IMPERIO CTÓNICO: GESTIÓN MILITAR DEL ESPACIO Y LECTURA DE SUS HUELLAS MODERNAS
Fernando Rodríguez de la Flor
  En el que se interpretan las fortificaciones de suelo y subsuelo que ordenan el espacio bélico en el siglo pasado, y en especial los blocaos de nuestra Guerra Civil, como ruinas y monumentos de la modernidad reciente, como auténticos hitos testimoniales de la abstracción definitiva del paisaje a resultas de su sometimiento a las necesidades de dominio, de control visual y estratégico, de un nuevo poder político planetario y ubicuo, ajeno al lugar pero acomodado al terreno, simbolizado en el puesto de mando camuflado como fortaleza subterránea.
 
 

Son muchas las cosas comprometidas en el imaginario fuerte y vasto de la fortaleza, de la defensa, del baluarte y del bastión, hasta llegar a ese búnker de hormigón armado, interconectado y autosuficiente, expresión emblemática de nuestro tiempo, del que puede decirse que ha llegado a constituir la concreción extrema, tanto en lo edificativo como en cuanto abstracción y radicación absoluta de poder. Mientras, la pura presencia de esta célula de combate, allá donde se muestre, lo hace acompañada del imaginario de un férreo estoicismo y de una pretensión titánica, lo que justifica su presencia espectral en el imaginario.

El tema que nos ocupa evoca, ciertamente, un telurismo radical. No se agota su imagen en lo que sería una concentración de energías, en una utopía máxima de la defensa, puesto que podemos también atribuirles a estas estructuras la posibilidad de convertirse también en un centro coordinador del ataque; la razón misma de ser de la pujanza en la que se sostiene toda idea de retaguardia. Sucede que la organización y la logística de un territorio pueden ser coordinadas –y, más allá de ello, enteramente dominadas– desde estas células poderosas. No conviene menospreciar esta capacidad del búnker; después de todo, sabemos de su precedente arqueológico, los castillos, que, en tanto que edificios molares del Antiguo Régimen, sostuvieron por entero el orden feudal, y a ellos les estuvo confiada la salvaguarda de todo un sistema social.

Bastaría con que reflexionáramos por un momento, en el caso de la arquitectura militar contemporánea, sobre el hecho de que, prácticamente a partir de 1943, en que la dirección de la guerra total desciende unas cuantas decenas de metros en el subsuelo de la cancillería alemana en Berlín, todo el programa nihilificador de la guerra total (así como la coordinación de cuantos recursos en ello se emplean) se dirige desde esta célula de poder inexpugnable. Allí radica y se gestiona la idea de un campo polemológico, espaciando y corporeizando un poder mayúsculo; y eso por vez primera en la historia, ciertamente.

Ese búnker de la Cancillería, en la 77 Wilhelmstrasse; ese sótano inmundo y asfixiante, recién encontrado precisamente en las excavaciones del futuro edificio para los 16 nuevos landers de la actual república alemana (ver: www.xs54all.nl/–odu/bunker.) alcanza una potencialidad temible, también en lo simbólico (y, sobre todo, en ese plano), y es por ello quizá por lo que ha sido la primera víctima material del actual proyecto de construcción del gran Berlín. De la misma manera en que la mayor batería y castillo artillado de la historia, la Batería Lindeman, ha sido también elegida como el punto nodal desde el que, una vez destruida, arranca el túnel que une por fin el continente con Gran Bretaña. Al “arco iris de la gravedad” trazado por los antiguos y diabólicos proyectiles de la serie “V” [1] , toma el relevo ahora la lanzadera tubular que recorre, en una vibración comunicativa, el lecho marino del Canal de la Mancha.

En el búnker de la Cancillería se concentra, como en una burbuja temporal, todo el mecanismo del estado fascista de poder, y podría decirse más, ya que de su existencia depende la emisión, la irradiación, de un programa de adoctrinamiento. Algo que el pueblo alemán recibió desde esas decenas de metros en que se sustantivó, concretándose, un modo de poder que utilizaba también tal construcción como artillería de simbolismo. Ello en el modo de una forma que logra visualizar ante el mundo la existencia de este núcleo insobornable e imbatible; mientras obliga a ese mismo mundo a destruir literalmente todo lo demás para poder acceder a su control.

La fortaleza ancla y sujeta eficazmente un territorio que, en el caso de la Segunda Guerra Mundial y de la fortaleza de la Cancillería berlinesa, se reveló patentemente como territorio o plataforma intercontinental. La historia aleccionadora de esa guerra se deja entonces pensar como historia propiamente dromológica (en el sentido que ha dado a la palabra Deleuze/Guattari [2] ); es decir, historia de un desplazamiento por el mundo de masas y de energías técnicas que, a través de avatares y luchas agonísticas, se conducen hasta la toma física del poder, concentrado al fin en unas decenas de metros.

Esta “visión” o perspectiva sobre el mundo, bajo el modo de un campo de batalla total, determina los modelos de utopía defensiva radicados en construcciones que acompañan los delirios imperiales; y de ellos puede decirse que son la sustantivación de un ejercicio violento del poder (como dicen los manuales de poliorcética: la fortaleza es la imprimación del poder en el territorio). Es decir: logran implantar en el territorio, en el dominio liso e inculto del mundo, un campo de puntos, de nódulos o bornes (¿points de capiton?) que tienen el efecto de subordinar, por medio de la geometría, tal territorio a una figura de control visual y perspectivístico, ejerciendo también un señorío en el orden de lo simbólico, dicho sea esto último de paso. Pues la fortificación moderna se encuentra asociada, como es sabido, al nacimiento de la perspectiva renacentista, y los artistas, dueños de los secretos de la modelización del espacio, se convierten en ese entorno, esencialmente poliorcético y guerrero, como es el caso notable de Leonardo, en los creadores de prototipos de fortificaciones con los que abastecer las necesidades de dominio de los estados absolutistas.

 

Záhara de los Atunes. Observatorio para batería de 155 mm. (h. 1942)

Como en el caso del dinero (del elektron lidio de ámbar al dinero electrónico de hoy), el camino seguido por la fortificación conduce primero a su concreción y reducción, en un proceso de abstracción creciente, que ha de desembocar finalmente en su “sublimación”, en la desaparición en nuestros días de la arquitectura militar de superficie. Ello no significa, empero, como nos ha enseñado Virilio, que la violencia haya desaparecido, sino sólo que lo bélico se ha hecho de naturaleza “invisible” –el inmaterial bélico–, forzado al extremo por una estrategia de di(si)mulación y camouflage. En último extremo, lo que implica esta desmaterialización es que la fortaleza ha sido literalmente “sacada de la tierra”. En efecto, el punto focal de control, del tipo que sea, flota hoy más allá de la estratosfera, en un indeterminado éter. Ni siquiera, como ha sucedido aleccionadoramente con la MIR, cuando cae o deviene obsoleta, esta fuente de poder autónomo puede regresar a la tierra; su destino propio es ahora la combustión galáctica, la desintegración. Sucede que las células de poder contemporáneas no pueden ver decaído su estatuto simbólico, y ser ofrecidas, inútiles, a la inspección de la mirada o al turismo. Por eso, allá donde sobreviven, en sus muestras arqueológicas, han sido aniquiladas o cerradas a cal y canto, como queda ilustrado por la destrucción del búnker de Franco en Salamanca o por la impenetrabilidad del de Miaja en Madrid, en la alameda de Osuna; eliminación, también, hasta las raíces, en el caso del Berghof, última utopía de la defensa a ultranza alemana, una vez caído Berlín.

Esta utopía de radicación del poder en una célula autosuficiente e inexpugnable a las condiciones epocales puede ser encontrada muchas veces en la historia de España. El modelo de fortificación española y el imaginario de una defensa de tipo numantino fueron extendidos por la empresa colonizadora por todos los continentes, y de él podemos hasta decir que en cierto modo fue un modelo en verdad de exportación española. Y es que la idea de enclaustración ha presidido (¿con cuánta eficacia?) la dirección de la guerra hispana, desde que esta se constituyó, primero a través de una compleja articulación feudal de reinos (Castilla, y después, “castillo”) y, más adelante, en el momento climático de la totalidad imperial hispana, cuando toda la “máquina estatal” volcada en lo bélico se reveló como incapaz de la gestión “civil” del territorio. Es decir, cuando la defensa militar del territorio en sus bastiones se convirtió en un modo propio de política militar hispana, ya fuera esto en Flandes, como en Orán o en Veracruz [3] .

Mosaico feudal o inopinada totalidad imperial, el imaginario de unas, digámoslo a la antigua, Armas de España, aparece obsedido por las fantasías de la defensa a ultranza, producto de la difícil articulación de poder en una comunidad al cabo fracturada e internamente dividida, tanto como sometida a un devastador proyecto unificador de expansión y conquista. Como ha escrito un historiador actual, Albi de la Cuesta, refiriéndose incluso a los ya lejanos tiempos del emperador Carlos V:

“De ahí la proliferación de guarniciones aisladas del hinterland en presidios dependientes del exterior hasta para obtener la cal precisa para construir fortificaciones. Ello determina un escenario perfecto para resistencias insensatas. Los españoles, expertos desde siempre en inmolarse por causas perdidas, sabrán morir solos, rodeados por un adversario abrumadoramente superior en número, sin esperanza de socorro”. [4]

Hay muchos ejemplos de ello en Hispanoamérica, el continente, más que “vacío” (Eduardo Subirats [5] ), “fortificado” (al estilo definido por Bettelheim como “fortaleza vacía” [6] ). Ello ocupa una acción que va desde la ciudad “letrada” hispana [7] , que se construye en el corazón de la laguna de Tenochtitlán, hasta los melancólicos castilletes que puntean las costas brasileñas en tiempos de los Felipes, sujetando a tal Corona, al menos nominalmente, nada menos que la Amazonia impenetrable.

 

Alicante. Nido de ametralladoras (h. 1939)

 

Los reductos y fuertes, distribuidos por doquier, sustantivan la peculiar posición colonizadora española. Hoy son, en el Morro de la Habana o en la fortaleza de la bocana del puerto en San Juan de Puerto Rico, alegorías a la intemperie de un modo peculiar hispano de habitación del territorio. Impresionantes masas defensivas, que sujetaron el Imperio, más allá del tiempo que hubiera sido razonable. Y es que la tendencia de la fuerza militar imperial a encapsularse en los territorios, determinó también otras geografías lejanas, abarcando entonces la totalidad de un “orbe”. Pensemos en Filipinas, cuya memoria se presenta presidida por esa imagen, sentimentalmente vinculada al franquismo, de los “últimos de Filipinas”; en su resistencia en el blocao originario, y en las defensas que demoran la entrada en tromba de la historia en ciertos espacios militarizados al “hispánico modo”.

 

 


Alto de los leones. Nido de ametralladoras (h. 1938) La línea de la Concepción. Blocao (h. 1941–1942)

Pero quisiera referir que las fantasías de poder omnímodo de las arquitecturas bélicas presidieron también nuestra agónica situación militar en las posesiones de Italia, donde la situación fue desde siempre angustiosa para la suerte de las “armas de España”. Ello determina de igual modo por completo la vivencia española de una acción en otro continente, cual el africano, en cuya parte norte los ejércitos peninsulares se “encapsulan” durante varios siglos; y esta simple mención, como se verá, nos va ya conduciendo hacia el momento de una Guerra Civil, larvada en lo africano, al tiempo que vamos transitando ya con ello, del castillo y de la torre barragana del Antiguo Régimen al fortín, al blocao, a la casamata de la edad contemporánea o, ya casi, postcontemporánea.

Allí, en África precisamente, más que en parte ninguna, el fuerte, la pequeña guarnición murada y, ya en los agitados años 10 y 20 de este siglo, el blocao y el fortín fueron determinantes, quizá por ese juego de fuerzas que Deleuze y Guattari han diseñado en su Mil mesetas [8] , en donde, en la extensión ilimitada del desierto, las máquinas militares, la dromología, renunciando expresamente a la totalidad, establecen campos estabilizados de contención y sujeción mínima; ello ante el avance y el miedo a la arena innumerable y anómica [9] . El hecho es que estas Melillas, estas Ceutas nuestras, así como el rosario de fortificaciones encriptado en el territorio africano hostil, crearon este imaginario de la protección a ultranza en un mundo enemigo. Algo que el hundimiento general de un frente compuesto de posiciones en blocao ocurrido en la derrota de Annual, por ejemplo, situó en una dimensión perfectamente trágica, de la que dan cuenta todas las narraciones de aquella guerra, desde la del propio Franco, en el Diario de una bandera, a la de Jesús Fernández, Blocao.

El búnker, que parecería inseparable del mundo del nazismo y de la festung Europa o “Fortaleza Europa”, tiene entre nosotros, en el mundo español, también una dimensión peculiar, que se activa luego con la guerra de posiciones de la guerra civil y que allí recibe su conformación última. A nadie se le puede escapar eso cuando se visita el desvencijado búnker desde donde Miaja dirigió la guerra en Madrid; o las posiciones y casamatas del Parque del Oeste, lugar en que se frenó en seco la primera ofensiva franquista sobre la Capital Roja del Estado. O el búnker de Franco, este último en una Salamanca convertida en la capital espiritual de la Cruzada.

La peculiar guerra de posiciones “a la española”, que vemos hoy (causando no poco regocijo por una cierta ineficacia bélica de lo hispano) en La vaquilla; esta estabilización de los frentes detenidos por líneas de fortificación más o –más bien–menos potentes, contradice la movilidad por la que aboga Jünger, como verdadera razón de ser de la guerra, y que él ya veía como conquista de la civilización, sin vuelta atrás, hacia 1914.

Lejos de ello, el inconsciente de la defensa inmóvil y recalcitrante inunda el imaginario de nuestra batalla guerracivilista, pudiendo perfectamente atribuírsele, como hizo el escritor y ensayista Juan Benet (un apasionado de la cartografía de la Guerra, que construyó su casa entre los búnkers de Navalagamella [10] ), a la incapacidad militar de Franco, a su inconsciente modelado en África, y proveído por las lecciones de una historia española, que queda jalonada, en el caso preformador de los acontecimientos en las guerras de Flandes, por una serie agónica de defensas y pérdidas sucesivas del rosario de plazas fuertes, que eran por aquel entonces la “corona” de la Monarquía y sus territorios más ricos y activos.

Esta inmovilización en el imaginario de la provocación al asedio, entendido, desde el caso del Alcázar de Toledo, como ejemplo dotado de dudosa rentabilidad estratégica, pero de fortísimas connotaciones simbólicas, supone, digo, una brutal y efectiva desmodernización de las condiciones técnicas de la batalla [11] y determina también el desproporcionado holocausto en vidas humanas y destrucción patrimonial, todo lo cual cuaja a la perfección en nuestra geografía en esos blocaos guerracivilistas, que espectralmente remiten al castillo roquero y al homenaje en víctimas que tal estructura reclama. En efecto, en el seno de la batalla moderna y tecnológica se regresa inopinadamente a una situación ancestral, a un nivel elemental, primario, el de la “nuda” humanidad [12] , que bruscamente pierde sus señas de identidad contemporáneas y se alinea con las pulsiones de los primeros homínidos.

Ciertamente entonces, abandonando los terrenos de una historia que nos llevaría muy lejos, y que está, creo, suficientemente evocada ya, podemos decir que en el blocao, en el búnker, cristalizan concepciones poderosas de lo que es el espacio defensivo, de la relación entre ejército y progresión también; mientras que en él se sustantiva en particular el sentido todo de la relación que cabe establecer entre el cuerpo y su protección. En este último aspecto, el castillo, la fortaleza, extreman en el imaginario la significación de la casa. Bachelard (Poética del espacio [13] ) nos ha enseñado a ver lo que hay en ello, alimentando todo un campo tropológico de imágenes rectoras del imaginario. La fantasía del encierro, del enclaustramiento y del peligro han cuajado, pues, en imágenes históricas muy poderosas.

Conviene considerar a este respecto que toda la anatomía renacentista vive de conceptualizar un cuerpo–fortaleza que se resiste a las asechanzas de las fuerzas de la disgregación. Pero hay que decir también, volviendo a nuestros ámbitos hispánicos, que la literatura espiritual vive asimismo de conceptualizar el alma como una fortaleza, como un castillo, como una morada, dicho sea esto en términos estrictamente teresianos [14] . El repliegue de la sensualidad, su propio cercenamiento, se vive como metáfora de una retirada del mundo engañoso, constituyendo un valladar opuesto a sus asechanzas.

Las literaturas exegética y crítica hispanas han vivido secularmente de avalar estos procesos de retirada y repliegue en yoes fortificados y aislados, trasladando quizás a esas “tecnologías del yo” (Foucault [15] ) algunas de las experiencias de los campos de batalla en tres o cuatro continentes. Hoy empezamos a conocer los peligros de este repliegue, o por lo menos comenzamos a considerarlos sin los tintes idealizantes de los que generaciones de críticos han rodeado el alma fortificada y la ciudad mística. El libro de Bettheleim sobre la “fortaleza vacía” nos pone en guardia sobre la naturaleza psicótica de este imaginario de la protección y del apartamiento. En este ideal sofisticado de la técnica conservatoria, vemos cuajar el principio y la manera específica en que la tecnología trabaja por ampliar la distancia moral y física que separa al hombre de su ecosistema. Entre nosotros, ha sido Eduardo Subirats (El alma y la muerte [16] ) quien ha puesto en evidencia la paradoja de las almas místicas que, mientras se repliegan al interior, evitan la crítica dialéctica del mundo, y dan su consentimiento a estrategias de poder superiores que las utilizan en sus discursos de ejemplificación. El alma fortificada se hace sumisa, extremadamente manipulable, sujeto ideal de un adoctrinamiento al que prestará una servidumbre abúlica.

A través del libro de Bartov sobre la Whermacht y la campaña de Rusia (L´Armé de Hitler [17] ), sabemos hoy que los búnkers y las defensas rígidas, constituidas en lugares donde, prácticamente desde Stalingrado, vivieron los restos del ejército alemán, se convirtieron en los verdaderos lugares o templos del adoctrinamiento, donde la visión nazi de la vida, la exaltación sacrificial y la atribución de un sentido metafísico y trágico a la batalla tuvieron verdaderamente lugar.

 


San Fernando. Nido de ametralladoras (h. 1941–1942)

En efecto, en ese entonces, los búnkers se transmutaron en el lugar ideal de la elaboración de la vivencia (erlebnis, dicho en términos jünguerianos) interior. Como, por cierto, más tarde también aprendió a conocer esto mismo la población civil alemana, esta vez también en las criptas de hormigón armado de sus refugios antiáereos, concebidos, en este momento de máxima tribulación y de colapso histórico, no tanto como lugares de protección, cuanto como centros para la construcción de una mentalidad apocalíptica, donde de nuevo en sentido jüngueriano “la vida tomaba distancia de sí misma”, y permitía de este modo asumir la carga sacrificial, como específica necesidad de aquellos tiempos terminales.

Todo ello empieza, creo, a asentar estas figuras de los búnkers como una “imagen dialéctica”, en sentido benjaminiano; imagen ciertamente explosiva, escandalosa, del tiempo que nos precede, ¿pero quién diría de la misma que no–activa, no–eficaz para la revelación de lo que está oculto piadosamente en la historia?. Diremos de tal imaginario de la fortaleza y del búnker, suficientemente acreditado por entonces, que ha sido además abastecido ampliamente desde los terrenos de la palabra poética y de la literatura. Apollinaire mismo estetizó las batallas de material de la Gran Guerra, haciéndolas girar en torno a este punto nodal que son en ella los “palacios de la greda”, las posiciones fortificadas, sobre las que pivotó al cabo lo que fue eje de la gran destrucción y la aniquilación de masas. Y Julien Graq construyó, en particular en los Ojos del bosque [18] , esta visión de la fortificación en forma de templo auténtico y ara sacrificial, donde el combatiente, sobrepasado y destruido por la experiencia de la batalla –de la drolê de guerre–, reconstruía allí como escritor, incluso como hablante o testimonialista, su experiencia, y la dotaba de un sentido (necesariamente sacrificial este, enteramente oblatorio).           

El búnker era allí el lugar donde la experiencia exterior se convertía, en términos de Jünger, en “experiencia interior” (La guerre comme expérience intérieur [19] ). Allí, en la intimidad de una protección de bóvedas de acero, se dotaban de sentido las imágenes incoherentes vividas poco antes entre las “tormentas de acero” [20] . Podemos imaginar que se construía una teleología de la historia, una salida a la gran debacle en la que al fin, todo se había precipitado (por la cual aquella, al cabo, habría de redimirse).

 

Conil. Blocao de costa (h. 1941–1942)

Dino Buzzati supo también dar esta “forma espiritual” a la fortaleza, en tanto se postulaba en la forma de un operadora metafísica; lugar donde el hombre se recuperaba de su posición de extrañeza frente a un cosmos adverso y definitivamente ininteligible [21] . El búnker comenzaba allí (en el “desierto de los tártaros”) a ser entendido como una matriz ctónica, como la última arquitectura cultural para defenderse del vendaval de la propia cultura.

Las metáforas de la fortificación y la casamata se extienden, empero, por el espacio literario y protagonizan reapariciones que bien podemos considerar “espectrales” en la materialidad discursiva occidental. A mí me gusta singularmente la conceptualización que Gómez de la Serna lleva a cabo sobre Pombo, su café “de resistencia”. La llamada “cripta de Pombo” es también el búnker de Pombo, con vivencias de modo expreso asociadas a la vida de los guerreros en los blocaos:

“En Pombo –dice Gómez de la Serna– hemos encontrado la compensación como si habiéndose acabado el oxígeno en el mundo se fabricara sólo en este rincón. En el ambiente incorruptible de Pombo, rodeados del vacío absoluto nos damos más cuenta de este ardite vivo que la intemperancia de lo social –inorgánico, ambiguo, inhumano– sume más en nosotros y nos lo hace asumir más.

Pombo además tiene un valor único porque crea el vacío honesto mejor que ningún lugar, apaga mejor todo el ruido de fuera. Y –termina exclamando– Pombo, ¡casamata ideal!”. [22]

En nuestros días Paul Virilio (Bunker archeology [23] ) ha conectado la última época de la construcción de la arquitectura militar de superficie con un tipo de poder que concibe peculiarmente el espacio que le es dado como abstracción de todo lo demás, revelando en ello una pulsión de muerte y cesación; una estrategia suicida del propio colectivo, en tanto que Estado homicida de sí mismo; lo cual le debe mucho, es preciso reconocerlo, al imaginario kafkiano, a las “murallas chinas” de sus relatos y al abrigo reconcentrado de los topos que aparecen en ellos enterrados en sus madrigueras profundas.

A través de Deleuze –Mil mesetas–, puede ser comprendido este hecho del búnker en tanto alegoría de una decisión de dominio que estría férreamente el territorio, mientras lo somete a las operaciones del control visual y de la geometría. Pero es más, la lección de la historia en este sentido es que este ejercicio resulta, a la postre, inútil en la dimensión de la historia, como por cierto ya había advertido el gran Vauban, pues el destino último de una fortaleza –había dicho el poliorceta e ideólogo de Luis XIV– es, en último término, el de “ser tomada”.

Al fin el búnker se deja leer como la línea misma, el borde o “lugar de fisión”, en palabras de Teilhard de Chardin [24] (“Delgada línea roja”, diríamos hoy en términos absolutamente cinematográficos), adonde un poder llega en condiciones desfallecidas. Línea máxima de desgaste de material y de seres. A partir de él, y de lo que supone su implantación territorial, no queda sino el vasto espacio liso, inculto, que forma el glacis, el campo polemólogico por excelencia, donde vive por cierto la amenaza anómica, “Desierto de los tártaros” (Dino Buzatti), que va lamiendo los sillares de lo construido, hasta reintegrar la construcción a su nada absoluta, a través de los pasos secuenciales de los estados de ruina.

Volvemos a Bettelheim y a su interpretación de las construcciones “a lo Vauban” de la interioridad: son confesión de un desfallecimiento de la libido, volcada en abarcar más y en poder más. Mientras, también suponen el principio de una derrota frente al tiempo, frente a la inmensidad; frente, de nuevo, a los “desiertos de tártaros”, desde donde llega, inevitable, el trabajo de la erosión, que comienza inmediatamente la tarea de la desconstrucción de lo que se ha alzado demasiado orgullosamente [25] .

Así, el error de Hitler es ya siempre “la fortaleza Europa”; en tanto que el error del estratega, e, incluso, el error mismo de la concepción estratégica de la persona, pueden llegar a ser la capitalización de sus energías en un punto inmóvil y visible; la delimitación de un territorio cualquiera a base de líneas inflexibles de “fortificación”, que, paradójicamente, lo vuelven más vulnerable. Pues esas líneas duras o vectores marcados, a partir de su establecimiento profundo en el seno de la tierra madre, no dejarán ya de ser socavados hasta su inevitable sobrepasación y total borrado. La Muralla del Atlántico, o “Frente Atlántico”, todavía se deja leer en tal sentido, en sus ruinas aleccionadoras y en sus supervivencias patéticas, como la metáfora de un poder finalmente irresoluto; de un poder fundado en la comprensión exclusivamente telúrica; ancestralmente formado en tradiciones de pueblos agrícolas, con aptitud para las alturas, pero no para las extensiones misteriosas e indeterminadas, como el mar mismo, frente a las que se dispone en actitud de defensa inconsciente. Al fin y al cabo, Hitler no había servido en la Marina, ciertamente, y de entre los miles de fotografías que dejan constancia de su paso raudo y devastador por el mundo, ninguna –ni una sola– lo representa sobre las aguas. Contrafigura de Cristo, le faltó al cabo de acero esta capacidad de Cristo mismo para “estriar el mar” y acabar practicando un camino sobre sus aguas.

Lo que alegorizan hoy con exactitud los destrozados búnkers del sueño protectivo nazi es el temor al mar, a la extensión indeterminada, ciega, opaca, de la que, ciertamente, en el caso más que emblemático de la Atlantikwall, una mañana de junio de 1944 vino la sorpresa. Aquella que acabó en un solo golpe con el resultado de lo que fue la primera empresa de construcción paneuropea ideada por el propio Speer: la O. T.; la Organización Todt. Gigantesca movilización para la derrota; trabajo prometeico destinado a la hemorragia de una pérdida rápida.

 

Albacete. Blocao para ametralladoras pesadas (h. 1938)

“Alegorías a la intemperie”, estos documentos de civilización y de barbarie, que son los búnkers luego son filmados por un Spielberg, en el modo de una reducción extrema del emblema, al constituir este narratológicamente tan sólo ya un pequeño avatar, un accidente, de la “gran Batalla”. En efecto, el asunto del olvidado blocao nos ha podido parecer hasta ahora un pequeño motivo perdido en la poderosa discursividad militar. Una “viñeta” para ilustrar el desarrollo de la mitología bélica [26] . El búnker siempre fue, en los tebeos de Hazañas Bélicas, el problema de un pelotón; cosa de esperar un poco y “freirlo” con un lanzallamas, o con la típica granada en la mirilla. Ello desactiva potente y patentemente su imaginario, y hace de este detritus arqueológico de la historia hoy en día un lugar incómodo, un poco ridículo, despreciable; ello después de todo el trabajo de banalización de lo guerrero, al que contribuyeron ampliamente el cine y los medios de desnazificación de Europa.

Y bien, ¿cómo situar todo esto?, ¿De qué modo se relaciona todo ello al cabo con un tiempo como el nuestro, que nos ofrece la imagen un poco esperpéntica de los blocaos semiderruidos en las playas de vacaciones? ¿O cuyo proyecto imperial se acaba por proyectar finalmente en la obra faraónica y telúrica que quisieran ejecutar los artistas que quieren rubricar con ello un ego del tamaño del globo terráqueo? ¿Cuáles son los caminos por los que esta colección de imágenes que nos deja la propia arqueolografía de lo bélico permiten todavía alguna lección? ¿Con qué objeto se vuelven a fotografiar estos rostros antropomorfizados de batallas, a las que solamente se puede acceder a través del escrito, del texto? Justamente por una confianza en el poder de la imagen; también por la conciencia de que estas imágenes resultan finalmente ser las últimas tomas sobre los campos de batalla y la guerra de ayer, en el caso hispano objeto un olvido patológico de las conflagraciones fraticidas. Así, por ejemplo, la exposición sobre los campos de batalla de los fotógrafos Bleda y Ros, recientemente vista en España, resulta ser sintomática de la situación con respecto a la inexistente monumentalización de una historia verdaderamente evaporada bajo nuestros ojos, mientras asistimos al espectáculo de sus representaciones y simulacros. Los artistas han fotografiado con empeño documental campos de batalla españoles; pero se trata de campos en los que no queda una sola huella del ayer. Presencia de una ausencia, diría Heidegger.

Cuando llegue a consumarse en Belchite la elevación de este territorio extrapolado a parque temático de la Guerra Civil Española, en ese mismo momento, probablemente no quede ya en toda la geografía del antiguo frente, en la brisura y zona de su no suturada herida un sólo testimonio físico de que tal guerra haya tenido lugar. La conjura contra el pasado, contra sus evidencias, es lo más real de entre lo que nuestro tiempo nos propone. Debord dixit , justamente: los recuerdos de las batallas son los primeros en desaparecer en el remolino de la actualidad. Desaparición, pues, alternativa, la cual afecta a la memoria conservadora y a la progresista, o desaparición –y disimulación– de las cargas trágicas de la historia, de la que se encarga precisamente el progreso.

Desmemoria y borradura, por ejemplo, de las huellas sobre el territorio de Madrid, en cuanto que primera ciudad mártir del fascismo europeo. Pero destrucción alternativa, por la parte de la izquierda, de la memoria de una Salamanca Cuartel General franquista. En ambos casos son precisamente las líneas de fisión, de incandescencia, las propias del frente de batalla, las que sufren la aniquilación de la huella y la inviabilidad y oclusión de su presencia en la estructura del recuerdo. Los búnkers y las casamatas de la fortificada Madrid han sido los primeros sacrificados a la hora de la construcción de los parkings, de las carreteras, de las urbanizaciones y los minicines. Algo muy semejante ha ocurrido en Salamanca, donde el cuartel general subterráneo de Franco, victoriosamente arrasado por la primera corporación socialista, que distribuyó muchos gestos de pacifismo abstracto y barato, pudo terminar propiciando una operación de radical posmodernidad consigo misma, decidiéndose su cambio de estatus en garaje para una pacífica comunidad de vecinos próxima ideológicamente al poder municipal de entonces.

Las imágenes del pasado, empero, retornan. Lo hacen dialogando entre sí con otras visiones homólogas, sobre eso que podemos llamar jüngerianamente “el rostro de la batalla”, o la tierra tomada en tanto objeto de una estrategia lúgubre, ctónica. Mostrar el residuo de la batalla, para prevenir sus sucedáneos desvitalizados. He ahí la nostalgia a que llama la historia. Al estilo de la célebre foto de Fenton en Crimea, vemos el lugar poblado de desechos bélicos pero, en el caso de Fenton, simbólicamente vacío de la referencia a los cuerpos de los integrantes de la Brigada Ligera, desaparecidos para siempre en el Valle de la Sombra de la Muerte [27] .

Digamos que una imagen ideal de todo ello se encontrará lejos de todo pacifismo abstracto. No se trata de una “denuncia de la guerra”. Ha pasado el tiempo de la denuncia; nada está ya en la línea de aquel libro de Friedrich de 1924 que se llamó Guerra a la guerra [28] . Las representaciones actuales de los gestos originarios del ayer, nada dicen, desvitalizadas por la no–transcurrencia de la historia por sus intersticios. Al signo inútil y redundante, siempre se sobrepondrá el otro signo, el sobrepasado por el vendaval de la historia, que precisamente sopla con fuerza sobre el búnker, convirtiéndolo en una de las primeras ruinas de la modernidad.



[1] Me remito ahora a un espacio novelesco que explora esta metáfora: la novela de Pynchon, Thomas: El arco iris de gravedad, Barcelona: Ediciones Grijalbo, 1974.

[2] Ello, naturalmente, en su «Tratado de nomadología: la máquina de guerra», en Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre–textos, 1988.

[3] Para este tema, puede verse mi capítulo «El bastión barroco. Metáforas de la decadencia militar hispana», en Barroco. Representación e ideología en el mundo hispánico. 1580–1680. Madrid: Cátedra, 2002. pp. 187–229.

[4] «Los ejércitos de Carlos V», en Carlos V. Las armas y las letras. Granada: Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000. pp. 85–105.

[5] Cito, muy explícitamente, el libro El continente vacío. Barcelona: Mario Muchnick, 1994.

[6] La fortaleza vacía. Barcelona: Paidós, 1967.

[7] Utilizo aquí expresamente la acuñación –”ciudad letrada”– realizada por A. Rama en su libro homónimo.

[8] Op. cit.

[9] Una visión de esta noción de “desierto” puede encontrarse en mi Locus eremus. Salamanca: Cuadernos Para Elisa, 2001.

[10] Sobre estos búnkers de la Guerra Civil puede verse ahora una suerte de “guía”, la de Montero, S.; Medem, J.C. ; Benet, J.: Paisajes de la guerra. Madrid: Comunidad, 1987. Esos mismos escenarios han servido para un montaje “posmoderno” (y desde mi punto de vista ineficaz y banal) en la visión de Oukalele; García Alix, A. et alt.: Escenarios de la guerra. Una visión fotográfica actual, Madrid: Comunidad, 1987.

[11] El tema ha sido puesto en relevancia en Bartov, O.: L´Armée d´Hitler. La Wehrmacht, les nazis et la guerre, París: Hachette, 1999.

[12] Para este concepto, relacionado con la guerra, Agamben, G.: Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre–Textos, 1998.

[13] México, FCE, 1972.

[14] Cuerpo–fortaleza cuyo juego metafórico he estudiado en mi capítulo «Las sedes del alma. La figuración del espacio interior en la literatura y en el arte», en La península metafísica. Arte, literatura y pensamiento en la España de la Contrarreforma. Madrid: Biblioteca Nueva, 1999. pp. 200–231.

[15] Barcelona, Paidós, 1990.

[16] Barcelona, Anthropos, 1983.

[17] Op. cit.

[18] Cuya edición castellana puede encontrarse en Barcelona, Anagrama, 1984. Me permito citar en apoyo de mis argumentos un fragmento del texto publicitario de la contraportada: “Grange [el protagonista de la novela] rompe todas las ataduras que le retenían al pasado, para situarse en una especie de isla, un lugar cerrado, un espacio iniciático, simbolizado por el búnker, donde accede a una vida reconciliada y dichosa.”

[19] París, Christian Bourgois Éditeur, 1997.

[20] Cito expresamente el título jüngueriano, editado por Tusquets en el año 96.

[21] El libro de Dino Buzatti aludido es, naturalmente, El desierto de los tártaros, del que hay edición española en Barcelona, Orbis, 1988.

[22] Pombo. Biografía del célebre café y de otros cafés famosos. Buenos Aires: Editorial Juventud Argentina, 1960. p. 67.

[23] París, Editions du CCI, 1975.

[24] Ellas presentes en sus interesantes memorias del tiempo de la guerra: Ecríts du temps de la guerre (1916–1919). París: Grasset, 1965.

[25] Sobre el tema de la construcción orgullosa y desafiante, véase ahora mi capítulo «TT: las puertas del tiempo» en el volumen Fernández Alba, A. et alt.: 11 septiembre de 2001, Murcia: Colegio de Aparejadores (en prensa).

[26] Creo que mi libro –Blocao. Arquitecturas de la Era de la Violencia. Madrid, Biblioteca Nueva, 2001– salva momentáneamente al búnker del archivo de la banalidad en que parecía estar incluso, y atiende con urgencia indisimulada a resemantizar su aura, a reponer su condición de objeto enigmático.

[27] Sobre fotografía y guerra en su momento de aproximación genealógica en el siglo XIX, remito a Pardo Despierto, J.: La fotografía y lo militar, su filosofía y su ética, Espacio, Tiempo y Forma 3, 1990. pp. 307–332

[28] Cuyos avatares de edición pueden ahora rastrearse en Sánchez Durán, N. [ed.]: Jünguer, Guerra, técnica y fotografía, Valencia: Universitat, 2000.