EL MITO DEL RENACIMIENTO EN NIETZSCHE
Fernando Castro
  Donde se expone la idea de Renacimiento en el pensador alemán y, a su través, se analiza la profunda imbricación entre sus posiciones estéticas y éticas poniéndolas en relación con las de otros autores de su época, aquella que abrió un siglo plagado de peligros.
 
 

 “La veneración por el Renacimiento de Burckhardt y Nietzsche produce la impresión de la conducta de jinetes propietarios de su caballo que no se han atrevido a dar el salto decisivo, ni siquiera en la teoría”

Ernst Jünger: El Autor y la escritura

Cuando Nietzsche fue nombrado catedrático de lenguas clásicas por la Universidad de Basilea sólo tenía 24 años y era una de las grandes esperanzas de la filología alemana. Dicha universidad, que estaba regida por un consejo cívico, contaba entonces con poco más de 100 alumnos entre todas sus facultades. En ella descollaba un profesor: Jacob Burckhardt, autor de dos libros magistrales sobre el Renacimiento italiano: La cultura del Renacimiento (1860) y El Cicerone (1855); por los que habíase granjeado entre la juventud europea un prestigio similar al que gozó Winckelmann en el siglo anterior. Nietzsche se percató enseguida de la talla intelectual de Burckhardt. “Hay que levantarse y acostarse leyendo El Cicerone de Burckhardt ­le decía Nietzsche a su amigo Gersdorff en una carta­. Pocos libros hay que aviven tanto la imaginación y que mejor preparen para penetrar las concepciones artísticas”.

Igual que Goethe forjó su idea de la superioridad del arte clásico con la lectura de Winckelmann, cuyos libros le acompañaron en las inolvidables jornadas de su viaje a Italia, Nietzsche lo hizo leyendo a Burckhardt, y bajo el hechizo de sus clases magistrales en la universidad de Basilea.

Desde el principio la simpatía entre ambos fue mutua. Aunque el aprecio de Burckhardt hacia el joven Nietzsche se fue atenuando, sobre todo a raíz de la ruptura violenta de este con Wagner y de su deriva hacia la prosa poética o ditirámbica, cuya culminación, como sabemos, es el Zaratustra, libro en el que puso esperanzas tan desmedidas que incluso a sus lectores más fervientes les cuesta compartir.

Por su parte, Nietzsche siempre proclamó una admiración absoluta por Burckhardt, no llegando a sospechar el efecto negativo que sus últimos libros ejercieron sobre este. Las primeras cartas que le dirige tras el fulminante ataque de locura lo llama “su mayor máximo maestro”. Abrumado por la vehemencia del afecto que le dispensaba su discípulo y amigo, Burckhardt se percató de que tenía que limitar el alcance de su influencia sobre él: “Mi pobre cabeza nunca ha sido poderosa, como la de usted, para reflexionar sobre las razones últimas, los propósitos y los fines deseables de la ciencia histórica”. Y añadía: “solo he deseado que cada uno de mis oyentes sintiese y supiese que puede por sí mismo buscar y asir lo que a su personalidad conviene, y que hay un deleite en hacerlo. Nada me importa que por esto se me acuse, como es muy probable, de amateurismo”. Y en otra carta manifiesta irónicamente su esperanza de que al menos una multitud expectante se reúna en los valles para contemplar al solitario caminante de los riscos.

Thomas Mann, en su lúcido ensayo sobre Nietzsche, que data de 1947, se percata de la ambivalencia de los sentimientos que el joven filósofo sentía por el magister de la historia y de la vida. Las reservas de este hacia aquél debieron de manifestarse desde el principio de su amistad, si bien de un modo velado:

 

 “Pero Jacob Burkhardt ­asevera Tomas Mann­ hacia el cual Nietzsche alzaba sus ojos como hacia un padre, no era un filisteo; y, sin embargo se dio cuenta muy pronto de la inclinación, incluso de la voluntad de extraviarse y de entregarse a desvíos mortales que había en la orientación espiritual de su joven amigo, y se separó prudentemente de él, lo dejó caer, con una cierta indiferencia, que era una autodefensa parecida a la empleada por Goethe...” [1]

 

Cuánto hay del propio Thomas Mann en este juicio de intenciones sobre Burckhardt, mezcla de ironía y desdén: “... lo dejó caer”. ¿Adónde? ¿Al abismo que el altivo burgués hanseático vislumbraba en el lema de una “vida peligrosa”? ¿Podía haberlo detenido en su caída? La vida de Nietzsche, tras su abandono de la cátedra de Basilea, sería ­según Thomas Mann­ un descenso al abismo. Pero no quisiera anticipar un tema que al final de este artículo abordaré con mayor extensión, y que versa sobre la influencia de Nietzsche, a través de su mitificación de la figura del condottiere renacentista, en las obras de juventud de Thomas Mann.

Aún a sabiendas de que su antipositivismo le exponía a la temida acusación de no ser más que un amateur de la ciencia histórica, Jacob Burckhardt denunció la esterilidad de la erudición filológica que invadía entonces la investigación histórica en el ámbito de la universidad alemana. Tal actitud intempestiva, que confería a su magisterio un valor de absoluta independencia intelectual, sedujo al joven Nietzsche, quien ya había tenido ocasión de defender la situación marginal de Schopenhauer con respecto a la filosofía universitaria alemana, a cuyos santones, siendo aún profesor de la universidad de Basilea, también él desafió al publicar El origen de la tragedia.

Por otra parte, la atracción intelectual que desde un principio Jacob Burckhardt ejerció sobre Nietzsche se fundaba en una aversión compartida hacia la orientación finalista de la filosofía de la historia de Hegel, que concibe el devenir de la civilización como un progreso imparable del Espíritu, del que la idea del Estado moderno, representado por Prusia, sería su máxima e incuestionable encarnación [2] . Dicha tesis histórico­política repugnaba a Nietzsche tanto o más que a Burckhardt [3] , el ciudadano de la liberal y pacífica Basilea.

Sabemos que Jacob Burckhardt era un gran conferenciante ­casi todos sus libros son el resultado de cursos universitarios, reelaborados por él mismo o por sus discípulos­. Cuando Nietzsche entró por primera vez en una clase de Burckhardt, quien le doblaba la edad, quedó verdaderamente fascinado por él. En una carta dirigida a un amigo suyo, le comunica este entusiasmo:

 

 “Ayer tarde experimenté un goce del que hubiera querido hacerte partícipe a ti muy especialmente. Jacob Burckhardt pronunció una conferencia sobre ‘los grandes hombres de la historia’, totalmente sobre la base de nuestras ideas y sentimientos. Este hombre ya de alguna edad y extraordinariamente singular tiende, si no a falsificaciones, sí a silenciamientos de la verdad, pero paseando y en confianza llama a Schopenhauer ‘nuestro filósofo’. Asisto a una clase suya de una hora por semana sobre el estudio de la historia, y creo ser el único de sus sesenta alumnos que comprende el profundo curso de su pensamiento, con todas sus extrañas refracciones y revueltas en que la cosa roza lo problemático. Por primera vez siento placer en oír una clase; pero es que esta es también de una especie que yo mismo, si fuera de más edad, podría darla así. En su clase hoy ha examinado la filosofía de la historia de Hegel de una manera digna en absoluto del centenario.” [4]

 

Según contaba uno de sus alumnos, cuando se refería a alguna de las grandes obras de arte del Renacimiento italiano, como la Capilla Sixtina, los frescos de Rafael, etc., a menudo se emocionaba tanto que tenía que callar para contener las lágrimas, y durante esos silencios sólo se oía el rumor del Rihn [5] . El amor al arte era un poderoso vínculo que los unía. A este respecto, la hermana de Nietzsche nos cuenta la profunda conmoción que sufrieron ambos amigos al propagarse en Basilea la noticia del incendio de París durante los trágicos acontecimientos de la Comuna, conmoción agravada en ellos porque también corrió el bulo de que las llamas habían destruido el museo del Louvre.

Nietzsche asistió a dos importantes cursos universitarios dictados por Jacob Burckhardt en Basilea: el primero, en el semestre de invierno del curso académico 1870/71, que versaba sobre teoría de la historia, publicado póstumamente bajo el título de Consideraciones sobre la historia universal; y el segundo, en el semestre de verano del año 1876, sobre “Historia de la cultura griega”, que tras la muerte del autor también fue publicado con el mismo título. Las notas de clase que Nietzsche tomó en este último curso debieron influir en la revolucionaria visión de la cultura helénica que propuso en el primero de sus grandes libros: El origen de la tragedia.

En 1870, mientras Burckhardt desgranaba sus razonamientos sobre el papel que juegan los grandes conductores de masas en los cambios históricos, las tropas prusianas invadían Francia y avanzaban sobre París. Desde la pequeña y civilizada Basilea, Jacob Burckhardt denunciaba las consecuencias nefastas del imperialismo prusiano. Como ya se ha dicho, Nietzsche no sólo compartía estas ideas formuladas insistentemente por Burckhardt en sus clases, sino que, llevado por el desprecio hacia el militarismo expansionista alemán, llegó a profetizar las desgracias que caerían sobre su pueblo si sus gobernantes (siempre escribió irónicamente la palabra “Reich” entre comillas) no renunciaban a su peligrosa fascinación por la guerra. Algo que a menudo olvidan quienes, esgrimiendo únicamente las consecuencias de su teoría del superhombre, pretenden convertirlo en el responsable filosófico de las funestas locuras bélicas que marcaron el destino de Alemania en el siglo XX, cuyo catastrófico final fue prefigurado en el campo intelectual y artístico por la alianza del mito heroico y el ideal de una vida estética.

Pero la cuestión que nos importa dilucidar es si la concepción histórica de Burckhardt y su exaltación del Renacimiento italiano ejerció alguna influencia en la teoría del superhombre de Nietzsche, que constituye el vértice de su antropología filosófica.

Todo parece indicar que la filosofía de la historia de Burckhardt, que le asignaba una importancia crucial a los grandes hombres como impulsores de los cambios históricos, debió influir en el pensamiento del joven Nietzsche. Las primeras alusiones al valor del individualismo en la cultura del Renacimiento por las que Nietzsche se interesó no fueron artísticas sino políticas. Me refiero a las figuras de Maquiavelo y César Borgia, cuyos retratos aparecen nítidamente dibujados en el gran fresco de la cultura italiana del Renacimiento que tan vívidamente Burckhardt diseñó en sus conferencias y libros. Así pues, en la obra de Nietzsche los comentarios elogiosos al pensamiento político de Maquiavelo precedieron a las citas de la figura militar de César Borgia. Antes de 1884, el nombre de este no aparece ni una vez en sus escritos, pero sí el de Maquiavelo. Curiosamente, tanto Maquiavelo como después Burckhardt vieron en el destino político de César Borgia y en sus osadas campañas bélicas la única posibilidad, truncada por los avatares históricos, de derrocar el poder que los papas ejercían sobre el suelo de Italia. Este sanguinario condottiere era el único que podía cumplir la tarea de acabar con la división de la península italiana en multitud de pequeños, y por eso manipulables, reinos y repúblicas, “sacando el hierro de la herida”, para poner fin así al poder omnímodo del papado, haciéndose coronar él mismo como Papa e imponiendo por la fuerza de las armas la unidad de Italia. Esto le parecía a Nietzsche una posibilidad sublime, cuya dimensión estética reflejada como “voluntad de poder” le impedía distinguir, al modo de Maquiavelo, entre fines y medios. Pero a Burckhardt, por mucho que los fines le pareciesen justos y necesarios, los medios le parecían abominables, diabólicos. Todo esto, decía, “pertenece a la esfera de lo irracional”. Este matiz, sin embargo, no se daba en Nietzsche, en quien sí encontramos apasionadas justificaciones de la violencia por la estética, como las que formuló sobre la figura de César Borgia, en el aforismo 197 de su libro Mas allá del bien y del mal

 

 “Se malentiende de un modo radical al animal de presa y al hombre de presa (por ejemplo, Cesare Borgia), se malentiende la ‘naturaleza’mientras se continúe buscando algo ‘enfermizo’ en el fondo de esos monstruos y plantas tropicales, los más sanos de todos, o incluso un ‘infierno’ congénito en ellos. Parece que en los moralistas hay odio a la selva virgen y a los trópicos...

¿Por qué? ¿A favor de las zonas templadas? ¿A favor de los hombres templados? ¿De los morales? ¿De los mediocres?”

Y en un fragmento póstumo de la primavera de 1884, escribe lo siguiente: “¡Incomprensión del animal de presa: lleno de salud, como Cesare Borgia! Las cualidades de los perros de caza”

En cambio, Burckhardt juzga las atrocidades cometidas por el hijo del Papa como tales atrocidades, por más que el tratamiento literario que de ellas hace pueda inducir a la sospecha de que también se sentía atraído por la conducta de aquel criminal, aunque sólo fuera por no poder disociarla de su condición de mecenas y amante de las artes.

El paradigma de tales conductas estéticas pudo hallarlo Nietzsche, más que en los libros de Burckhardt, en los del conde Gobineau, cuya obra El Renacimiento fue publicada en 1877. Como es sabido, la fama de este autor estaba asociada en Europa a la difusión de las ideas racistas que había expuesto en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas(1853).

Es interesante saber que Gobineau conoció en 1876 a Wagner, quien descubrió en las tesis racistas de aquél la confirmación de su propia ideología, estableciéndose a partir de entonces una estrecha amistad entre ambos, que se reafirmó al encontrarse de nuevo en Venecia, en 1882. Tal amistad duró hasta la muerte de Gobineau, acaecida en Turín en 1882; ciudad donde, como se sabe, se produjo el hundimiento de Nietzsche en el pozo de la locura, del que no salió hasta su muerte.

En su obra El Renacimiento. Escenas históricas, Gobineau narra una conversación imaginaria entre el Papa Alejandro VI y su hija Lucrecia Borgia, cuyo marido Alfonso acababa de ser asesinado por su hermano César: “No, hija mía, él no es un monstruo. Es una naturaleza dominante que no tiene miramiento alguno cuando se trata de conseguir en dura lucha los laureles del vencedor (...) Deja a los espíritus pequeños, a los del rebaño, ser débiles y consumirse en cavilaciones”. Y pone en boca de Maquiavelo las siguientes palabras para definir a César Borgia: “¡Qué ser más extrañamente horrible!... Listo y astuto como la serpiente, infiel como el gato, orgulloso como el águila. ¡No me extrañaría que el espíritu enajenado de César Borgia nos trajera un día la salvación! ¡La salvación de la maldición por crímenes incontables, y la liberación de la ciénaga de sangre e ignominia en la que nos ha sumido la funesta bondad de Girolamo”. [6]

La visión que Nietzsche se forja del Renacimiento, a partir de la lectura de Burckhardt y de Gobineau, no es estética ­si por tal se entiende lo que en el arte pertenece exclusivamente a la jurisdicción de los sentidos y cuya única finalidad es la de producir sensaciones placenteras­, sino ética ­entendiendo por tal el sometimiento de la vida entera a un principio ascético que tiende a la autorrealización por el esfuerzo, algo que él mismo puso en práctica en su propia vida­. A Nietzsche no le interesaba la obra sino el hombre; no la Sixtina, sino Miguel Ángel. Lo que distingue a los grandes hombres del Renacimiento ­pensaba Nietzsche­ es su espíritu de superación forjado por la ambición de “imitar” los modelos excelsos de la antigüedad clásica. Tal idea de perfección sólo fue realizada por aquellos artistas que, haciendo del autosacrificio el eje de sus vidas, avanzaron más allá de sí mismos, esto es, de su naturaleza. De tal manera que el ideal estético del Renacimiento se fundiría con un ideal ascético. O dicho de otro modo: la condición de la belleza es el esfuerzo, la disciplina, el rigor; algo que el eudemonismo burgués del siglo XIX trataba de negar obstinadamente.

 

“La Antigüedad obró como un constreñimiento pleno de encanto sobre la fuerza pletórica de los hombres del Renacimiento. Estos se sometían al estilo, paladeaban la superación de no desenvolverse naturalmente; he aquí la manera de proceder de los hombres fuertes que son altivos y autocráticos para consigo mismos. ¡No se la debe confundir con la manera de ser pusilánime y sumisa de los medrosos eruditos!”. [7]

 

La erudición histórica y el eudemonismo estético. He aquí las dos causas de la visión enturbiada del Renacimiento italiano que la mentalidad burguesa del siglo XIX profesaba, y a las que Nietzsche, siguiendo la estela marcada por Burckhardt, se enfrentó en sus escritos. Por otra parte, las ideas de esfuerzo y autosacrificio que ­según Nietzsche­ hicieron posibles las grandes obras de arte del Renacimiento italiano, no negaban una experiencia de la plenitud de la vida, con sus placeres y sufrimientos, sus alegrías y tristezas; de tal modo que, según él, la asunción del esfuerzo autoformativo era conciliable con el culto a la vida. De haber sido aquellos artistas unos simples hedonistas no habrían podido realizar nada verdaderamente valioso.

De las tres grandes cumbres del Renacimiento artístico italiano: Rafael, Miguel Ángel y Leonardo, el primero en despertar su admiración fue Rafael.

 

“El arte ¿es consecuencia de descontento con la realidad? ¿o expresión de agradecimiento por la felicidad disfrutada? En el primer caso, es romanticismo; en el segundo glorificación y ditirambo (en suma, arte apoteósico). A esta última modalidad pertenece también Rafael, abstracción hecha de su falsía de exaltar la apariencia de interpretación cristiana del mundo; estaba agradecido por los aspectos de la existencia en que esta se presentaba no específicamente cristiana”. [8]

 

Al principio Nietzsche se obstinó en presentarnos un Rafael pagano, que sólo accidentalmente reflejó en su obra el ideal cristiano de vida. Así también fue caracterizado este artista por Burckhardt en El Cicerone, como alguien que “vio formarse todo lo más perfecto, e inmediatamente después empieza la decadencia, hasta entre los más grandes que le sobrevivieron. Todo ese ‘más perfecto’ ha sido creado para consuelo y admiración de todos los tiempos, y su nombre es Inmortalidad”. [9]

Por el contrario, Schopenhauer sólo destacó en la obra de Rafael el contenido cristiano de sus temas, en cuya pintura sacra, así como en la del Correggio, cifraba la suprema realización del “verdadero genio del Cristianismo”. La pintura religiosa de ambos artistas refleja, por ende, “la resignación absoluta, que es el espíritu tanto del cristianismo como del brahmanismo y que entraña la renuncia de todo deseo, la supresión de todo acto volitivo, y como consecuencia el aniquilamiento de la esencia del mundo entero y como fin último la salvación”. [10]

Aunque probablemente Nietzsche conocía bien esta definición de Rafael como pintor cristiano, pues quien la propuso fue Schopenhauer, que guió sus primeros pasos en el campo de la filosofía, prefirió acogerse a la interpretación de Burckhardt que veía en la pintura de aquel el paradigma de un paganismo inocente y puro, como también lo vio Goethe.

Sin embargo, sorprende que entre todos los cuadros de Rafael, donde, como se sabe, no faltan los de tema mitológico, Nietzsche se fijara solamente en uno cuyo contenido es religioso: la Transfiguración. Lo que Nietzsche destaca en este cuadro, que representa un dogma del cristianismo, es la jerarquización de los seres humanos en relación con el foco de luz que emite la figura de Cristo transfigurado:

 

 Transfiguración. ­Los dolientes que se debaten en el desconcierto, los que sueñan sueños confusos y los inefablemente extasiados; he aquí los tres grados en que Rafael divide a los hombres. Ahora ya no encaramos el mundo de este modo; y tampoco Rafael tendría ya derecho a hacerlo; vería una transfiguración nueva”. [11]

 

¿Qué transfiguración vería el artista del futuro? Nietzsche señala la imposibilidad de que en la Edad Moderna la religión cristiana, o cualquier otra, jerarquice a los hombres en esos tres grupos magnéticamente ligados a un misterio de la fe. Parece que Nietzsche intuyó que ese cuadro representaba el fin de una época. Pero, si tras la muerte de Dios la fe cristiana ya no puede cumplir la misión de magnetizar las voluntades, y puesto que no hay transfiguración sin fe, ¿qué sentido tiene, en una época descreída, la estratificación de la humanidad según su grado de relación con un misterio de la fe convertido en dogma? Esta es la pregunta pertinente que Nietzsche formula al contemplar el citado cuadro de Rafael.

Hegel también se interesó por esta obra de Rafael. Pero su interpretación sólo aspiraba a demostrar que el deslinde de planos en dos escenas incomunicadas, encuentra su justificación en el texto sagrado que ilustra. Al contrario de Nietzsche, Hegel no se interroga sobre el porvenir de semejante división jerárquica de la humanidad, es decir: no cuestiona el principio de orden al que la misma obedece.

Años después, Nietzsche volvió a reflexionar sobre la Transfiguración de Rafael, pero no para glosar su significado sino para denigrar a su autor, de quien dice que “a la postre también su Cristo transfigurado es un alborotado y extático frailecillo al que no osa mostrar desnudo. Goethe sale bien parado” [12] . Citando al autor del Fausto, Nietzsche proclamaba la superioridad del ideal pagano e ilustrado que este representa sobre el ideal cristiano, del que la pintura de Rafael sería su más cabal y odiosa expresión [13] .

Por su parte, Jacob Burckhardt elogia en el Cicerone la audacia de Rafael (“que no sería aconsejable a cualquiera”) de representar simultáneamente las dos escenas: la Transfiguración de Cristo en el Monte Tabor y la muchedumbre de fieles que en la parte baja del cuadro asiste al milagro sin comprender nada. Y termina así su descripción: “A quien no le baste este Cristo, que trate de comprender antes qué es lo que le falta, y qué es lo que puede exigirse del arte” [14] . Así pues, al ridiculizar la figura de Cristo como “frailecillo” parece que Nietzsche quisiera responder al desafío lanzado por Burckhardt. Lo que puede exigirse al arte ­replica Nietzsche­ es que renuncie a ser la apología en imágenes de los dogmas del Cristianismo.

A propósito de las últimas obras de Rafael, también Nietzsche propuso un modelo de explicación de su proceso creativo, que, a la luz de las modernas teorías psicológicas del arte, cobra una importancia singular, por cuanto sirve también para interpretar la naturaleza de la génesis del acto creativo en algunos artistas modernos considerados geniales:

 

 “Aprender.­ Miguel Ángel tenía entendido que Rafael encarnaba el estudio y él mismo la naturaleza: allí el aprendizaje y aquí el talento. Sin embargo hay aquí una pedantería, dicho sea con todo el respeto debido al gran pedante. ¿Qué es el talento sino un término que designa un proceso más antiguo de aprendizaje, experiencia, ejercicio, apropiación y asimilación que se operó en la etapa de los padres o hasta en otra anterior? Y, por otra parte, el que aprende es que se dota a sí mismo de talento, sólo que aprender no es cosa fácil, y no es exclusivamente cuestión de buena voluntad, sino que hay que saber aprender. En el artista se opone a esto con frecuencia la envidia o ese orgullo que ante lo extraño al punto se eriza e involuntariamente se coloca en estado de defensa, no en el de quien aprende. Rafael, como Goethe, desconoció tanto esa envidia como ese orgullo; de ahí que hayan excelado en aprender, no se hayan limitado a explotar esas vetas que las formaciones y antecedentes de sus antepasados habían elaborado. Rafael desaparece ante nosotros aprendiendo, en plena apropiación de lo que su rival designara como su propia ‘naturaleza’: día a día se llevaba un pedazo de ella aquel nobilísimo ladrón; mas murió antes que llegara a apropiarse al entero de Miguel Ángel, y la postrera serie de obras suyas, como comienzo de un nuevo plan de estudios, es menos perfecta, menos cabalmente buena, porque el gran maestro del aprendizaje fue interrumpido por la muerte en su ejercicio más difícil y se llevó a la tumba la meta última, justificadora, en la que estaba fija su mirada”. [15]

 

Aquí Nietzsche adopta una postura claramente antirromántica. Los románticos entendían el acto creativo como un don de la naturaleza. Con ellos empieza verdaderamente el descrédito del aprendizaje y la mitificación naturalista del origen divino de la creatividad. En el fondo, naturaleza y aprendizaje son lo mismo ­viene a decir Nietzsche­; porque sólo aprende quien puede. Rafael sería el genio del aprendizaje en un sentido que podríamos llamar plenamente moderno. La referencia a la capacidad del artista genial para usurpar, mimetizar y apropiarse de los logros de otro artista igualmente genial es una forma de voluntad de dominio que las vanguardias consagrarán, por ejemplo, en la obra de Picasso, convertido en el genio supremo del latrocinio artístico. Picasso, como Rafael, puso todo su talento, es decir, toda su naturaleza, en aprender, apropiándose sin escrúpulos de lo que estéticamente podía interesarle para la consecución de sus fines artísticos. Pero también en este fragmento, Nietzsche lanza una hipótesis realmente sugestiva sobre la genialidad de Rafael. Es cierto, como ya señalaba Vasari, que las últimas obras de este son inferiores porque, al copiar insensatamente la maniera de su rival, Miguel Ángel, no tuvo en cuenta que su naturaleza “dulce”, “suave”, le incapacitaba de todo punto para alcanzar los mismos logros que en Miguel Ángel ­dotado como estaba de un temperamento fogoso­ eran naturales. Pues bien, Nietzsche rebate el veredicto concluyente de Vasari, y aun cuando reconoce que las obras “miguelangelescas” de Rafael son inferiores, lo atribuye al hecho de que la muerte impidió al artista culminar su tarea de aprendizaje, como el ladrón que es sorprendido por la policía en mitad de su trabajo de expoliación. Así pues, no son inferiores estas obras debido a que Rafael se trazara una meta inalcanzable para él, sino porque se quedó a medio camino. De haber tenido tiempo, según Nietzsche, nadie hubiera podido esgrimir el argumento naturalista ­”falló” porque su naturaleza actuaba como un freno­ para explicar la debilidad de las obras últimas de Rafael realizadas a la manera de Miguel Ángel. Aunque dicha argumentación sea meramente conjetural, no hay que negarle el valor de ser una inteligente impugnación de la teoría romántica del arte, que de una forma simplista, cifra exclusivamente en el talento natural el origen del genio creador. También la naturaleza se manifiesta en el proceso de aprendizaje.

A este propósito me gustaría citar otro fragmento del Cicerone de Burckhardt que ayuda a entender lo que Nietzsche quería decir acerca del proceso de aprendizaje sistemático de Rafael. Refiriéndose a quienes criticaban la asimilación forzada de su estilo final al de Miguel Ángel, del que la Transfiguración es un buen ejemplo, Burckhardt aseveraba que “la poco común fuerza del color, unida a la casi veneciana fantasía, por lo menos en el grupo superior, muestra que Rafael trató de imponer hasta el último momento de su vida nuevos medios de representación. Como artista de conciencia no podía hacer otra cosa. El que se le reproche y hable de ‘decadencia’, no conoce su más profunda esencia. El espectáculo, eternamente grande, de cómo Rafael se va formando consecuentemente como artista tiene en sí más valor del que tendría la cristalización en un peldaño determinado de lo ideal, por ejemplo en el principio de representación de La Disputa. Y esta cristalización no deja de tener su sentido; el ‘manierismo’ ya espera a la puerta” [16] .

En la Inocencia del devenir fija Nietzsche una nueva jerarquía de artistas del Renacimiento italiano, según su grado de compromiso con la cultura europea cristiana. En esta jerarquía, Miguel Ángel estaría por encima de Rafael, y sobre ambos se situaría Leonardo, a quien le atribuye el mérito, para él inestimable, de haber alcanzado una perspectiva “supracristiana” y “supraeuropea”, la misma que el propio Nietzsche aspiraba a lograr en sus polémicos escritos:

 

 “Yo celebro a Miguel Ángel más que a Rafael, porque a través de todos los velos y prejuicios cristianos de su época, percibió el ideal de una cultura más aristocrática que la cristiano­rafaelita; en tanto que Rafael se limitó con fidelidad y modestia a exaltar las valoraciones dadas a él y no llevó dentro de sí instintos indagadores y anhelosos. En cambio Miguel Ángel percibió y sintió el problema de legislar nuevos valores; como así también el problema de alguien victoriosamente consumado que primero ha necesitado vencer también ‘al héroe en sí mismo’, al hombre elevado a suprema altura que se ha elevado incluso por encima de su compasión y destruye y aniquila sin piedad lo que no corresponde y pertenece a él, refulgente y nimbado de no empañada divinidad. Como es natural, Miguel Ángel sólo por momentos estuvo tan alto y tan fuera de su tiempo y de la Europa cristiana; en general adoptó una actitud condescendiente hacia el eterno femenino del cristianismo; es más, parece que al final se quebró precisamente ante este y desertó del ideal de sus primeros momentos más altos ¡Es que era un ideal al que solamente el hombre de máxima y suprema plenitud puede responder, pero no un hombre llegado a la senectud! En rigor debía él destruir el cristianismo desde su ideal. Pero para esto no tenía suficiente estatura de pensador y filósofo. Leonardo da Vinci fue acaso entre aquellos artistas, el único de horizontes verdaderamente supracristianos. Conocía ‘el Oriente’, el interior no menos que el exterior. Había en él algo de supraeuropeo y callado, propio de quien ha visto un perímetro harto vasto de cosas buenas y malas”. [17]

 

De nuevo la referencia a El Ciceronede Burckhardt es obligatoria. En la interpretación que este hace de la obra de Miguel Ángel el componente pagano es destacado por encima de cualquier otra valoración: “Era completamente ajeno a él el aceptar cualquier clase de expresión de recogimiento que hubiese existido hasta entonces, cualquier tipo religioso (...). No existe para él el enorme patrimonio de las costumbres artísticas eclesiásticas de la Edad Media”. Y añade algo que a Nietzsche, ensimismado en la tarea de definir al superhombre, debió de haberle interesado vivamente: “Forma (Miguel Ángel) al hombre de nuevo, con una gran potencialidad física, que ya en sí tiene un efecto demoníaco, y crea con estas figuras un nuevo mundo terrenal y olímpico” [18] .

En La Inocencia del devenir, Nietzsche establece también una distinción entre los grandes artistas y pensadores basándose en la rigidez o flexibilidad de sus propios sistemas: unos dogmáticos, otros antidogmáticos. De los primeros pone como ejemplos supremos a Platón y Dante; de los segundos a Leonardo. De aquellos dice que “moran en una casa del conocimiento levantada sobre cimientos arbitrarios y tenidos por sólidos; el primero en la suya propia, el segundo en la cristiano­patrística”. Pero junto a estos paradigmas cimeros de un pensamiento dogmático, Nietzsche describe a otro tipo de pensador y artista que se mantiene en “un sistema inconcluso de perspectivas abiertas, libres”. Es Leonardo quien representa en su vida y en su obra este pensamiento antidogmático y fragmentario con el que Nietzsche parece identificarse plenamente. Por eso añade que Leonardo “está en un peldaño más alto que Miguel Ángel y este en uno más alto que Rafael” [19] .

El hecho de que Nietzsche se limitara a comentar la obra de las tres grandes cumbres del Renacimiento italiano: Rafael, Miguel Ángel y Leonardo, es coherente con la orientación ideológica de su filosofía, contraria a cualquier principio nivelador; de tal manera que de aquél periodo de la cultura artística italiana sólo llegó a interesarle el fenómeno de la eclosión de las grandes individualidades. Tras haber sido valorado por Burckhardt en sus escritos, el individualismo renacentista le brindaba la prueba inapelable de que el hombre superior, al no admitir otras reglas o leyes que las que él mismo se dicta, no sólo descuella sobre la masa anónima, sino que, al hacerlo, se convierte en el verdadero protagonista de la historia, invalidando así el principio nivelador de la cultura democrática, de cuya raíz cristiana tanto abominaba Nietzsche. En la política, la encarnación del individualismo serían César Borgia y Maquiavelo; en el arte, Rafael, Miguel Ángel y Leonardo.

 

 

La estética del condottiere

 

En la cultura literaria alemana de principios de siglo, el mito estético­político del Renacimiento cobra una importancia inusitada. Gottfried Benn afirmaba que la obra de toda su generación no fue otra cosa que una exégesis de los escritos de Nietzsche. El trasfondo bélico de la cultura alemana durante los años preliminares al estallido de la Primera Guerra Mundial, favoreció el rebrote de la utopía estética del Renacimiento. Y nadie como Thomas Mann dio cuenta con mayor intensidad del hechizo estético que dicha utopía ejerció en toda una generación de escritores alemanes.

 

 “Institoris no era un hombre enérgico. Bastaba para descubrirlo su admiración por las manifestaciones estéticas, aún las más violentas, de la fuerza. Era rubio y de cráneo alargado, más bien pequeño pero elegante y distinguido. Llevaba el pelo liso partido por una raya... un bigotito cubría su labio superior y detrás de los lentes de oro sus ojos azules... explicaban mal ­o quizá bien­ su admiración por la brutalidad, a condición de que esta se presentara envuelta en bellas formas. Era uno de esos tipos frecuentes en su generación (...) que proclamaba a gritos la fuerza y la belleza de la vida (...) Presentaba el renacimiento italiano como una 'época envuelta en una atmósfera de belleza y sangre'. Pretendía que sólo los seres dotados de impulsos violentos, brutales, son capaces de crear grandes obras”. [20]

 

Esta caracterización que en Doctor Faustus [21] hace Thomas Mann del esteta encandilado por el vínculo fatídico de la belleza y la violencia, refleja un estereotipo intelectual que se dio en la Alemania guillermina, después de la guerra franco­prusiana, el cual se prolongó hasta los años treinta, cuando la frustración generada por la derrota alimentaba semejantes fantasías estético­políticas. Aunque el propio Thomas Mann luchaba entre la repugnancia y la atracción que sobre él ejercía dicho estereotipo:

 

 “Desde un principio, la ética y el arte de Nietzsche suscitaron en mí la contradicción y el distanciamiento. A mis veinte años, el simple renacentismo, el culto al superhombre, el esteticismo a lo César Borgia, todas aquellas grandilocuencias de la sangre y la belleza con las que entonces comulgaban grandes y pequeños, no suscitaba en mí sino desdén (...) En una palabra, yo veía en Nietzsche ante todo al que pelea contra sí mismo, y nunca le tomé al pie de la letra. En realidad nunca le creí casi nada, y esto, precisamente, daba a mi interés por él un fondo de apasionamiento, una profunda ambivalencia (...) ¿Qué significaba para mí su filosofía de la violencia y la ‘bestia rubia’? Casi una vergüenza. Sólo cabía una posibilidad para entender su exaltación de la ‘vida’en detrimento del espíritu, que tan funestas consecuencias ha tenido para el pensamiento alemán: considerarlo una ironía. Ciertamente la bestia rubia ronda también en mis escritos de juventud; sin embargo, ha sido despojada de su bestialidad y no queda de ella más que su pelo rubio y su materialismo, objeto de aquella ironía erótica y afirmación conservadora por la cual el espíritu, como él sabía bien, en el fondo, no se perdonaba nada. Es posible, desde luego, que esa transformación que Nietzsche experimentaba a mis ojos significara aburguesamiento. Ahora bien, ese aburguesamiento me parecía entonces, y sigue pareciéndome, más profundo y sofisticado que todo el arrebato heroico y ascético que Nietzsche pudiera desplegar. Mi experiencia nietzscheana constituyó la etapa preliminar de un periodo de pensamiento conservador que atravesé durante la Primera Guerra Mundial; además, me hizo mas resistente a todos los encantos románticos o pseudorrománticos que puedan partir de una valoración inhumana de la relación entre la vida y el espíritu, que tanto proliferan hoy...”. [22]

 

Thomas Mann intentó resolver esta contradicción contraponiendo, en la única obra de teatro que escribió, que data de esos años, Fiorenza (1906), las figuras del esteta y el asceta, encarnado uno por Lorenzo de Medicis y otro por Savonarola. Liberando al esteta de su relación indefendible con el crimen ­ya este no es un criminal como César Borgia, sino un mecenas que pretende conciliar el buen gobierno de la ciudad con su amor al arte­, podía Thomas Mann reflexionar sobre el conflicto entre el placer y el deber, sin sentir el peso de la culpa de haber sido infiel a los principios de la moral cristiano­burguesa.

La ambivalencia de Thomas Mann no la hallamos en su hermano mayor, Heinrich, quien llegó muy pronto a la firme convicción de que el mito estético­político del Renacimiento, forjado a partir de las seductoras visiones de Burckhardt y Nietzsche, y que él mismo había experimentado en su juventud, cuando entre 1895 y 1897 viajó por Italia junto a su hermano Thomas, era un camino vedado para el intelecto, y en definitiva, para la vida. Dicha conversión se produjo en Heinrich Mann antes de que su hermano lo ridiculizara en Consideraciones de un apolítico como el “literato de la civilización”, en tanto que partidario de una idea ilustrada de la sociedad, representada por la Revolución Francesa y los valores de la democracia, idea que entraba en contradicción con la ancestral noción alemana de kultur vinculada al espacio idealizado del burgo medieval. Para conjurar el hechizo del Renacimiento, Heinrich Mann escribió en 1903 una novela corta, Pippo Spano [23] , donde ridiculizaba en clave irónica la figura del guerrero nietzscheano, presentándolo como “un comediante fracasado”. Al caer del caballo, el condottiere no es más que un hombre.

En un texto que Heinrich Mann escribió sobre Nietzsche en 1939, a modo de ajuste de cuentas definitivo en el que, por otra parte, aprovecha para rendirle un homenaje como genio indiscutido de la lengua alemana, se extraña de que el modelo de esa vida estéticamente interesante postulada por el solitario de Sils Maria fuera un fracasado como César Borgia:

 

“Para refutar el cristianismo jugó con César Borgia, hijo del Papa y que por sí mismo habría debido ascender al trono de la Santa Sede. Ya la Historia Moderna en sus comienzos, lo que se llama el Renacimiento, lo anticipó todo de forma tempestuosa; después no se inventó nada, sólo repeticiones y despliegues circunstanciales. Por lo menos hubo repeticiones por doquier. El escéptico, el revolucionario, el artista prodigioso, incluso el demócrata y el socialista, y cómo no, el fascista, se despidieron de brillar para la posteridad: brillar sólo lo hicieron los primeros, modelos por los siglos. En todo caso, el César Borgia del filósofo tenía su asiento una fila más atrás. Su falta de escrúpulos ofreció un ejemplo completo, pero no condujo a nada. Habría querido ser tirano en Italia, pero en lugar de esto acabó anónimamente en una cuneta de los caminos de España. Su activo más notable fueron algunos envenenamientos inútiles. El inventor del ‘superhombre’se envenenó con esta figura del desgraciado aventurero, que, según él, encarnó la afirmación de la vida”. [24]

Años más tarde, en 1947, el orgulloso Thomas Mann hubo de reconocer que su hermano llevaba razón cuando, en nombre de la civilización bajó de su pedestal al condottiere renacentista, admitiendo entonces que uno de los errores cometidos por Nietzsche “es la relación enteramente falsa que él establece entre la vida y la moral, tratándolas como si fueran antítesis. Vida y moral van juntas. La ética es apoyo de la vida, y el hombre moral es un buen ciudadano de la vida, a la vez aburrido, pero sumamente útil. La verdadera antítesis es la que se da entre ética y estética. No es la moral sino la belleza ­sigue diciendo Mann­ la que está vinculada a la muerte” [25] .

Se pregunta el autor de La montaña mágica cómo es que Nietzsche no sabía esto. El encanto diabólico que ejerce la alianza de la muerte y la belleza suscitaba en él, como en otros estetas finiseculares, un hechizo irresistible.

 

 

Epílogo cinematográfico

 

La condición para vivir una vida intensa, emocionante, “peligrosa” ­según Nietzsche­, es renunciar a llevar una vida virtuosa, sensata, ordenada. En su filosofía del “superhombre”, el conflicto entre los ideales estéticos y la moral cristiana es irresoluble.

A veces, una existencia inmoral, que incluso discurra por los derroteros del mal o de la delincuencia, puede valer la pena si se presenta como una conducta estéticamente revestida de caracteres heroicos. El héroe no es, según esta lectura nietzscheana, quien se sacrifica en defensa de la patria, como lo entendía la tradición estoica; sino quien sobrepone a los intereses y valores de la sociedad los suyos propios, afrontando el riesgo de llevar una conducta antisocial. Esta perversión de los ideales heroicos encuentra, por primera vez en la cultura occidental, una justificación estética. De cualquier manera hay que pagar un precio. Nietzsche lo plantea así en un parágrafo de La voluntad de poder:

 

 “Entonces, por nada tendría que pagarse tan alto precio como por la virtud; pues con ella se acabaría por convertir la Tierra en un hospital y la sabiduría última rezaría: ‘cada cual el enfermero de cada cual’ ¡Claro que entonces se tendría la ansiada paz en la tierra! Mas ¡cuán poca simpatía mutua! ¡Cuán poca belleza, travesura, temeridad y peligro! ¡Cuán pocas ‘obras’ por las que valiera la pena vivir sobre la tierra! ¡Ay, y ya ni pizca de empresas! Todas las grandes obras y empresas que han perdurado, resistiendo el embate del tiempo ¿no fueron sin excepción, en último análisis, grandes inmoralidades?”. [26]

 

La formulación de este ideal antihumanista puede convertirse en la coartada perfecta para justificar determinadas conductas que no tienen nada de heroicas.

En El tercer hombre, película firmada por el director Carol Reed, a partir de un guión del escritor británico Graham Greene, y en cuya elaboración parece que también intervino Orson Welles, que encarnaba al protagonista principal, hay un diálogo, que tiene lugar en un parque de atracciones, entre Harry (Orson Welles) y su amigo, un autor de novelas del oeste, interpretado por Joseph Cotten. Este descubre por fin que aquél es culpable de un crimen horrendo: el envenenamiento de miles de personas al terminar la Segunda Guerra Mundial, distribuyendo en los hospitales penicilina adulterada. Cuando Harry se ve descubierto responde así: “¿Qué es lo que ha producido la civilizada y pacífica Suiza? El reloj de Cuco. En cambio, en la Italia del Renacimiento había grandes condottieri que masacraban a poblaciones enteras, pero también fueron mecenas de las artes”.

Belleza y crimen. He aquí una asociación que ha ejercido en distintos momentos de la cultura europea del siglo XX una fascinación fatídica. La estética se convierte en el primer testigo de cargo contra la civilización y la democracia. Así, la condición de posibilidad de la belleza sería el crimen. Harry no siente piedad por las víctimas:

 

 “¿Víctimas? ­preguntó­. No seas melodramático, Rollo. Mira ahí abajo ­prosiguió, señalando a través de la ventana a la gente que se movía como moscas negras en la base de la noria­. ¿De verdad podrías sentir lástima si una de esas manchas dejara de moverse para siempre? Hombre, si te dijera que podías conseguir veinte libras por cada mancha que se detuviera. ¿De verdad, me dirías que me quedara con mi dinero, sin una vacilación? ¿O calcularías de cuantas manchas podías prescindir sin problemas? Libres de impuestos, oye. Libres de impuestos ­Sonrió con su aire juvenil y de conspirador­. Es la única manera de ahorrar actualmente” [27] .

 

Es evidente que Graham Greene, desde su perspectiva de escritor católico, construye el personaje de Harry para explorar en todos sus extremos el significado del mal en el mundo. Por otra parte, es coherente que Orson Welles, cuya obra cinematográfica no es sino una paráfrasis de las inagotables relaciones que se dan entre la ética y la estética, decidiera encarnar al malvado genocida, que, al verse sorprendido por su hasta entonces crédulo amigo, invoca como justificación de sus crímenes el inmoralismo de los condottieri del Renacimiento. En otra de sus grandes películas, Sed de mal, Welles interpreta el personaje de un detective corrupto, que ni siquiera puede aducir en su descargo la justificación cultural o estética de la que se vale el protagonista de la novela de Graham Greene llevada al cine.

Cualquier delincuente, cualquier canalla, puede invocar el mito estético el Renacimiento para justificar sus crímenes, viene a decirnos Graham Greene. Tanto Hitler como el protagonista de la película de Carol Reed envuelven su maldad con el argumento de la belleza. La estética del cine negro americano tiende, por la misma razón, a convertir en héroes a los gángsteres. Pero nada nos puede convencer de que el horror deje de serlo por el conjuro de la belleza. Y además, ni Hitler ni Harry eran héroes. Y a la postre, como decía Heinrich Mann, César Borgia, el condottiere ensalzado por Nietzsche, fue un perdedor además de un canalla.

Nadie como Nietzsche definió la fascinación que ejerce la máscara de la belleza tras la que se esconde el lívido rostro de la muerte. Antes de que este vínculo se convirtiera en una pesadilla para la humanidad, el filosofo del “eterno retorno” nos dijo que la muerte no es sino una variante de la vida. El sí a la vida significa el sí a la muerte. Lo terrible tal vez sea que, sabiendo nosotros qué es lo que vino después, y, por lo tanto, lo que puede llegar a repetirse, por su excelencia artística, y sólo por ella, tal hechizo perdura, aún cuando quien sucumba a él no tiene por qué asumir sus consecuencias políticas; porque, como aseveraba Burckhardt, “todo esto pertenece a la esfera de lo irracional”, y bueno es saberlo.

Cuando Jünger, en la cita que encabeza este artículo, afirma que Burckhardt y Nietzsche fueron como dos jinetes que no se atrevieron a dar el “salto decisivo”; por tal sólo puede referirse al que salva, poniendo en riesgo la vida de quien lo da, el abismo que separa el campo de la estética del de la política, o lo que es lo mismo, de la representación del de la acción. Adviértase que Jünger no dice que quisieran darlo, sino que se comportan como si lo quisieran (“producen la impresión de...”); aunque del tono de sus palabras se deduce que no se atrevieron, “ni siquiera en la teoría”. No podemos ir más allá en esta indagación sobre las intenciones de ambos. He aquí el límite: de Nietzsche sólo sabemos que se volvió loco antes de que su corcel afrontara el obstáculo ­otros lo dieron por él, aunque seguramente lo hubiera aprobado­; de Burckhardt, que prefirió guardarlo prudentemente en el establo de la historia. Es mejor que ese salto sólo sea un sueño.

 



[1] MANN, Thomas: «La filosofía de Nietzsche a la luz de nuestra experiencia», en Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Barcelona: Bruguera, 1984. p. 117.

[2] Creo que la antipatía que sentía Croce por Burckhardt se debe al hecho de que, igual que Nietzsche, este denunciara el optimismo histórico hegeliano; mientras que Croce siempre se confesó devoto seguidor de la filosofía de la historia de Hegel, escribiendo un libro cuyo significativo título, La historia como hazaña de la libertad, tanto a Burckhardt como a Nietzsche les hubiera parecido una idealización sospechosa.

[3] Ernst Gombrich cuestiona el antihegelianismo militante de Burckhardt. Para sustentar dicha tesis, Gombrich aduce que este, igual que Hegel, veía en la idea del Renacimiento una manifestación del progreso de la humanidad como triunfo del Espíritu en la Historia. Véase. Gombrich, Ernst: «En busca de la historia cultural», en Ideales e ídolos, Barcelona: Debate, 1999. pp. 34­42.

[4] Carta a Carl von Gersdorff, Basilea 7 de noviembre de 1870, en Nietzsche, Friedrich: Correspondencia [Felipe González Vicens, trad.], Madrid: Aguilar, 1989. p. 149.

[5] Cit. por Alfonso Reyes en prólogo a Burckhardt, Jacob: Reflexiones sobre la historia universal, Méjico: Fondo de Cultura Económica, 1980. p. 24.

[6] Gobineau: El Renacimiento, Buenos Aires: Espasa Calpe, 1952. pp. 66 y ss.

[7] Nietzsche, Friedrich: La inocencia del devenir, en Obras Completas,  Buenos Aires: Prestigio, 1970. Aforismo 2.342, p. 830.

[8] Nietzsche, 1970, La voluntad de poder, aforismo 538, p. 726.

[9] Burckhardt, Jacob: El Cicerone, Barcelona: Iberia, 1953. p. 147.

[10] Schopenhauer, Arthur: El mundo como voluntad y representación, Libro tercero, XLVIII.

[11] Nietzsche, 1970, Aurora, aforismo 8, p. 681.

[12] Nietzsche, 1970, La inocencia del devenir, aforismo 614, p. 250.

[13] En más de una ocasión Nietzsche proclamó su admiración por Goethe como un nuevo hombre del Renacimiento, cuya obra constituye “una grandiosa tentativa de superar el siglo XVIII por el retorno a la Naturaleza, por la elevación hacia la naturalidad del Renacimiento, una especie de autosuperación de parte de este siglo” (El ocaso de los ídolos, nº 99, pp. 170 y 171).

[14] Burckhardt, 1953, p. 193­194.

[15] Nietzsche, 1970, Aurora, aforismo 540, pp. 946 y 947.

[16] Burckhardt, 1953, pp. 194 y 195.

[17] Nietzsche, 1970, La inocencia del devenir, aforismo 537.

[18] Burckhardt, 1953, p. 159 y 164.

[19] Nietzsche, 1970, La inocencia del devenir, aforismo 1554.

[20] Mann, Thomas: Doctor Faustus, Barcelona: Edhasa, 1984. p. 335.

[21] Thomas Mann reconoció la influencia de Nietzsche en la elaboración del Doctor Faustus: “Como hay tanto 'Nietzsche' en la novela, tanto que se le ha llegado a llamar una novela sobre Nietzsche (...)”, en Los orígenes del Doctor Faustus. La novela de una novela, 1949. Ed. castellana: Alianza Editorial, Madrid, 1976. p. 29.

[22] MANN, Thomas: Sobre mí mismo, Barcelona: Plaza & Janés, 1990. pp. 62 y 63.

[23] El nombre de Pippo Spano se corresponde con el de un famoso condottiere al servicio de la República de Florencia, cuya efigie fue pintada por Andrea del Castagno en el ciclo de Hombres Ilustres de la villa Carducci en Legnaia, hoy desplazado en el cenáculo de Santa Apolonia de dicha ciudad. El personaje principal de la novela homónima de Heinrich Mann, Mario Montolvo, es un escritor frustrado que se traza como modelo de vida la conducta heroica del condottiere florentino antes mencionado. La ironía es el recurso que emplea Heinrich Mann para poner en evidencia la distancia insalvable que separa la fantasía de la realidad. La crítica ha querido ver en este relato corto una parodia de los ideales neorrenacentistas que D'Annunzio exaltó en su novela Il trionfo della morte.

[24] Mann, Heinrich: Por una cultura democrática. Escritos sobre Rousseau, Voltaire, Goethe y Nietzsche, Valencia: Pre­textos, 1996. p. 81.

[25] MANN, 1984, pp. 146 y 147.

[26] Nietzsche, 1970, La voluntad de poder, aforismo 149.

[27] GREEN, Graham: El tercer hombre, Barcelona: Edhasa, 1998. p. 160.