CONTRA LA MUERTE. Notas sobre gordon matta-clark
Sebastián de la Fuente

  Donde se aborda la obra arquitectónica de un artista cuya intención no era la de construir edificios que perduraran en el tiempo, sino otra, menos edificante, que le llevaba a infligir heridas en los edificios muertos por medio de grandes tajos: una manera de desarmar a la muerte que ronda la casa, sugiere el autor, dibujando en sus desechos mediante cortes efímeros y afirmándola en su propia ruina.
 
“Para ningún destinatario ...”
 

Uno

Si es cierto lo que afirma Barthes, de que lo que se oculta tras toda fotografía, lo que se ampara indefectiblemente en la imagen fotográfica, es la muerte, ¿qué significaría esto a propósito de las fotografías de Gordon Matta–Clark? Más aún, ¿qué sería específicamente lo que muere en cada una de ellas?

No se trata aquí de identificar a Matta–Clark junto a todos esos “jóvenes fotógrafos que se agitan por el mundo consagrándose a la captura de la actualidad con la excusa de lo intensamente vivo” [1] , sino por el contrario, como aquel que nos advierte sobre lo que desaparece en el ambiente construido del mundo moderno.

La fotografía actúa como vestigio; evidencia la pérdida de algo al recordarnos que es sólo una representación, un indicio de lo que fue. Evidentemente la fotografía es importante porque vuelve a presentar (en tiempo diferido) lo que ya no está; el sello de registro de un instante que ya no es, perpetuando de forma muda, desnuda, llana y opaca el instante mortuorio, el momento petrificado del pasado en la memoria.

Lo que muere con la fotografía es el tiempo que se interrumpe, el tiempo del referente. A su vez, lo que desaparece de manera irreversible es el hecho mismo que, por medio de la acción fotográfica, se convierte en otra cosa, en algo nuevo, pero que sin embargo no puede ser sin su referente directo, lo que fue su presencia. De este modo, lo que deja de existir es la posibilidad de interpretación: en la consumación y en la certeza del esto ha sido reside, en última instancia, su impenetrabilidad. Lo que vibra en cualquier fotografía es su condición superficial que se resiste a su profundización analítica, a su transformación de sentido. Cuanto más nos acercamos para examinarla más nos alejamos de su sentido, pudiendo llegar sólo hasta la dureza de su materialidad, hasta la zona muda del grano reventado que no dice nada.

Ahora bien, si lo que oculta inevitablemente la fotografía es, en este caso, la propia muerte, cabe preguntarse entonces sobre el vínculo antropológico de esta con la nueva imagen. Según Barthes:

“Es necesario que, en una sociedad, la muerte esté en alguna parte; si ya no está (o está menos) en lo religioso, deberá estar en otra parte: quizás en esa imagen que produce la muerte al querer conservar la vida. Contemporánea del retroceso de los ritos, la fotografía correspondería quizás a la intrusión en nuestra sociedad moderna de una muerte asimbólica, al margen de la religión, al margen de lo ritual, como una especie de inmersión brusca en la muerte literal”. [2]

Dado que no podemos con ella, que no podemos penetrarla, lo que queda al final de toda fotografía es su deterioro físico, convertida en desecho de ella misma. En este sentido la fotografía se asemeja bastante a la idea de monumento negativo o no–numento. A diferencia del monumento convencional, que vincula –suavemente, como diría Dan Graham– el pasado con el presente, y este con el futuro, y que a través de su materialidad duradera refuerza su ideal de inmortalidad, el no–numento es profundamente pesimista. En un lapso de tiempo muy breve su destino es siempre el derribamiento. Más aún, el no–numento, en tanto gesto aparentemente inútil en comparación con cualquier otra forma simbólica más duradera, acepta su destino: desaparecer entre los anónimos escombros de la ciudad y ser recordado únicamente por medio del documento o del dispositivo fotográfico que registra aquello que alguna vez fue [3] .

A propósito de esto hay un trabajo (registrado), Walls Paper, realizado en 1972 y expuesto ese mismo año en la galería 112 Green Street de Nueva York. La obra consistía en una recopilación de fotografías tomadas por el autor durante años en el Lower Manhattan y en el South Bronx, “de los muros medianeros de edificios parcialmente derribados que dejaban ver los perfiles y las huellas y los trazos de su estructura interior” [4] impresas en offset sobre papel periódico. Las copias estaban conscientemente mal elaboradas y la instalación final incluía un apilamiento de copias compaginadas en el suelo, “como si fueran diarios” y una serie de tiras colgadas en uno de los muros de la galería, imitando la disposición del papel mural.

 

 
Walls Paper, 1972. Edificio fotografiado por GMC. Nueva York
 

Como es de suponer, este trabajo con fotografías se distanciaba de la claridad, de la asepsia de la factura y de la dignidad material propia de la estética formalista y depurada de la época. En general su aspecto era de un “deliberado amateurismo” y de una falta evidente de calidad técnica. Sin embargo, era justamente en eso donde radicaba la potencia del trabajo. Lo que actuaba en la propuesta de Matta–Clark era la pura efectividad material que duplicaba hasta el paroxismo su referente (los muros arruinados) con el resultado (las fotografías arruinadas mal impresas sobre diarios viejos). Lo que no había en esta instalación era, precisamente, aquella distancia o distinción clara entre fotografía y referencia.

De este modo, lo que soporta el significado de esa alegoría no es simplemente la película en sí o su copia defectuosa en offset, sino una imagen fotográfica cuyo carácter o naturaleza ya es en sí misma “otro término más de la fúnebre cadena asociativa a la que pertenece la ruina” [5] : tumba de un momento único, gracias a un dispositivo fotográfico; estela de cierto proceso interrumpido por el obturador, donde la imagen queda apenas como un certificado de presencia inerte “que petrifica irremediablemente el aspecto de esos muros, perpetuándolo, pero a la vez impidiendo que ese aspecto continúe transformándose como, (en cambio) sí sigue haciéndolo el proceso al que en un momento dado pertenecía” [6] De ahí, pues, la condición lapidaria de la obra de Gordon Matta–Clark: una fotografía que, por un lado, da cuenta sobre algo que se pierde (un acontecimiento, un edificio, algo, cualquier cosa que deja de ser) y que por otro, convierte paradójicamente el lugar de la galería o del museo moderno en el depositario de lo que por esencia no se puede conservar. Esto es: de las ruinas de lo instantáneo, de los auténticos “vestigios supervivientes de proyectos y de sueños perdidos”, de las mismas leyes de la obsolescencia y de lo perecedero.

Dos

Toda obra es un hacer problemático, conflictivo. Sin embargo, lo que en un momento dado sea o pueda ser la figura del autor no es el resultado, sin más, de su pura voluntad o de su inteligencia específica, sino una situación: es decir, el estado siempre transitorio en que coinciden diversas realidades (históricas, políticas o estéticas) complementarias, pero usualmente contradictorias entre sí. En este sentido, la noción de autor (a la que remite forzosamente la noción de obra) está constitutivamente referida al otro. En este caso particular, no tanto al espectador individual y atento, sino más bien, a los demás hombres, a la sociedad.

Ahora bien, para una mejor comprensión de las nociones de obra y de autor se nos hace imposible separar el sujeto de una obra de su acción, porque, necesariamente toda acción se inserta siempre en un circuito de relaciones que, de un modo u otro, la condicionan y la posibilitan. Toda obra es una hacer problemático inevitablemente tramado por el tiempo en que se inscribe: su propio tiempo.

A su vez, el objeto de toda acción es (cuando la obra es radical) el mundo que le toca vivir condicionado por su manera particular de sentirlo y de comprenderlo. El mundo, lejos de ser el polo opuesto del autor es, al contrario, genéticamente, el producto de la actividad humana, por tanto de él mismo.

El autor, por su parte, se encuentra ineludiblemente regido (reglado) por un sistema de categorías intelectuales y artísticas, “por una estimativa de valores y de modelos” [7] que son el producto de un momento determinado de la historia. En efecto, el mundo del autor, convulsionado por la certeza de la muerte, encuentra respuesta en el interior de la acción, e inversamente en el malestar de una realidad que se fragmenta, se destruye, se convierte y se adueña de las instituciones de la sociedad en el interior del sujeto.

Pero la presencia del otro no está ni puede estar reducida a ese otro más o menos palpable, que es el público posible de la obra, sino a la de aquel otro siempre más radical: el lenguaje. El autor que ejerce una obra o que actúa por medio de ella se encuentra no sólo en el seno de un momento común, histórico o generacional, como tampoco únicamente con una sintaxis dominante, sino, asimismo, con el hecho de que está (se percate o no de ello) moviéndose dentro de una creencia. Como dice Martín Cerda:

“Nadie haría una obra si al hacerlo no creyera estar haciendo algo dotado de cierto sentido. Puede variar, sin duda, lo que se ha creído hacer al crear una obra artística, pero, fatalmente, creencias transitorias encubren otra creencia mucho más radical: la creencia en el arte”. [8]

El último proyecto realizado por Gordon Matta–Clark antes de su muerte fue Circus–Caribbean Orange. En 1978 el Museum of Contemporary Art of Chicago invitó al artista para realizar algunos cortes. La obra debía intervenir tres casas adyacentes al edificio antes de su renovación e incorporación a la estructura existente del museo. Era la primera vez que un museo le encargaba explícitamente la realización de una obra en un edificio que, una vez finalizada la intervención, no sería derribado.

 

GMC. Circus-Caribbean Orange, 1978. Cibachrome 50,8 x 75,7 cm
Museum of Contemporary Art, Chicago
 


La primera propuesta consistía en la realización de una serie de túneles en forma de X en el interior de la estructura, formada por tubos rígidos y por cables de acero sujetos al muro perimetral del museo o extendidos hasta el suelo de la calle. Este proyecto (relacionado con Jacob´s Ladder,
trabajo realizado para la Documenta Kassel de 1977) fue abandonado y, en su lugar, propuso un complejo entramado de cortes circulares en el interior del antiguo edificio, dejando de lado cualquier alteración de la fachada y procurando no comprometer la estructura portante de la edificación. Dadas las exigencias de los organizadores, la intervención debía permitir la circulación de los visitantes por el interior de la obra.

Como se observa en uno de los bocetos realizados por el artista, la obra se estructuraba a partir de una diagonal dibujada sobre la sección lateral, partiendo desde el extremo superior de la construcción (techo) y terminan do en su opuesto inferior (subsuelo). A lo largo de ese eje se proyectaron tres esferas iguales tomando como diámetro el ancho del edificio. [9]

Circus–Caribbean Orange es la intervención de una práctica que se confiesa práctica. Es decir: “una práctica artística que se forja, paso a paso, en la vigilia crítica respecto de las instituciones culturales dominantes (la galería, el museo) así como de las reglamentaciones lingüísticas imperantes” [10] ; una práctica que es puro desarrollo y que no se detiene en el comentario, en el desplazamiento. A su vez, Circus–Caribbean Orange es un trabajo que se práctica en un momento especial en que la vida del autor se ve enterrada por la enfermedad de cáncer, perturbada por la proximidad de su propia muerte. Son estos aspectos los que, en verdad, hacen difícil sustraer de la lectura de esta obra la impronta biográfica que recae sobre ella, imponiendo, después de todo, el peso dramático de un destino singular.

Independientemente de sus intenciones operativas y mucho más allá de sus posibles alcances críticos, lo que en realidad es capital en esta obra es el hecho de que Matta–Clark “antepone el espesor de su cuerpo significante a los cauces convencionales de una disciplina o de cualquier retórica previsible” [11] , resistiendo, aplazando su desaparición. De hecho, será en esta obra donde la práctica gestual “oponga la conciencia de que intervenir un lugar es, necesariamente, construir una obra cuyo valor significante se juega en el desvío y en la transgresión” [12] tanto de los fueros institucionales como de los de su conducta personal como artista. Por tanto, me atrevería a decir que es esta confrontación, frente al artificio de toda estructura, frente a la ilusión de coherencia, transparencia y claridad de todo proceso (constructivo, artístico, intelectual) y frente a toda norma de conducta, lo que define y hace de este trabajo una obra capital.

Una clave para entender ese irreductible, eso que hace de este y de cada uno de los trabajos de Matta–Clark un acontecimiento funerario, es el hecho de que la relación de sus obras con la arquitectura no es, ni quiere ser, una relación constructiva. Lo que no hay es intención de perdurabilidad. Frente al hecho positivo de erigir, lo que sucede es la acción negativa de socavar, algo que, por cierto, la institución arquitectónica no está dispuesta a aceptar, ya que su pretensión es construir (la mayor de las veces) para la eternidad. En efecto, lo que interesa es la unicidad del instante de liberación gestual, delirante e infractor, que designa la relación temporal (histórica) que sostiene todo edificio con lo que se acaba, con lo finito, con lo que muere.

Cuando se miran las fotografías o los collages fotográficos de esta obra, aún es posible escuchar el estruendo de sus cortes. Como dice su amigo Richard Nonas:

“Gordon corta el mundo material incluso cuando escribe o se limita a hablar: desmenuza los párrafos; comienza una frase y acaba otra; su hablar interminable, sin aliento, gira sobre sí mismo; cada frase lucha con la anterior, extendiéndose, intentando siempre alcanzar más de lo que puede hallar.” [13]

Se trata en los cortes, obviamente, de una operación material y de un procedimiento que a su vez interviene las mismas fundaciones de la materia. Como escribe J–F Lyotard, la materia no nos plantea ninguna pregunta ni espera ninguna respuesta. Nos ignora. Sin embargo, el desborde energético del gesto seccionador, de la acción propiamente tal, pareciera constituir en sí mismo algo irreductible, algo inconsumible, “como si el mismo edificio comportara una reserva de inagotable energía”. En este sentido y, como señala Sergio Rojas a propósito de los empaquetamientos de Christo:

“Dada la peculiar relación entre el lugar pre–dado (el edificio) y el proyecto (la intervención), en que cada parte se ofrece como el cuerpo posible del otro, la indiferente anterioridad de la materia queda intervenida y existiendo a partir de un acontecimiento que la inscribe en un después humano, pero también reinscribe a lo humano en una temporalidad densa de materialidad (...) Es decir, lo humano (aquí) es algo que le ocurre a la materia.” [14]

En el caso de Matta–Clark lo humano adquiere una dimensión radicalmente más intensa. La extrema corporalidad de su práctica procede de un enfrentamiento en solitario con el cuerpo del edificio, un cuerpo a cuerpo humano y material que, mucho más allá de celebrar la imponencia y la visualidad del trabajo, lo que nos muestra es el intento siempre problemático y conflictivo del autor por transgredirse en el cadáver del edificio. Como dice Matta–Clark:

“Lo primero que se observa es que ha habido violencia. Luego la violencia se convierte en orden visual y esperanzador, para alcanzar una toma de conciencia intensificada. Vemos que la luz penetra en lugares en los que no lo haría de otra forma. Se pueden percibir ángulos y profundidades que de otro modo hubiesen quedado escondidos. Espacios que eran antes inaccesibles, están disponibles para poder moverse por ellos”. [15]

De hecho, ahí donde Christo es en extremo proyectual, Matta–Clark es profundamente gestual [16] . El cuerpo, en este caso, no puede ser reducido simplemente a ese lugar a revelar, como tampoco al orden del soporte en tanto significante. Por el contrario, de lo que se trata es de comprender el cuerpo como ese lugar donde la transgresión sobreviene, como ese lugar donde el conflicto y la contrariedad acontece. De ahí, por cierto, que su hacer sea todo él un puro y continuo movimiento, una inscripción literal, una pulsión convulsiva sobre la materia, todo lo contrario de una claridad o de cierta suavidad enunciativa. De ahí, asimismo, el efecto que produce de densidad, complejidad y desidia, y que en conjunto funcionan como signo. Así, lo que no hay es ensayo, la prueba que vaya ajustando los borradores, lo pasado en limpio que es propio de una obra acabada, refinada, cerrada por así decir; el sometimiento y control a un proyecto pre–determinado, la corrección.

 


Conical Intersect, 1975. Edificio intervenido por GMC. Rue Beaubourg, París.
   

Aun así, no se puede decir que Matta–Clark no tuviese ningún plan antes de comenzar cada intervención. Lo que sí había era “esbozos mínimos”, como él mismo los llamaba, pequeños bocetos, borradores, notas, esquemas, diagramas de proyectos más que proyectos propiamente dichos. Frente a la precariedad del diagrama, lo que se opone con mayor rotundidad es la contundencia del hacer, en cuya acción (y lo que interesa aquí en especial no es organizar una lectura de lo que se vio o del registro visual que quedó, sino, más bien, de su proceso de ejecución, de su lógica) se va desarrollando un pensamiento que no quiere (tal vez porque, consciente o inconscientemente, no puede) ser una pura especulación abstracta, rígida, intelectual. En última instancia lo que no quiere permitirse bajo ningún motivo es claudicar en su búsqueda de ese algo más, de incluir más, “no más de algo específico, sino simplemente más, como significado y justificación por derecho propio.” [17]

Matta–Clark destruye, demuele, interviene, corta, arruina, perfora, excava, fractura, agrieta, destripa porque sabe que la muerte le ronda. Por eso mismo, trabajar con desechos, con restos, con residuos, con edificios abandonados, con materias descompuestas, con fotografías mutiladas, con el recuerdo del hermano suicida, ¿no significaría, acaso, trabajar con los mismos materiales con que trabaja la muerte? ¿no significaría, acaso, reflexionar sobre las bases de la propia muerte, realizándola, aplazándola, comprometiéndola?. Matta–Clark sabe que en la fragilidad del espacio intervenido, en la inestabilidad de las estructuras abandonadas, en el vértigo temporal que significa enfrentarse a una ruina y en el peligro vital que conlleva cada una de sus acciones, expone metafóricamente su propia precariedad, su condición de hombre enfermo, su debilitamiento. De ahí que cada acción suya esté sujeta a una deliberada concepción de lo transitorio, de la obra efímera, del fin. Matta–Clark destruye, socava, secciona y escinde las estructuras y el espacio mismo de la arquitectura, en definitiva, para quitarle tiempo al tiempo, para ganarle terreno a su propia muerte.

No obstante, volvamos al epígrafe interrumpido:

“PARA NINGÚN DESTINATARIO / sin la esperanza ni el propósito de influir sobre el curso de las cosas / el (trabajo con el edificio) es un rito en solitario / relacionado en lo esencial con la muerte.” [18]

Tres

Gordon Roberto Matta Clark nace el 22 de junio de 1943 en Nueva York pocos minutos después que su hermano gemelo John Sebastian. Unos meses después del nacimiento de los gemelos, Anne Clark, su madre y su padre, el pintor chileno Roberto Matta Echaurren se divorcian. Entre los años 1944 y 1948 vive con su madre y su hermano en Santiago de Chile, Nueva York y París. En 1950 Anne Clark se casa con el intelectual liberal de izquierdas Hollis Alpert. Su infancia transcurre entre Europa y EEUU en medio de un ambiente artístico e intelectual privilegiado. Por medio de su padre contacta con la élite artística artística francesa del momento (Duchamp, Breton, Max Ernst). En el año 1963 interrumpe su formación como arquitecto en la Universidad de Cornell, Ithaca, para estudiar Literatura un año en la Universidad de La Sorbonne. En 1968 obtiene el título de Bachelor of Arts en Arquitectura y al año siguiente contacta con los artistas Dennis Oppenheim, Robert Smithson y Christo, en la exposición Earth Art organizada por la misma Universidad. Pocos años después, en 1971 abre con otros artistas el Restaurant Food en pleno Soho, que a partir de entonces se convertirá en punto de encuentro obligado para muchos artistas. Ese mismo año adopta el apellido de su madre para mantener una identidad separada de su padre. Entre los años 1970 y 1978 realiza en tiempo récord uno de los corpus de obras más complejos del arte del último tercio del siglo XX, en lugares tan distintos como Santiago de Chile, Nueva York, Génova, Amberes y París. En 1972 se le detecta la enfermedad de Addison, producto de una tuberculosis mal tratada cuando niño. En el año 1976, Batan, su hermano gemelo, muere cayendo desde la ventana de su departamento, respondiendo a esta muerte un año más tarde en París con uno de sus trabajos más íntimos: Descending Steps for Batan. En febrero de 1978 realiza su última obra acabada Circus–Caribbean Orange. El día 27 de agosto del mismo año muere a los 35 años víctima de un cáncer.

Barcelona, agosto de 2002



[1] BARTHES, Roland: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona: Paidós, 1989. p. 160.

[2] Ibidem, pp. 160–161.

[3] GRAHAM, Dan: «Gordon Matta–Clark» en Gordon Matta–Clark, Valencia: IVAM Centre Julio González, 1992. p. 214. Catálogo de la exposición comisariada por Corinne Diserens y coordinada por Nuria Enguita.

[4] JIMÉNEZ, Carlos: «La fotografía de Matta–Clark o las exposiciones de lo muerto», en ¿Construir... o deconstruir?. Textos sobre Gordon Matta–Clark [Darío Corbeira editor], Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 2000. p. 139.

[5] Ibidem, p. 140.

6 Ibidem, p. 141.

[7] CERDA, Martín: «La obra, el autor y el otro I–II–III», en Ideas sobre el ensayo, Santiago de Chile: Ediciones DIBAM, 1993. p. 200.

[8] Ibidem, pp. 206.

[9] El título Circus–Caribbean Orange se refiere tanto al corte de una naranja en espiral como a los anillos de un circo. “En lugar de cortar una naranja de la manera más habitual, se la ha cortado tal como los caribes cortan las naranjas. (Por su parte) todo el mundo sabe que los circos se van hacia el sur en invierno. Por lo tanto, es un circo de invierno –porque construye un escenario para la gente, un escenario completo–. A mi propia manera disléxica. Circus significa el círculo a través del cual operas. Significa un círculo en el que circular, un lugar para la actividad, un círculo para la acción”. véase IVAM, 1992. p. 321.

[10] PÉREZ VILLALOBOS, Carlos: «El ángel de la memoria», en Revista de Crítica Cultural nº 15, Santiago de Chile, 1997. p. 66.

[11] Ibidem p. 66.

[12] Ibidem p. 66.

[13] AMSTRONG, Richard: «El ahora de Gordon» [entrevista a Richard Nonas], véase IVAM, 1992. p. 338.

[14] ROJAS, Sergio: «Christo: la intervención poética de lo pre–dado», en Revista de Crítica Cultural nº 18, Santiago de Chile, 1999. p. 44.

[15] Entrevista a Gordon Matta–Clark en DISERENS, Corinne [dir.]: Colisiones, San Sebastián: Arteleku, 1995. p. 37.

[16] “No es sólo lo grande del proyecto lo que fascina y seduce de Christo, sino ante todo su rigor. La obra en situación refiere su rigor a la meticulosidad del proceso que lo conduce hacia ella. Es decir, seduce aquella referencia indispensable de la obra en el lugar a la impecable e implacable administración del artista que lo ha tenido todo “bajo control” de antemano. De ahí, entonces, que la obra de Christo debamos entenderla dentro de la modalidad de lo posible –como el mismo dice– en cuanto proyecto. Se trata, por tanto, de lo posible como idea, como configuración ante todo humana, como un cuerpo imaginado.” Contenido en nota 14. p. 45.

[17] NONAS, Richard, op.cit., p. 338.

[18] Adaptación del poema «Para ningún destinatario» de LIHN, Enrique: Porque Escribí, Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica, 1995. p. 229.