvo una intervención destacada en el proceso revolucionario francés y a quien se dedicaron algunos artículos en la prensa de la época[22]. El
verificar cómo se plasmaron esas vías de estudio y conocimiento mediante
procedimientos clasificatorios y con finalidades utilitaristas en los
grabados e ilustraciones de costumbres sería el objeto primordial de esta
aproximación; no por pretender establecer modelos dogmáticos de causalidad,
sino por querer adoptar una perspectiva que considere las grandes nociones
comunes compartidas con ciertos aspectos de los pensamientos naturalista,
y utilitarista como paradigmas justificativos y por esbozar las vías específicas
mediante las cuales estos iconos pudieron presentarse al público en condiciones
de cumplir las funciones que, como ilustraciones, les fueron asignadas
implícita o explícitamente: en primera instancia, los condicionantes operativos
para habilitar a la mirada como eficaz observadora de tipos y costumbres;
en segundo lugar, el procedimiento de la observación, como tema de atención
específica para poder discernir categorías mediante contraste; y, en tercer
lugar, las formas o esquemas que tomaron estas obras para autoubicarse
en su espacio representativo y para autolegitimarse como informaciones
útiles sobre el conocimiento del medio social. Condiciones de utilidad de la mirada costumbrista:
aptitudes del observador Para definir a quien define, a ese adicto a la mirada, a ese observador compulsivo y delator vocacional utilizaremos algunas fuentes literarias complementadas o replicadas por otras gráficas. Estos dos ámbitos de la creación resultan inseparables para dilucidar las cuestiones iniciales, pues tanto los pintores, dibujantes y grabadores contaban historias mediante sus escenas y figuras, como los escritores pretendían ofrecernos pinturas verídicas o retratos de su entorno. Del lado del sujeto de la observación se detecta en la literatura de la época un cierto anhelo por establecer los criterios que habilitarían como lúcido y eficiente al propio observador de las costumbres ajenas, en una vuelta del sujeto sobre sí mismo, convertido también en objeto observable no exento de las consideraciones analíticas aplicables sobre cualquier otro tema de estudio costumbrista. Balzac, en la Teoría del andar[23], reflexiona sobre las cualidades imprescindibles en todo pretendiente a analista de costumbres: “La observación de los fenómenos relacionados con el hombre, que debe captar sus movimientos más ocultos, y el estudio de lo poco que ese ser privilegiado deja involuntariamente entrever de su conciencia exigen a la vez acopio y reducción del genio aunque éstos se excluyan. Hay que ser paciente (...) y poseer además ese golpe de vista que hace que los fenómenos converjan hacia un centro (...) esa perspicacia que permite ver y deducir, esa lentitud que sirve para no descubrir jamás uno de los puntos del círculo sin observar también los demás, y esa rapidez que lleva de un salto de los pies a la cabeza (...) el espíritu de la observación psicológica requiere imperiosamente el olfato del monje y el oído del ciego. No hay observación posible sin una eminente perfección de los sentidos y sin una memoria casi divina.” Baudelaire asumirá estos requisitos básicos para el eficaz transmisor de observaciones costumbristas. En sus juicios críticos sobre el ilustrador Gavarni dice: “No es exactamente un caricaturista, ni tampoco solamente un artista, es también un literato”, y continúa con una comparación esclarecedora: “Mucha gente prefiere Gavarni a Daumier, y no tiene nada de extraño. Como Gavarni es menos artista, les resulta más fácil de comprender.” Por otra parte, para el mismo crítico hubo una conexión evidente entre estos autores: “La verdadera gloria y la verdadera misión de Gavarni y de Daumier fueron completar a Balzac, quién además lo sabía y los estimaba como auxiliares y comentadores.”[24] En el capítulo “El artista, hombre de mundo, hombre de la multitud y niño” de El pintor de la vida moderna (publicado por primera vez en 1863) precisará más aún hablando sobre el proceso de creación a partir de la elaboración de las observaciones como resultado de “una percepción infantil, es decir de una percepción aguda, ¡mágica a fuerza de ingenuidad!”[25] Esta mezcla entre los componentes de actividad paciente y sistemática propia del investigador, por un lado, y de innata brillantez genial propia del artista, por otro, se encuentra implícita en muchas otras muestras de la conciencia propia del observador ya sea un viajero romántico o un cronista de su entorno social más inmediato, como algunos textos que nos ayudan también a entender la conciencia que de sí mismos tenían estos descriptores de la sociedad, estos catalogadores de acontecimientos y personajes. Se veían dotados de rasgos y cualidades especiales, los cuales quedan explícitos en los autorretratos verbales que los escritores especializados en la sátira de costumbres realizan en cuanto tienen ocasión. Es el caso de Miguel Vicente y Almazán, quien en su artículo “La sociedad y yo” en el nº 5 de El Liceo Valenciano[26] da rienda suelta a mecanismos autocompasivos muy del gusto romántico: “Tengo la manía de querer darme razón de todo, lo cual es una necesidad en este siglo analítico y razonado, y es además un trabajo si he de escribir sobre el fruto de mi escurrimiento y de mis observaciones; (...) Yo soy un ente que por una fatalidad aprendí a leer y escribir sin saber lo que me hacía: un ente de esos que viven siempre a sombra de tejas (...); uno de esos semi–locos o semi–atontados que sueñan en el honor y en la virtud, de esos que poco ha dije que estaban destinados a servir de espectadores a los que en el mundo gozan, siempre oliendo la felicidad, y sin poder gustarla; uno de esos que viven sin que nadie se aperciba de ello, y llevan vacío el estómago, y llena la cabeza con estas tres palabras: Justicia, deber y conciencia (...)”. La claridad con la que el escritor percibe la función que el público demandaba a su oficio, queda subrayada por la tajante taxonomía moral propuesta como base para esa dedicación tan específica del cronista de costumbres. Tales principios actúan, como no, para reivindicar la excelsa dignidad de su trabajo en otro alarde de inmodestia habitual en esos observadores; pero en los campos semánticos de esas tres palabras altisonantes se encuentran sin duda contenidas las referencias a la necesidad de contrastar acudiendo a un concepto intensamente relacionado con el pensamiento utilitarista encaminado hacia la felicidad general: el de justicia[27]; a una de las nociones angulares en la ética kantiana: el deber[28]; y a la conciencia, que se puede entender en su acepción más vulgar como referente moral estable del individuo, si se atiende a la acusación vertida por José María de Andueza sobre los periodistas en general: “En una palabra, la conciencia del Periodista es una gran almoneda de donde se lleva los géneros el comprador que más paga por ellos.” Todo un programa coherente con la fusión teórica propuesta por Toribio Núñez aplicada aquí al flâneur profesional en su versión hispánica: el escritor público, tipo caracterizado por Andueza como un ser proteico, superficialmente extenso pero poco inclinado a la profundidad transcendental. Asimilándolo a la percepción de la modernidad como experiencia del cambio constante, lo enarbola como producto de los nuevos tiempos y lo valora críticamente del siguiente modo: “ha de ser un hombre general; debe escribir de política, de modas, de administración, de teatros, de economía, de música, de instrucción pública, de bailes: profundo pocas veces, ligero y satírico las más; cortés un día, mordaz al siguiente, prudente y reservado, provocador y altanero,; frío, caliente; blanco y negro. Cuando pierde su sueldo en los periódicos de un color se pasa a los contrarios (...)” [29] Francisco de Paula Arolas, con el alias de El curioso observador, nos regala otro ejemplo de reflexión sobre el propio papel en su artículo de la serie Costumbres valencianas titulado Mi propósito[30]: “las prendas y cualidades que deben adornar a un escritor público según leí en no sé en qué libro (...) fueron para mí en los primeros momentos, otros tantos obstáculos insuperables; pero recordando la tan trillada máxima que ‘del audaz es la fortuna’, decidime a observar la sociedad en que vivía y a escribir mis observaciones, alentándome para ello el ejemplo de tantas otras, que sin más recursos que un pedazo de papel y un mal tintero, sin más estudios que los del abecedario, ni mas estudios que los adquiridos con media docena de novelas traspirenaicas traducidas, como dijo Moratín, del francés al gabacho, se han erigido en Mecenas del público y han pretendido difundir las luces y la civilización con los que han llamado sus escritos (...) aquí me tenéis en fuerza de un firme propósito y tras un detenido y largo examen de conciencia, dispuesto a contaros lo que en torno vuestro pasa desapercibido, a haceros fijar la atención en lo que cada día estáis viendo y todavía no conocéis, a describiros en cuanto alcance mi talento, (...), los usos del país en que vivimos y las costumbres que le caracterizan.” Otra pedante pero lúcida confesión de haber descubierto en él mismo, tras un “examen de conciencia” un talento profético, privativo de unos pocos, para enseñar a los demás cómo deben mirar. La misma pretensión se reconocía en la presentación del primer número del Magasin Pittoresque: “(...) queremos, en una palabra, imitar en nuestros grabados, describir en nuestros artículos todo lo que merece la pena de fijar la atención y las miradas, todo lo que ofrece un sujeto interesante de ensueño, de conversación o de estudio.” En esa dirección caminaba Francisco Puig y Pascual, autor de otro texto de la serie de Costumbres valencianas en El Fénix[31]: “Retratar en relieve, digámoslo así, en un cuadro verídico lleno de animación y de vida, y de colorido fuerte y vigoroso, es privilegio concedido únicamente a muy escaso número, porque el público exigente por lo regular le acusa en su inapelable fallo de visionario y utopista, o de suspicaz y antojadizo (...) arrastrados bien a pesar nuestro por esa irresistible comezón de escribir costumbres de nuestra heroica ciudad, andamos a caza de ellas, como el gavilán tras la inocente paloma, o el libertino de la joven púdica y ruborosa (...)” Aunque las diminutas figuras de los burgueses paseantes y curiosos pueblan casi todas las vistas urbanas de los grabados y litografías del XIX –integrándose en el cuadro como un elemento escénico más, y a veces como una multitud aglomerada que aporta sugerencias de dinámica excitación– en el campo de las ilustraciones españolas no existe un amplio desarrollo de la figura del flâneur tratado con preeminencia gráfica y nombrado con este término. Más parecen haberse traspuesto las funciones de este tipo tan estimado por Balzac y Baudelaire como depositario del auténtico “espíritu de la época” a los periodistas o escritores públicos –entre los cuales no era extraño el epíteto curioso en sus pseudónimos imitando a Mesonero Romanos– a todo tipo de viajeros, redactores de guías y manuales y a los elegantes exhibiéndose en los paseos y locales de moda[32]. A pesar de ello, en la obra de Francisco de Paula Mellado se puede hallar lo más parecido a un flâneur en España: se trata de su ocioso amigo Mauricio, quien se extraña de que el escritor solicite su compañía para su recorrido pintoresco y exclama: “–Por supuesto no cuentes con que te sirva de nada, porque ya sabes mi inutilidad.” A lo que Mellado replica: “Con tu genio alegre, tienes un carácter observador, y quién sabe hasta qué punto podrá desarrollarse en ti en el transcurso del viaje, el órgano de la investigabilidad, como diría el doctor Gall (...)”[33]. Mauricio protagoniza uno de los grabados sin firmar de la obra de Mellado en una escena en que el afán poético pintoresquista en choque con la realidad mucho más prosaica genera una situación cómica. Estando en Rentería y queriendo pasar en barca a la otra orilla de la ría hacia Pasajes, Mauricio queda petrificado al constatar la dureza de rasgos y costumbres de las bateleras, a quienes tenía idealizadas como mujeres hermosísimas y delicadas, según había deducido de los libros de viajes franceses y de una comedia de Bretón de los Herreros. La descripción de la belleza de las mujeres vascas tal y como esperaba verlas Mauricio parece referirse al Voyage en Espagne publicado en 1843 por Théophile Gautier. La obra de Bretón de los Herreros comentada en el episodio debía ser La batelera de Pasajes, estrenada en 1842. En el texto de Mellado se dice de estas mujeres que “ninguna [era] muy joven, y ambas curtidas y tostadas por el sol (...)” Cuando reprocha al amigo su ingenuidad idealizadora la achaca a una gran credulidad respecto a la literatura: “–Los viajeros mienten más que los poetas, y los franceses, que son a quienes tú te refieres, puesto que en España nadie ha escrito hasta ahora de viajes, tienen la habilidad de pintarnos siempre en caricatura, y cual si fuésemos habitantes de un mundo imaginario.”[34]
Figura
1: Mauricio y las bateleras de Recuerdos de un viaje por
España (1849) En la ilustración de la figura 1 se presenta una interpretación crítica de los grabados costumbristas que solían acompañar los libros de viajes y los repertorios de tipos. Esta autoconsciencia –pues se trata a su vez de un libro de viajes– queda patente en la organización compositiva de la escena y en la elección y caracterización de los tipos. En un primer término un grupo de bateleras, una de ellas avejentada y con gesto huraño, envuelve al atónito Mauricio, rígido y petrificado de estupor, en contraste con la gestualidad abierta y desinhibida de las mujeres. Este ámbito desarrollado sobre la descripción de la anécdota del texto está reforzado por el atisbo de la ría y las gabarras como elementos de verosimilización espacial. Pero resulta muy interesante fijar la atención en el grupo de mujeres danzando en corro del fondo a la izquierda que, con apenas relieve y tenue entintado, se erige como la ensoñación de Mauricio, imagen ideal de las bellísimas bateleras en su fantasía, desvaneciéndose ante la experiencia real gráficamente resaltada mediante unos negros más intensos y unas líneas más rotundas para sugerir el estado violentado del protagonista. El grupo de bailarinas inspirado en la cercana tradición rococó de las majas de gusto aristocrático, nos invitaría a esa lectura crítica de los convencionalismos del género. Si nos centramos en el tratamiento de los tipos, existe un énfasis en la fealdad de la batelera más vieja y una voluntad de asimilar a Mauricio, a través de la exacta coincidencia de sus ropas, su bastón y sus patillas, con el flâneur diseñado por Gavarni para ilustrar uno de los capítulos de Les français peints par eux–mêmes[35], tal y como se puede constatar en la figura 2. En este caso, la sensación de comodidad, seguridad y desenvoltura del curioso impertinente del modelo, que se sabe dueño de su tiempo, es satirizada por su simulacro, patético y cohibido, incapaz de reaccionar ante la observación inmediata cuando ésta desmiente las imágenes forjadas en su deseo. Por ambas vías (composición de escena y caracterización de tipos) el grabado llega a erigirse en comentarista de otros muchos y en la puesta al descubierto de los recursos de representación habituales en el género y, a la vez, en una proclama de las condiciones para el buen y eficiente observador. Mauricio está aún en proceso de formación, pues el viaje por España es, como viaje romántico, una ruta de iniciación hacia el conocimiento interior mediante la recepción de los estímulos externos, y no se entienda esta afirmación como una alusión al tópico romántico de lo sublime en la naturaleza. En la línea del presente artículo esta frase debería interpretarse insertándola en la tradición del conocimiento empírico, tal como lo expresa Hans Jörg Sandkühler: “En la modernidad, la idea de ‘observación’ estaba siempre emparejada con la de una operación constructiva del sujeto del conocimiento (...) La llamada ‘empiría’ se carga así de ‘significado’, y éste se forma en el acto de traducir intelectualmente la naturaleza exterior a la naturaleza interior.”[36] En el relato de Mellado, el aspirante no obtendría todavía la cualificación de observador eficiente al no haber desarrollado bastante ese “órgano de la investigabilidad”, y estar incapacitado para ejecutar uno de los preceptos del buen flâneur: sostener la mirada incluso ante lo desagradable o reprobable. El axioma que ha incumplido Mauricio, y ante el cual surge la comicidad por el disparate puesto en evidencia, es que la exterioridad debe anteceder a la interioridad. Cuanto más se resiste a lo visto, intentando aferrarse a lo imaginado, tanto más está incurriendo en la imperdonable infracción que puede llegar a anestesiar al observador y convertirlo en asceta, que sería la figura contrapuesta al flâneur [37]. Esto lo sabía muy bien Alejandro Dumas. En su viaje por España en 1846, él y sus acompañantes, entre ellos pintores, contemplan un excitado baile de dos niños gitanos. Ante lo explícito de los gestos y sonidos de la pareja de hermanos danzarines, surge el pudor de los extranjeros a causa de unas actitudes que consideran perversas en un niño y una niña, y la estupefacción por la presencia del padre de ambos, quien los incita con su palmeo rítmico y sus jaleos. Después de describir puntualmente lo acontecido en el baile, Dumas confiesa su sentimiento de escándalo en lo que hoy podríamos achacar a una hipócrita mojigatería burguesa, pero que debería ser interpretado a la luz de esta conciencia del deber de mirar y registrar: “Mis compañeros y yo le reconocemos también que a esa familia que teníamos ante nuestros ojos, a la que habíamos prometido algunos duros para que viniera, le hubiéramos pagado con gusto el doble para que se fuera, de no haber sido porque, al ser historiadores y pintores, estábamos obligados a verlo todo. Giraud y Boulanger debían completar su álbum y Maquet y yo nuestras impresiones y nuestros estudios.”[38] Desde sus perspectivas a la altura de los ojos de los demás, los observadores ‘privilegiados’ se consagran a esa filosofía, que es también fisiología, del curioso flâneur en trance de registrar aquello más significativo de entre el devenir de los acontecimientos que les rodean. Presuponen que el ojo no debe (éticamente, en sentido kantiano) negarse a ver, pues ésta es su esencia y su razón de existir; puede seleccionar aquello que mira, pero, una vez focalizado el centro de atención, su función se desarrolla automática e inexorablemente en cumplimiento de un mandato cuyo origen cifran en ese topos tan ilocalizable (utópico en sentido foucaultiano) del interés común. El proceso de la observación: contrastar para clasificar Parece como si se hubiera establecido una cierta obligación de mirar entre los viajeros, los periodistas y los artistas plásticos que aportaron sus observaciones al entonces prometedor campo del costumbrismo. Uno de los escritores de costumbres fue Narciso Campillo, autor del artículo Un paseo[39] para El Museo Literario. Cuenta el escritor cómo el callejeo le redimió de un tedioso día festivo. A lo largo de su paseo registra su encuentro con una solterona conocida y con un anónimo borracho antes de acabar en una tertulia de café entre unos amigos que hablaban de la prensa y de los periodistas (dando pie a otra recreación del tema de los observadores observados, caracterizados moralmente en la línea del escritor público de Andueza). Lo más significativo para nuestro interés son las líneas en las que se prepara para salir a la caza de cotidianidades: “(...) sin rumbo fijo saldré por esas calles, y quizá me fastidie menos dando un paseo. Dicho y hecho: me calé el hongo y cerré la cancela.” La acción de ponerse el sombrero toma en este contexto una dimensión de atributo iniciático, uniforme imprescindible que cualifica y otorga la autoconfianza necesaria para sumergirse en la multitud, espiándola amablemente sin ocultar más que la parte superior del cráneo. Individuos como éste forjaban su prestigio a base de autoproclamarse como el órgano privilegiado de la visión en el conjunto del cuerpo social[40]. Ellos eran el ojo escrutador que, protegido bajo el ala del hongo o la chistera, tomaba apuntes de la realidad captando sus grandes líneas estructurales, afilando sus perfiles, y acentuando los claroscuros.[41] La importancia del sombrero como elemento capacitador se reconoce a través de las múltiples referencias en libros y artículos de la época. De El sombrero, su pasado, su presente y su porvenir[42] se pueden extraer algunos fragmentos útiles para esclarecer la función del sombrero como activador de la visión y alambique donde se cuecen las ideas de la modernidad. Manuel Lasala lo califica como “Ese engendro fisgón”[43] y Federico Hoppe, pensando en los riesgos de una sobrecarga en la interiorización de lo observado, afirma: “Tal vez acalorado demasiado en ese receptáculo (...) el talento del hombre sueñe tantas locuras, predique gravemente tantas triviales lindezas y sonría a tan profundos pensamientos, vagando desorientado y sin tino por el campo cuya virginidad rompe su huella.”[44] Pero sobre esa prenda, considerada como signo denotativo de la facultad de observación y reflexión y como emblema distintivo del burgués sumergido en la sociedad e interesado en comprender sus mecanismos, reincidieron los ilustradores gráficos de los repertorios de tipos con tanto hincapié como los escritores y aún aportando nuevos rasgos. Una conocida lámina de Francisco Ortego llevaba por título De cómo por el sombrero se conoce al que lo lleva y parecía recrearse en otra litografiada por Grandville unas décadas antes, en 1830, pero simplificándola y explicitando la asignación de la prenda a unos pocos tipos correspondientes en aras de una mayor claridad esquemática. Grandville había representado en ella un repertorio de treinta individuos cuyas fisonomías y gestualidades se complementaban mediante los sombreros íntimamente vinculados, como en un sistema de fuerte inspiración orgánica, al carácter de sus portadores. Hasta tal punto Grandville integra la forma y colocación de los sombreros con cada uno de los treinta tipos de este esquema visual, que aquéllos caracterizarán a éstos tanto como sus mismos rostros. Una vez más, el artista de las metamorfosis nos propone un juego de inversiones radicales: al imponer el sombrero su lógica formal al portador y caracterizarlo, está ubicando a los objetos en las regiones de la voluntad, y sin ninguna intervención mágica, sino con la aparente despreocupación de la moda con que el ser humano de la modernidad asume el incremento personal, ético, de su reconocimiento como ciudadano a costa del déficit, ontológico, consecuencia de la pérdida de su trascendentalidad. Todo ello sin perjuicio de la referencia directa a la tradición caricaturista de los conjuntos de rostros como exposición de la diversidad de caracteres, que encuentra plena vigencia desde el Renacimiento hasta Hogarth. El viajero inglés experto en ambientes hispánicos Richard Ford en Manual para viajeros por España, previene a sus lectores sobre las perversiones ópticas del exceso de sol y la luz directa sobre los ojos: “En estos países casi tropicales [se refiere a España], cuando el sol se levanta, el efecto de la sombra se pierde y todo parece plano y carente de pintoresquismo.”[45] Si se quiere llevar la observación a buen término es preciso captar las formas en sus contrastes. El claroscuro es una transposición a la vista de la precisión exigida al pensamiento en su tarea de discernir categorías o especies en todo aquello que se mira y de establecer los componentes de los objetos e individuos registrados con la nitidez propia del delineante. Del pasaje de Richard Ford se deduce la necesidad del sombrero para reducir la excesiva reverberación lumínica que tiende a borrar o confundir límites. Los nativos lo saben, según contaba unas páginas antes en la misma obra: “la mayor parte de los españoles (...) suelen tener (...) además una curiosa costumbre de mirar fijamente, bajo el ala del sombrero, al forastero que pasa junto a ellos y cuya vestimenta, por parecerles extraña, despierta su curiosidad y suspicacia (...)”[46]. El buen curioso debe de saber distinguir las partes en el conjunto de la escena contemplada y conocer los principios que las articulan. Las sombras son imprescindibles en el género costumbrista para resaltar los rasgos como líneas–límite, en un ejercicio de exageración de la diarthrosis en los objetos de la observación. Ni que decir tiene que, como estamos hablando en una terminología de raigambre visual, ésta puede ser directamente transferida a las líneas y manchas de tinta de xilografías y litografías, y resultar muy apta, como punto de partida instrumental, para las lecturas formales de los grabados y litografías.
Figura 3: La romería de los Remedios en Orense en Semanario pintoresco (1847)
Dos ilustraciones se prestan a ejemplificar estas teorías, porque ambas incluyen en la escena de costumbres, ampliando el encuadre, a sus observadores. La primera de ellas, en la figura 3, procede del Semanario Pintoresco Español y fue publicada en 1847. El grabado, sin firma, muestra a unos burgueses interesados ante una escena de devoción tradicional, vestidos con sus capas, levitas y sombreros de alta copa y ala lo bastante ancha como para mantener sus ojos y frentes en la sombra garante de la visión nítida. Dos de ellos posan de frente y hablan con otro burgués nativo de la región, a juzgar por su chaqueta corta, sus botas y los volantes de los calzones asomando por sus pantalones hasta poco más abajo de la rodilla. Una mano señalando hacia la izquierda, del que habla con el provincial, refuerza la misma dirección de la mirada del personaje a pie firme de la derecha, obligando al espectador virtual a recorrer el grupo de las mujeres arrodilladas y el fraile en el extremo opuesto. En
un sentido obvio, de inequívoca alegoría de tradición frente a progreso,
la ilustración se erige, como tantas otras, en registro gráfico documental
de una costumbre que el burgués creía condenada a una rápida desaparición,
en coherencia con otros textos como la introducción a Los valencianos
pintados por sí mismos, probablemente escrita por Ignacio Boix,
donde se reconoce como uno de los fines de la obra: “(...) fijar de una
manera permanente tipos que quizá no tarden en desaparecer.” [47] A este mismo punto de vista conservacionista
obedece un texto de Gustavo Adolfo Bécquer donde se alababa la decisión
del Ministerio de Fomento de dotar a su hermano Valeriano con una pensión
para viajar por España y compilar gráficamente los trajes y costumbres:
“Hoy, que el movimiento natural de la época tiende a transformarlo todo
procurando imprimir a los diferentes pueblos de España ese carácter de
unidad que es el distintivo de las modernas sociedades, hoy, que vamos
siguiendo ese impulso, desaparecen unos tras otros todos los vestigios
del pasado, cuya pintoresca originalidad amenaza convertirse en la más
prosaica monotonía, a nadie puede ocultarse la importancia de este género
de estudios.”[48] Pero la escena
deviene también esquema didáctico sobre cómo mirar para hacer productiva
y útil la contemplación. Así, la información verbal requerida al nativo
complementa con exactitud la percepción visual; mientras la esquina de
la casa delimita tajantemente en el ámbito formal al sujeto y al objeto
de la observación en dos mitades iguales y estrictas para una presentación
esquemática del cuadro a los ojos del lector de la revista asomado al
mundo rural. Cuando, por el contrario, la prensa satírica tenga por objetivo
la censura de ciertas costumbres modernas, el periodista invertirá los
roles y se transmutará en el implacable Tío popular, como el Tío
Camorra, el Tío Caniyas, el Tío Garrote,... o el belicoso
fraile, como Fray Supino Claridades, Fray Gerundio o Fray
Modesto. Ambos disfraces redundan en la presunta autenticidad y belicosidad
de unos tipos muy enraizados en la tradición como únicos capaces de realizar
una tarea higiénica sobre los fatuos burgueses medradores. Figura 4: Grabado de cabecera de La Gaita (1849) |
||
La ilustración de la figura 4 despliega una escena en la que unos burgueses contemplan bajo la sombra del ala de sus sombreros de copa, ayudándose uno de ellos de la mano para protegerse de las inexactas reverberaciones solares, una escena de bailes populares. Aparentemente, parece responder también esta tosca composición a las recomendaciones de Richard Ford y a los afanes de restitución de los auténticos sentidos implícitos en las costumbres populares, una de las obsesiones constantes en las guías y descripciones de viajes de la época. Tomás Bertrán Soler había advertido en el prólogo a Descripción geográfica, histórica, política y pintoresca de España y sus establecimientos de Ultramar, de esa deformación impuesta por la mirada de los extranjeros ávida de diferencias exóticas, que les hacía quedarse en la literalidad de lo registrado: “Sólo nos contentaremos refiriendo un hecho, que servirá para manifestar el caso que se debe hacer de las publicaciones de ciertos viajeros y de las varias obras de historia y geografía escritas en país extraño, con respecto a España. Un inglés que recorrió la Europa con el fin de estudiar las costumbres de cada nación, vino a la Península en una época en que reinaban mortíferas enfermedades; y como fuese entonces costumbre el vestir a los muertos con hábito religioso, escribió á Inglaterra, diciendo que en España había peste de frailes.”[49] El también valenciano, aunque mucho menos trashumante, Vicente Boix asigna la causa de esas interpretaciones erróneas a la falta de elementos suficientes en el encuadre de las composiciones costumbristas hechas por viajeros europeos: “los viajeros ingleses y alemanes, apelando a las muchas obras que sobre esto se publican en aquellos países, (...) carecen sin embargo de ciertos detalles y noticias que recoge con avidez un atento y curioso observador, y que no ofreciéndolos ningún escrito nuestro, deja a merced de las más extrañas interpretaciones al examen de ciertos objetos que, sin una guía imparcial, sufren las interpretaciones más ridículas.”[50] Con
esta finalidad genérica, dispone el grabado un sistema de agrupamiento
de figuras asimismo muy esquemático: en un primer conjunto se distingue
a un músico sentado bajo un árbol tocando una gaita. El grupo central
de danzarines, vestidos de tipos populares y representados con unos gestos
exaltados de inspiración goyesca, ocupa el centro del cuadro y quedaría
enlazado, mediante la figura del perro, con los tres burgueses de la derecha
en un plano más próximo. Pero esos dos hombres con chistera y esa mujer
con mantilla, todos ellos vistos de perfil, mirarían exactamente hacia
su frente; es decir, hacia el instrumentista, y no hacia los bailarines,
como sugeriría la primacía compositiva de estos últimos. Posiblemente
esa desconexión espacial producida por la ausencia de contacto de mirada
entre el grupo central y el de la derecha se preste también a la interpretación
simbólica del gaitero como el presuntuoso periodista que hace bailar al
pueblo a su son y que se convierte en el centro de atención de los inteligentes,
como se decía en la época. Encontraríamos también otra significativa discontinuidad
de espacio en la escena, en este caso a través de las sombras, usadas
como recurso para resaltar, mediante contraste, la entidad gráfica de
cada grupo acentuando su independencia visual respecto a los demás, pues
las de cada uno de ellos no llegan a proyectarse sobre los otros. Ese
sombreado multidireccional, contradictorio e imposible, que pone en riesgo
la verosimilitud –si nos atenemos a uno de los principios clásicos productores
de la sensación naturalista de unidad escénica, el foco luminoso único–
tendría confiada la finalidad de acentuar contrastes para distinguir mejor
las diferentes especies representadas. Cada una de ellas obedecería a
su propia fuente de luz y quedaría aislada en su gesto característico.
La aparente tosquedad actúa para dar mayor claridad esquemática a la representación,
y las desconexiones compositivas refuerzan la importancia concedida a
los límites, no sólo los determinados por la técnica del grafismo seguro
y decidido del grabado sobre madera, como resulta evidente, sino también
los resultantes de los abismos formales y de significado abiertos entre
los propios grupos constituyentes de la escena. El
desarrollo práctico de los esquemas en superficie: pérdida de densidad
y ganancia de versatilidad. El poder utilitario desde la intención funcional y práctica del inmenso conjunto de ilustraciones que componen el corpus costumbrista puede ser abordado también a la luz del deseo de catalogación cada vez más exhaustivo. En tal sentido, cada representación de estos tipos supondría un punto localizable en las coordenadas de la vasta topografía del diseño, nunca completado, de un ambicioso mapa de fisonomías, entendido como el resultado de una manera de analizar y esquematizar a partir de lo externo que tiene interesantes puntos de contacto con la fisiognómica, pero no como el subgénero de las fisiologías dentro del género costumbrista. Un esquema que fue desarrollándose por ramificaciones sucesivas extendiéndose hacia sus bordes externos y, a la vez, completando los huecos entre los ya definidos. Estamos proponiendo un programa hermenéutico válido para restituir el sentido a estas producciones, aptas en su tiempo tanto para expandirse hacia las nuevas categorías que la dinámica social iba generando, como para precisar o descubrir estados intermedios, hibridaciones o matizaciones entre los tipos más generales. Buscando entre las fuentes periodísticas se puede encontrar la confirmación de que la gestación de estos esquemas de tipos era, ante todo, una operación de montaje. Así lo reconoce El Incógnito, pseudónimo de Antonio Ferrer del Río, en uno de sus Estudios de costumbres aparecido en 1843: “Entre las infinitas cosas chocantes que se notan en los usos y trato común de todas las clases, de todas las profesiones, de todas las edades, por el que trata de pintar las costumbres de su época, al buscar en la sociedad el original, la fisonomía y los rasgos esparcidos en varias partes, que tiene que reunir y compaginar, para formar su modelo (...)”[51] Ferrer del Río no hace sino reconocer prudentemente que las relaciones entre la representación y sus referentes en la realidad están mediatizadas, necesariamente, por el sujeto artístico, como responsable de las síntesis elaboradas siguiendo unos programas y presentadas de forma ordenada. Un estudio comparativo de tres ilustraciones sobre el mismo tema quizá sirva de ayuda para materializar esta cuestión volcándola sobre el mundo gráfico. El tema es el de los curiosos paseantes, orgullosos burgueses forasteros enseñoreándose de la ciudad visitada con su paso decidido y seguro; todo un símbolo del dominio ejercido por esta clase que se siente cómoda en cualquier ciudad moderna como en un escenario creado a su medida. En las tres ilustraciones el tipo queda caracterizado desde el primer golpe de vista con sus elementos básicos: entre las prendas, sus sombreros, levitas y vistosas corbatas de lazo y, además, esa gestualidad expansiva tan común en las representaciones del burgués. La composición también facilita al máximo el reconocimiento, llenando sus figuras el espacio de la representación y destacándose nítidamente del fondo en los tres casos. Proceden de ediciones muy diferentes en cuanto a su carácter y objetivos, pero los principios de su grafismo las uniformizan, y las diferencias parecen responder a una evolución intencionada, o, al menos, haber tenido en cuenta a las que las precedieron. La
primera, cronológicamente, apareció en la página 92 de Los ingleses
tales como son[52]
(figura 5), obra del ya mencionado cosmopolita Tomás Bertrán Soler,
quien había llevado a cabo la ambiciosa Descripción geográfica, histórica
y pintoresca de España... editada por Ignacio Boix en Madrid entre
1844 y 1846. Una vez el influyente impresor y editor se hubo asentado
en Valencia y puesto en marcha la Imprenta de la Regeneración Tipográfica,
volvió a colaborar, en Los ingleses..., con Bertrán Soler. Éste,
liberal convencido y destacado en la lucha por la libertad religiosa en
España, residió durante su exilio político en diversos países. Tal como
afirma en el prólogo a esta obra: “Mi larga permanencia en París, y en
Londres y mis forzados viajes, durante tres emigraciones en América y
Europa, desde más allá del Ecuador hasta Moskowa, me han facilitado los
medios de estudiar, analizar y comparar entre la inmensa valla que separa
las instituciones del pueblo inglés (...)”[53] Se ha de tener en cuenta que Inglaterra
fue para los liberales españoles de las primeras décadas del XIX, como
Bartolomé José Gallardo y Toribio Núñez, el paraíso de la libertad en
orden y el lugar desde donde provenían las influencias utilitaristas de
Bentham y sus correligionarios. La obra de Bertrán Soler venía a romper
con esta imagen tan idealizada de los británicos, sobre todo por salir
de la mano de un viajero profesional, no siempre por voluntad propia,
un culto flâneur que, a juzgar por el texto completado por el grabado,
debió de sufrir en la bulliciosa Londres algún atraco: “Como Londres es
una verdadera Babilonia, en ella se reúnen todos los vicios y todas las
virtudes; pero aquellos no escandalizan, y por esto no son conocidos.
La policía ve robar el reloj y la bolsa a un extranjero que sale del teatro,
y se ríe de su desesperación: conoce al que lo robó, porque tiene en su
matrícula notados todos los nombres de todos los ladrones; pero, no instando
el agraviado, el ladrón campea; porque allí a nadie se persigue si no
se presenta un actor que inste y adelante las cosas (...)”[54] |
||
Figura 5: Paseantes por Londres en Los ingleses tales como son (1858) | ||
Pero
los otros dos ejemplos no recrearán este modelo visual para desarrollar
aún más el espesor de los sentidos. Al contrario, irán vaciándose progresivamente
de esas referencias en profundidad, nutriendo y completando el gran esquema
de los tipos en superficie. Así que esos burgueses forasteros en una ciudad,
por ejemplo, ya no remitirán a los marcos o coyunturas sociales que los
producen y en los que se desarrollan, sino que se irán desplegando como
tipos cada vez más autónomos, cada vez más objeto y tema de interés por
sí mismos; abriendo el gran esquema costumbrista hacia sus bordes o rellenándolo
en sus huecos y orientándolo hacia la utilidad inmediata del reconocimiento
de la función de las personas a través del análisis de su apariencia externa.
Este cambio no es fácil de explicar desde las ideologías políticas, como
se ha hecho con frecuencia, pues, si bien es cierto que una de las ilustraciones
que veremos a continuación apareció en la revista El panorama,
editada por Doménech y, por lo tanto, estrechamente vinculada a José Campo[55]; la otra lo hizo en El Papagall,
una revista satírica, no adicta a los gobiernos moderados y dirigida por
José Merelo, quien, en el último número conocido de la revista, del 13
de octubre de 1868, celebrará la revolución Gloriosa. Para atisbar
las razones de este cambio, surge la necesidad de considerar otros factores
además de la tendencia política de las publicaciones, pues ésta explicaría
la pérdida de contenidos sociales en el caso de las ilustraciones de El
Panorama en base a los intereses de poder y de influencia sobre la
opinión pública del jerarca moderado; pero no sería transponible fácilmente
al caso de José Merelo y sus colaboradores de El Papagall. Con
la salvedad de las limitaciones impuestas por las restrictivas leyes de
prensa, cuyo control sobre la opinión de editores y periodistas marcado
por la ley de 1857 se agudizó tras las crisis políticas y económicas de
mediados de los sesenta, de tal modo que bien podría aplicarse a este
contexto la frase de uno de los personajes de Balzac: “– No iréis a decirme,
señor abogado, que no sabéis que las leyes nos dejan tan poca libertad
que nos tomamos la revancha con las costumbres (...)”[56].
La tendencia hacia la superficialización de lo observado tuvo un factor
de refuerzo en las circunstancias políticas, pero no su origen o causa
principal en ellas. El costumbrismo como forma de expresión pudo sobrevivir
adaptándose a ese ambiente porque dominaba otros registros comunicativos.
|
||
Figura 6: Lyones y Dandys en El Panorama (1867) | ||
En la litografía que encabezaba la primera página de una edición especial de El Papagall (figura 7), su autor, Barberá y Gros[58] prescinde de cualquier fondo para sus personajes. Éstos son dibujados como elementos únicos, su dominio es absoluto y confirma cómo lo más interesante que el flâneur ofrece en 1868 no es ya su capacidad de observación, sino él mismo como tipo a observar. Así, la ilustración queda exenta de referencias en profundidad sobre el ambiente político, social o económico en que se mueven, y se desarrolla en la estricta superficie del cuerpo y de las prendas de ropa. Las diferencias entre estos elementos, que a los ojos actuales parecen nimias, se convierten en el único tema. –Y esto, recordemos, en una publicación de carácter satírico, no pintoresco ni literario–. Así, la ilustración de costumbres deviene puro esquema formal, en este caso tripartito. El texto del artículo bajo el dibujo lo titula : “A la gente forastera” a la cual estaba dedicado este número especial de El Papagall editado con motivo de las celebraciones del Corpus en Valencia. Unos versos a pie de página lo aclaran: “Echando una cana al aire / Toda la gente forastera / Admirará con gran donaire / A la roca Diablera.”[59] Según
estos ripios –que introducían notas de moderna frivolidad en una de las
fiestas religiosas más representativas, antiguas e inalteradas de las
costumbres valencianas– los protagonistas son forasteros en una ciudad
que se ha tornado invisible y que no admiran nada más que a ellos mismos,
liberándose esa especial dialéctica de la relación imagen–texto, tal y
como explica Michel Melot hablando precisamente sobre la prensa ilustrada
de la primera mitad del XIX: “Imágenes y texto... juegan un curioso doble
lenguaje, (...) como doble sentido, siendo una la rectificación discreta
del otro. La imagen aparece a menudo como la buena conciencia del texto
que no osa decir o que dice demasiado. El dibujante embellece, pero también
borra (...) El periodismo ilustrado deviene una técnica de información
y de desinformación, pues la imagen puede demultiplicar la fuerza de un
artículo, de un comentario moderado, hacer un manifiesto.”[60] Cada uno de ellos marca un sector,
una franja vertical bien delimitada del resto, cuyo único enlace son sus
miradas cruzadas de izquierda a derecha, de centro a derecha y de derecha
a centro, pues sus bocas están cerradas y sus manos se dirigen hacia sí
mismos. Así, el concepto “forasteros” se deriva en tres ramificaciones.
|
||
Figura 7: Forasteros en Valencia. En El Papagall (1868) por Barberá y Gros. | ||
Ni que decir tiene que esta especialización del esquema visual en superficie no determinó, en modo alguno, una pérdida de calidad estética. En cierto modo, estos progresivos desplazamientos hacia la epidermis de las representaciones fueron unos de los aspectos más interesantes de la cultura del tercio central del siglo XIX y tuvieron su crescendo desde la década de los cuarenta hasta la de los sesenta. En 1840 José María Bonilla ya había ofrecido orientaciones sobre la cuestión de los fines específicos a los cuales apuntó esta habilidad deductiva desde la observación exterior orientada a detectar, en ropas y fisonomías, signos de la auténtica funcionalidad de los individuos para señalar a los potencialmente peligrosos y no para aspirar a cambiarlos o a redimirlos de su maldad: “ hay caras tan amenazando ruina, que para mí son la señal de no acercarme a ellas, así como en las obras o demolición de casas, acostumbran poner los albañiles una cruz formada de dos pedazos de madera, colgando al público de una cuerda, que quiere decir, peligro de recibir un ladrillo en la mollera, y me aparto de semejantes fisonomías, como de la cruz de los albañiles.”[62] Veinte años más tarde, un periodista satírico, Rafael María Liern, llevó este enfoque en la exterioridad a la categoría de manual práctico para conocer al hombre por el frac. Al mismo tiempo, demolía los principios de la fisiognómica hiperbolizando su facultad deductiva y reubicando la mirada analítica, no en la gestualidad y rasgos del individuo, sino en la ropa como auténtica proclamación de su carácter: “Una porción de escritores ingeniosos ha dado reglas para conocer a los hombres bien por el pelo bien por las ingles o bien por otras mil cosas, y es extraño que nadie, al menos que yo sepa, haya dado a conocer al hombre por el frac, siendo sin duda ninguna este trasto, el rasgo más distintivo del carácter de una persona”. El escritor estaba realizando esta asimilación del artificio exterior –nótese la palabra trasto– a la verdadera esencia del sujeto moderno de una manera tan lúcida y explícita, aunque no tan conscientemente estetizante, como su coetáneo Baudelaire en sus elogios a la moda y al maquillaje. Más adelante, se despliega el impecable esquema didáctico en el cual las intenciones de denuncia a las restrictivas leyes de prensa quedan subsumidas bajo la versatilidad y extensión topológica del procedimiento taxonómico: “Un frac medianamente antiguo, azul y con botones dorados denuncia un teniente de remplazo o un elegante de alguno de los pueblos de los alrededores que ha venido a Valencia.” “Un frac negro flamante y lustroso es un concejal nuevo en primero de enero.” “Un frac negro usado y bastante estrecho de manga, sobre todo en los alrededores de la Audiencia, es un abogado que va a informar.” “Si el frac camina muy de prisa, entonces es un procurador, y si es de paño grueso y mate, aunque vaya a pie, es un cochero fúnebre.”[63] El detalle de atribuir a la ropa la capacidad autónoma de movimiento es un tropo familiar, pero desde esta perspectiva y en este contexto activa la enfatización en lo externo hasta vaciar de sentido lo interior. Se puede argumentar, y éste sería un campo digno de desarrollo autónomo, que, a falta del paradigma fisiológico que se desarrollará en las últimas décadas del diecinueve (gracias a la fundamentación y difusión de los principios de la Fisiología experimental de Claude Bernard y a los de la Microbiología de Louis Pasteur, entre otros) el modelo humanizado del mundo social y el mundo físico vierte su afán utilitarista en la observación de los acontecimientos de superficie, de lo detectable, de lo resaltable cuando se analiza mediante la exploración visual; aún cuando, en principio, no se hubiera manifestado vehementemente. Ello supone toda una tendencia cultural acorde a la detectada por Gilles Deleuze en la obra más conocida de Lewis Carroll: “En toda la obra de Carroll, se trata de los acontecimientos en su diferencia con los seres, las cosas y estados de cosas. Pero el principio de Alicia (toda la primera mitad) busca todavía el secreto de los acontecimientos, y del devenir ilimitado que implican, en la profundidad de la tierra, pozos y madrigueras que se cavan, que se hunden por debajo, mezcla de cuerpos que se penetran y coexisten. A medida que se avanza en el relato, sin embargo, los movimientos de hundimiento y enterramiento ceden su lugar a movimientos laterales de deslizamiento, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Los animales de las profundidades se vuelven secundarios, ceden su lugar a figuras de cartas, sin espesor. Se diría que la antigua profundidad se ha desplegado, se ha convertido en anchura. El devenir ilimitado se sostiene enteramente ahora en esta anchura recobrada. Profundo ha dejado de ser un cumplido.”[64] Sin embargo, la mirada costumbrista se dirigió durante el último cuarto del XIX a nuevas direcciones. Por un lado, fue renunciando a la versátil ambición utilitarista que manifestaban los textos de Bécquer o Boix, y se fue restringiendo a un sentido decorativo. Ese proceso de esclerotización de la temática costumbrista, convertida en anecdotario simpático, pero decididamente ubicado en las regiones del pasado, también conoció nuevas orientaciones hacia el final de siglo, cuando los tipos comenzaron a adquirir un evidente contenido social en orden a parámetros propios de la política de masas. Pero, para entonces ya había quedado impresa en el género una marca indeleble; pues debemos reconocer que el ambicioso proyecto de intervención social para enseñar pautas de comportamiento en un contexto histórico en rápida mutación perdió gran parte de su facultad de uso y ganó en folclorismo y exotismo tradicionalista durante la primera fase de la Restauración; impregnándose asimismo, en medio de la naciente estética naturalista, de prestigio artístico –este hecho se puede comprobar en la creciente aceptación de la pintura costumbrista en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, donde los cuadros de esta temática llegan a obtener más medallas que la pintura de historia.[65] La fractura creada fue de tal dimensión que Ortega y Gasset llega a valorar la literatura costumbrista del siguiente modo: “Hubo un tiempo en que irrumpieron la literatura unos ilotas de la república poética llamados ‘escritores de costumbres’. Sus obras (...) carecen de valor estético. Aquellos hombres eran incapaces de conmover, y se acercaban sin lirismo a las cosas. Describían con método paciente y nulo los usos que veían, ocupándose de ellos como si por sí mismos pudieran éstos alcanzar interés poético. El resultado era penosísimo. Porque las costumbres son en grado eminente lo baladí, lo sin valor, lo insignificante (...) Es, pues, contradictorio querer hacer de las costumbres por sí mismas sujeto de poesía. Son, fatalmente, antipoéticas.”[66] Pero... ¿Quién decía lo contrario en el segundo tercio del XIX? O, ¿quién se hubiera entonces atrevido a proclamar la esencia exclusivamente poética del género o a hacerla predominar sobre su vertiente de manual del ciudadano, de guía de supervivencia y afirmación social en el agitado periodo isabelino? Ello hubiera supuesto, para avezados expertos en curiosos románticos, como Balzac, Mesonero o Baudelaire, una aberración, una sobrecarga desequilibradora sobre uno de los factores constituyentes de la mirada o el interés costumbrista, que le haría perder capacidad de contraste y operatividad al decantarse la balanza hacia el lado “artístico” del costumbrismo en detrimento de su función “práctica”. La gran maquinaria costumbrista funcionó con la máxima eficiencia durante el segundo tercio del XIX, mientras mantuvo el equilibrio de sistema entre sus dos componentes fuertemente contrastados. Cuando sus producciones aumentaron en número, difusión y especialización, divergiendo hacia lo decorativo y hacia lo artístico, el sistema continuó en desarrollo pero a costa de ganar entropía. [1] En opinión de Enrique Rubio y Mª Ángeles Ayala llegó a convertirse en una moda a cuyos dictámenes se sometían “Escritores conocidos por sus creaciones literarias en campos muy concretos ...[que]... no pudieron evadirse de la presión que el costumbrismo ejercía.” En RUBIO, E. y AYALA, M.A.: Antología costumbrista, Barcelona: El Albir, 1985. p. 41. [2] La cuestión estilística apenas tendrá cabida aquí, pues se considerarán otros criterios que operaron independientemente de las denominaciones más convencionales en la Historia del Arte aplicadas al ámbito cronológico estudiado (Academicismo–Romanticismo–Realismo). Sin embargo, estas marcas de estilos históricos siguen vigentes y aún son tomadas como referencias seguras y puntos de partida en obras relativamente recientes. Véase CALVO SERRALLER, F: La imagen romántica de España, Madrid: Alianza, 1995. [3] Foucault lo expresa del siguiente modo: “En el pensamiento clásico, la utopía funcionaba más bien como un ensueño sobre el origen: la frescura del mundo debería asegurar el despliegue ideal de un cuadro en el que cada cosa estaría en su lugar, con sus vecindades, sus diferencias propias, sus equivalencias inmediatas (...) En el siglo XIX, la utopía concierne al ocaso del tiempo más que al alba: pues el saber no está ya constituido al modo de un cuadro, sino al de la serie, el encadenamiento y el devenir (...)” En FOUCAULT, M.: Las palabras y las cosas, Barcelona: Planeta, 1984. p. 257. [4] En VV. AA: Los españoles pintados por sí mismos, Madrid: Ignacio Boix, 1843. Vol. I. p. 210. [5] Publicado el 14 de abril de 1844. [6] En de Los Hijos de Eva, nº 16, Alicante, 1849. [7] PICÓN y BOUCHET, J. O.: Apuntes para la historia de la caricatura, Madrid: Establecimiento tipográfico C/ Caños, 1, 1877. pp. 9 y 96. [8] LOCKER, E. Hawke: Paisajes de España. Entre lo pintoresco y lo sublime, Barcelona: Ed. del Serbal, 1998. p. 47. [9] GAUTIER, T: Viaje a España, Madrid: Cátedra, 1998. p. 156. [10] Para la interpretación de los tipos costumbristas en grabados y litografías como la manifestación de la estructura social de su época, véase BOZAL, V: La ilustración gráfica del XIX en España, Madrid: Alberto Corazón, 1979. Sobre el costumbrismo como testimonio necesario de un estado social amenazado de desaparición en un tiempo de cambios imprevisibles, véase NAVAS RUIZ, R: El Romanticismo español, Madrid: Cátedra, 1990. Un buen ejemplo de la insistencia en la interpretación simbólica esencialista y gauteriana de la figura del campesino en el costumbrismo realista de la segunda mitad del XIX español, se encuentra en LITVAK, L: El tiempo de los trenes, Barcelona: Ed. del Serbal, 1991. [11] Eric J. Hobsbawm reinstaura ese sentido común al marcar claramente las diferencias entre costumbre y tradición: “(...) la ‘tradición’ se ha de distinguir claramente de la ‘costumbre’ (...) El objetivo y la característica de las ‘tradiciones’ (...) es la invariancia. El pasado, real o inventado, al que se refieren impone prácticas fijas –normalmente formalizadas– como la repetición. La ‘costumbre’ en las sociedades tradicionales tiene la doble función de motor y de engranaje. No excluye el cambio ni la innovación hasta un cierto punto (...) La ‘costumbre’ no se puede permitir ser invariable (...) El declive de la ‘costumbre’ cambia inevitablemente la ‘tradición’ con la cual suele estar entrelazada”. En HOBSBAWM, E. J. y RANGER, T. (eds.): L’invent de la tradició, Vic: Eumo, 1998. p. 14. [12] En Álbum –Ortego, Madrid: Gaspar editores, 1881. p. 7. [13] El término se utiliza en el sentido que le otorga Michael Baxandall: “Se trata más bien en primer lugar de una condición general de la acción humana racional que yo propongo cuando organizo mis hechos circunstanciales o me muevo en el triángulo de la reconstrucción (...) Intención es esa faceta de las cosas de inclinarse hacia el futuro”. En BAXANDALL, M.: Modelos de intención, Madrid: Blume, 1989. pp. 57 y 58. [14] Sobre la difusión de Bentham en España, véase MÉNDEZ BEREJANO, M.: Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX, Madrid: Renacimiento, 1927. [15] Para la influencia de este intelectual véase ALBARES ALBARES, R: «Los primeros momentos de la recepción de Kant en España: Toribio Núñez Sesse (1766–1834)»; en El Basilisco, nº 21, 1996. [16] MIRANDA, M. J.: «Bentham e España»; en BENTHAM, J; FOUCAULT, M; MIRANDA, M.J: El panóptico/El ojo del poder/Bentham en España, Madrid: Ed. de la Piqueta, 1989. p. 133. [17] En BENTHAM, J: «El panóptico» en op. cit, p. 58. [18] GUNNING, T.: «Tracing the Individual Body: Photography, Detectives, and Early Cinema», en CHARNEY, L. y SCHWARTZ, V. (eds.): Cinema and the Invention of Modern Life. University of California Press, 1995. [19] Real Orden del 9 de septiembre de 1853. [20] Véase BOZAL, V.: «Gallardo, Miñano y Larra en el origen de la sátira crítico–burlesca». En Cuadernos Hispanoamericanos, nº 388, 1982. La primera edición del Diccionario crítico–burlesco data de 1811, pero hubo otras que atestiguan el interés hacia la obra y su vigencia en el periodo estudiado. En España fue editada en 1812 (4 veces), 1820, 1821, 1822, 1823, 1835, 1838 (2 veces) y 1843. De ello, y de la biografía de su autor, informa Alejandro Pérez Vidal en GALLARDO, B. J.: Diccionario crítico–burlesco, Madrid: Visor, 1994. [21] Véase STOICHITA, V. y CODERCH, A. M: El último carnaval, Madrid: Siruela, 1999. En este estudio sobre Goya, los autores acuden al Systéme de la Nature de Holbach para explicar la conciencia de cambio necesario, ante la sensación generalizada del cumplimiento de un ciclo histórico, en las postrimerías del XVIII. [22] Sobre la influencia del pensamiento de Santa Cruz véase VIDAL SCHUCH, L.: La filosofía española, indicaciones bibliográficas, Madrid: Imprenta europea, 1866 y MÉNDEZ BEREJANO, M.: op. cit., donde Andrés María Santa Cruz es valorado como seguidor de Holbach y una de las figuras clave en la historia del pensamiento sensualista español. [23] En origen fue un artículo publicado en L’Europe Littéraire, agosto–septiembre de 1833. La cita se ha tomado de BALZAC, H.: Dime cómo andas, te drogas, vistes y comes... y te diré quién eres, Barcelona: Tusquets, 1998. pp. 40–42. [24] En BAUDELAIRE, C.: Lo cómico y la caricatura, Madrid: Visor, 1989. pp 94 y 98. [25] En BAUDELAIRE, C.: Salones y otros escritos sobre arte, Madrid: Visor, 1996. p. 360. [26] Del mes de septiembre de 1841. [27] En la prensa española de la época estaba muy generalizado un sentido moral de la justicia, a la que se aludía en forma genérica, cuando no abstracta, quizá por eludir la censura si se trataba de denunciar injusticias o agravios concretos. John Stuart Mill definiría este concepto absorbiéndolo en el de utilidad: “la justicia es el nombre de determinados requisitos morales que, considerados colectivamente, tienen un valor más alto en la escala de utilidad social (...)” En MILL, J. S.: El utilitarismo, Madrid: Alianza, 1999. p. 132. [28] Kant lo expresa en un sentido práctico, además del obvio moral: : “hacer el bien por deber, aún cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y éste es el único que puede ser ordenado.” En KANT, I.: Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid: Espasa–Calpe, 1983. p. 37. [29] En Los españoles... Vol. I, p. 214. [30] En El Fénix, nº 25, Valencia, 1846. [31] Publicado en el nº 122 de 1848. [32] Para una aclaración del término elegante y su vinculación con la exhibición véase PÉREZ ROJAS, F. J.: El retrato elegante. Catálogo de la exposición en el Museo Municipal de Madrid, diciembre 2000 – febrero 2001. En su página 27 se expresa el afán por la elegancia en el período como “la intensificación de la propia apariencia”. [33] En MELLADO, F. de P.: Recuerdos de un viaje por España, Madrid: Mellado, 1849. Vol. I, p. 3. [34] Ibid. Vol. I, p. 45. Nótese el deslizamiento del género de la literatura de viajes pintorescos hacia la caricatura y que la presunción de Mellado de ser el primer escritor de viajes español es falsa: además de la tradición de los viajes ilustrados del XVIII, desde 1839 Pablo Piferrer venía editando sus Recuerdos y bellezas de España y en 1844 Tomás Bertrán Soler había publicado su Descripción geográfica, histórica, política y pintoresca de España. [35] La extensa obra que se subtitulaba Enciclopedia moral del siglo XIX constaba de nueve volúmenes y vio la luz entre 1840 y 1842 editada por Philippon. [36] SANDKÜLLER, H. J.: Mundos posibles. El nacimiento de una nueva mentalidad científica, Madrid: Akal, 1999. p. 11. [37]. Para la explicación del ascetismo José Luis Pardo pone en juego todos estos conceptos: “el ascetismo consiste en desertizar el exterior (...), no sentir nada: an–estesia. La reducción del exterior al mínimo permite el refugio en la interioridad pues, de hecho, la interioridad no es otra cosa que la mínima expresión del interior.” En PARDO, J. L.: Las formas de la exterioridad, Valencia: Pre–Textos, 1992. p. 26. En un sentido fisiológico, debe recordarse que la anestesia (mediante éter o cloroformo) fue una invención de la medicina en la década de 1840. A este respecto véase LOBBAN, R. D.: Edimburgo y la revolución de la medicina, Madrid: Akal, 1991. [38] DUMAS, A.: De París a Cádiz, Madrid: Sílex, 1992. p. 250. [39] Del 27 de marzo de 1864. [40] Sobre el concepto de cuerpo social véase ARASSE, D.: La guillotina y la figuración del poder, Barcelona: Labor, 1989. [41] Atendiendo al análisis de Ángel González: “Quien mira el mundo bajo el ala de un sombrero es como si lo viera por primera vez: hecho de luces y sombras; de valores. El sombrero los corta; los separa; los reconoce en su constante y maravillosa oposición. A la sombra del sombrero, ‘pintar es contrastar’; y lo es, sobre todo, por analogía.” GONZÁLEZ GARCÍA, A.: «Sombreros». En DÍAZ CUYÁS, J. (coord.): Cuerpos a motor, Las Palmas: CAAM, 1997. p. 132. [42] VV. AA.: El sombrero. Su pasado, su presente y su porvenir, Madrid: Imprenta de la América, 1859. [43] Ibid. p. 119. [44] Ibid. p. 114. [45] En FORD, R.: Manual para viajeros por España y lectores en casa, Madrid: Turner, 1982. p. 128. [46] Ibid. p. 102. [47] En VV.AA.: Los valencianos pintados por sí mismos, Valencia: Ignacio Boix, 1859. [48] El Museo Universal, Madrid, 13 de junio de 1865. [49] En BERTRÁN SOLER, T.: Descripción geográfica, histórica, política y pintoresca de España y sus establecimientos de Ultramar, Madrid: Ignacio Boix, 1844. [50] En la presentación de BOIX, V.: Manual del viajero y guía de los forasteros en Valencia, Valencia: José Rius, 1849. [51] El Museo de las Familias, Madrid, 1843. Vol. I, p. 261. [52] BERTRÁN SOLER, T.: Los ingleses tales como son; carácter, leyes usos y costumbres del pueblo inglés y todas sus extravagancias, Valencia: Imprenta de la Regeneración Tipográfica, 1858. [53] Ibid. p. 8. [54] Ibid. p. 93. [55] El que fuera alcalde de Valencia y diputado en las Cortes, en aquella época ya no era oficialmente propietario de Las Provincias y su magazine El Panorama. Uno de sus testaferros, Doménech, que figuraba como editor responsable, forjó su carrera y su prestigio a la sombra del influyente político y empresario. Para los análisis de las intensas relaciones de José Campo con la prensa, véase PONS, A. y SERNA, J.: La ciudad extensa, Valencia: Diputación de Valencia, 1992 y LAGUNA PLATERO, A.: Historia del periodismo valenciano, Valencia: Generalitat Valenciana, 1990. [56] BALZAC, H.: «Los dos sueños», en Cuentos fantásticos, Barcelona: Juventud, 1995. p. 26. [57] Valencia, 15 de enero de 1867. [58] Según NAVARRO CABANES, J.: Prensa valenciana, Valencia: Diario de Valencia, 1928. p. 57. La atribución se confirma por la rúbrica de algunas de las ilustraciones de la revista en esta época con las letras GRS. [59] La roca Diablera era uno de los carros, decorado con figuras demoníacas, que se exhibían en la procesión del Corpus. [60] MELOT, M.: L’Illustration. Histoire d’un Art, Ginebra: Skira, 1984. p. 152. [61] En DAVILIER, C.: Viaje por España, Madrid: Grech, 1988. Vol. I, p. 479. [62] El Cisne, nº 4, p. 32. Valencia, 1840. [63] El Saltamartí, nº 20. Valencia, 1862. [64] DELEUZE, G.: Lógica del sentido, Barcelona: Paidós, 1989. pp. 32–33. [65] Hasta tal punto el costumbrismo invadió la pintura que según Francisco Javier Pérez Rojas: “este costumbrismo pictórico (...) terminó por anegar gran parte de la producción local, dificultando otras vías más renovadoras de la modernidad (...)”. En PÉREZ ROJAS, F. J.: Tipos y paisajes, Valencia: Generalitat Valenciana, 1998. p. 107. [66] ORTEGA Y GASSET, J.: «Azorín: primores de lo vulgar». En El Espectador, 1917. |