A. C. T. O
Nº 1. 2002  
  Músicas de cielo y suelo o sobre la composición del lugar
Llorenç Barber
 

En donde el lector puede escuchar de primera mano, contada por un músico del suelo y del lugar, la historia del arte sonoro vinculado con ese nuevo espacio público, el de la ciudad global, ubicua y abstracta, al que Smithson consideraba el producto de un “proceso de construcción desde el suelo hacia arriba y desde el cielo hacia abajo”, y al que intentaba dar expresión en sus obras de suelo.


Sustituir armonía por duración, ese fue el comienzo de todo. Y fue John Cage quien en su “defensa de Satie” lo planteó. Estamos en 1948, en una universidad de verano, Black Mountain College, y la siguiente frase medular le valió a Cage soportar un escándalo tan sonado como se merecía la excentricidad de lo propuesto: “Con Beethoven las partes de una composición vienen definidas por medio de la armonía, con Satie y Webern las partes de una composición, por contra, las definen unas longitudes de tiempo [time lenghts]. La cuestión de la estructura es tan básica y es tan importante ponerse de acuerdo sobre ella, que nos debemos preguntar: ¿Tenía razón Beethoven o la tenían por el contrario Webern y Satie?. Inmediata e inequívocamente, yo contesto, Beethoven estaba equivocado [Beethoven was in error] y su influencia ­que ha sido tan extensa como lamentable­ ha venido lastrando el arte de la música”.
Algo más tarde, también a Cage le caerá oportunamente ese nódulo salvífico de la estructura. Sustituida a su vez por algo que a él le llueve mediante diagramas [chats] o por consultas al I Ching. A la estructura la sustituirán, pues, el azar y la indeterminación.
Un Cage armado de morfología en estado puro, esto es, de duraciones y azar, pero también de tecnología en mano, esto es, de un cronómetro, será capaz de cualquier cosa: tanto del despojamiento más inmóvil de la no acción (4’33”) como de la polifonía de azarosas acciones en superposición, yuxtaposición, espacialización, etcétera o “concerted action” que realizará también en Black Mountain College en el verano de 1952.
Todos los events y los happenings y demás derivas que Fluxus y compañía van a sembrar por el ancho mundo (tantas veces en camisa de concierto) están ya contemplados en estos embriones nada disecados de Cage.
Pero Cage no está solo. Desde 1949 a 1952 mantiene correspondencia fluida y minuciosa con Europa, con París, con Pierre Boulez. Un Boulez que, ya en febrero de este año, proclama “Schoenberg is dead”: los moldes de la serie dodecafónica de Schoenberg son todavía tonales, repite. Hay que ir más allá y “estructurar” (palabra clave en todo este período) no sólo las alturas (las notas), sino también los ritmos, los timbres, las dinámicas, los ataques… la serie ha de ser global, total. Bajo tales premisas escribe Boulez, en estos primaverales días del año 1952, el “Primer álbum de estructuras para dos pianos, ejemplo donde crece una música en que se ha eliminado de su vocabulario: “todo rasgo heredado y tanto en los diseños, las frases, los desarrollos, como en la forma. Reconquistar poco a poco, elemento a elemento, los diversos estadios de la escritura, de tal manera que consiga una síntesis absolutamente nueva, que no se halle viciada desde el principio de ningún cuerpo alógeno y en particular de cualquier reminiscencia estilística”. Y para que la idea madre de este proyecto quedase evidente, en un principio titula el trabajo Monument a la limite du pays fertile, tomando prestado el título de un grabado de Paul Klee, título que, forzando la neutralidad que lo inspira, acabará cambiando por el definitivo de Estructuras.
Antinómicamente, la propia hiperserialización de las músicas de Boulez rozará ­vía música despersonalizada­ la necesidad del azar que Cage siente y procura, sólo que con métodos contrapuestos: Boulez, canalizando mediante la práctica de lo aleatorio (alea = errancia) su necesidad de control (“il y a suffisamment d’inconnu”), practicando, pues, una especie de “directed chance” o, si se quiere, “una especie de laberinto con varios recorridos” mediante los que domar (domesticar, diríamos) una cierta ceguera [blind alley] iluminadora; y Cage, por contra, entrando en activas anarquías, sea mediante selváticos procedimientos (hay que imitar a la naturaleza, dice, en sus modos de actuar) de acumulación inintencionada, sea mediante ascéticas inmovilidades, como lo harán los intérpretes futuros del 4’33”, que tanto recuerdan a las que Satie exigía para interpretar sus bellas y lacerantes Vexations.
Antes de pasar a otra cosa, permítanme una última cita de este Cage, no visionario, sino más bien hijo estricto de todos los futuristas y demás (¡Mayakowsky con sus banderas sobre las terrazas del puerto de Bakú asoma de nuevo aquí!). En carta de 1952 le comenta Cage a Boulez cómo fue el estreno de su gigantesca William Mix (un collage de seiscientas bandas magnetofónicas) y acaba así: “El aire estaba tan vivo que simplemente éramos parte de él…creo que se necesita otra arquitectura distinta para las salas de conciertos, o quizás no haga falta ninguna arquitectura. ¡Lo que necesitamos es hacer música al aire libre [out of doors] con los altavoces sobre los edificios, ¡no un magnetofón, sino un magnetrillón!”.
En efecto, no necesitamos paredes sino aire, y aire muy libre: una música out of doors está postulando Cage aquí, y varios años antes de que Tony Smith tuviera ese paseo iluminador por la vastedad del arte, fuera de las estampitas enmarcadas y pintorescas. Un, llamémosle, arte imposible de enlatar y llevárnoslo puesto porque “Art is just there”. Y ese there, que es pura realidad, autopista, coche y atardecer vino a tocar, y muy profundamente, a Smith hasta el punto de que, como él declara, “it seemed that there had been a reality there which had not had any expression in art”.

DE LA PUESTA EN ESPACIO DE LA MÚSICA A LA MÚSICA COMO ESPACIO, O MEJOR DEL ESPACIO HECHO MÚSICA

Pero la música tiene también, en 1952, otros acontecimientos seminales, el más importante será la puesta en pie de la música concreta, hija de una adelanto técnico: el magnetofón, y de un accidente técnico: los anillos de son formados por los discos rayados. Su formulador, el francés Pierre Schaeffer, lo cuenta en su aleccionador A la recherche d’un musique concrete, libro que aparece este año y que Cage pide insistentemente a Boulez en sus cartas. Con la formulación de la música concreta, completa Schaeffer una necesidad, sentida a lo largo del siglo, de atender al sonido mismo como materia cero y objeto a tratar.
Por su lado, Xenakis, bordeando el azar y las incertidumbres, compone afinando la puntería, esto es, formulando la estocástica o ley de los grandes números. Según él, el contorno global sonoro de la obra se dibuja con precisión dejando los detalles interiores ­los números pequeños­ no al azar, sino a la probabilidad, a la incertidumbre. Mientras tanto Stockhausen, a la sazón en París, lleva la dispersión de direcciones posibles dentro de una obra a su colmo: “el punto”. Así, en su Punkte (1952) para gran orquesta, “cada punto deberá ser el centro de una galaxia de sonidos, utopía de una música sin melodía, reconocible más allá de la armonía, del metro, del ritmo y del color instrumental”.
Y va a ser precisamente Stockhausen quien, pocos años más tarde, haga explotar “la escena” (ese reservorio donde se agrupa la orquesta, en frente de la cual se dispone ­ordenada y frontalmente­ al público) y quien nos proponga en GRUPPEN (1957) un espacializarse del son mediante un dispositivo ingenioso, que Stockhausen tomará de la tradición barroca de las Sacrae Symphoniae que los Gabrielli escriben concretamente para los espacios de la basílica veneciana de San Marco (tradición que, por cierto, tiene fuerte raigambre en el mundo musical ibérico y que, a su través, se practicará hasta el exceso también en el Nuevo Mundo). Así, en GRUPPEN se renuncia a la disposición espacial convencional y se “fractura” la orquesta en tres grupos instrumentales, distribuidos por el espacio alrededor del público. Además, cada una de estas tres formaciones tendrá un dispositivo instrumental similar, con lo que el público, envuelto por el son, va a poder disfrutar del más barroco de los efectos sonoros: el movimiento, o al menos la ilusión del movimiento mismo, sea en rotación, sea en diagonal “promenade”.
La expansión de las fuentes del son conlleva, indefectiblemente, un ensanchar la escucha que recupera aquí, a su vez, ingredientes menospreciados por la chata convención del tardosinfonismo como la focalización, la rotación o, simplemente, el anegarse en el circunvadeante son.
A partir de esta espita, abierta por la praxis estereofónica de las músicas electroacústicas y transferida a la música instrumental por este inicial GRUPPEN, existe en la música contemporánea un reguero de propuestas que parafrasean y enriquecen este componer el movimiento del son, o lo que es lo mismo, este asumir compositivamente el presentarse del espacio, y no como adorno circunstancial ­como en algunos efectos operísticos y demás­, sino como sustancia del sonar, que es materia en expansión y que, hábilmente aprovechada, puede producir en el auditor ilusiones acústicas determinadas por el paso de un mismo son de fuente a fuente; de dislocación, por tanto, una dislocación que al mismo tiempo puede enriquecerse mediante fusiones armónicas y espectrales de sonidos semejantes y cercanos, o no, conjugando así metamorfosis o conversaciones cruzadas entre fuentes sonoras alejadas. Al mismo tiempo, se abre el espacio para permitir gustar de una escucha en inmersión, entrando el oyente en el terreno del son mediante pasillos o incluso desplazamientos entre las fuentes sonoras esparcidas, siguiendo criterios singulares para cada caso.
Alphabet (1972) o Telemusique (1966) del mismo Stockhausen, los impresionantes Polytope (1967) de Xenakis, Repons (descatalogada) de Boulez o el tardío y fascinante Prometeo, tragedia dell ‘ascolto (1981­85) de Luigi Nono, entre otros, nos hablarán del protagonismo que poco a poco adquirirá la presencia del espacio en la mente del compositor tardosinfónico de los últimos decenios. No sé si exagero, pero creo que esta especie de “ludus spatialis” ha constituido uno de los nudos más atractivos si no el más, de cuantos han fascinado el agotado campo orquestal último.
Pero este no es el único hilo conductor de las músicas últimas que podemos transitar para comprender algunas de las propuestas más fértiles del hoy sonoro. Ni siquiera es aquel que ha sabido dar el tono de estos últimos años. Un muy otro paradigma creador ha ido hilvanándose y haciéndose más denso y visible hasta la apoteosis, y su subsiguiente licuefacción en el chocolate de las músicas de telediario y aeropuerto, me refiero a toda una serie de manifestaciones que podemos agrupar ambiguamente bajo el epígrafe de músicas minimales.
Un minimalismo que puede que salga a la luz tras la experiencia cageana de entrar (1951) en una “cámara anecóica” donde en vez de oír “el silencio”, como podría esperarse, oye por contra dos sonidos: uno agudo y otro grave. “Cuando los describí al ingeniero encargado”, escribe, “este me informó que el agudo era mi sistema nervioso en acción, el grave era mi sangre en circulación. Hasta el día que muera habrá sonidos. Y continuarán tras mi muerte. No nos hemos de preocupar por el futuro de la música”.
La Monte Young, genuino proponente de este nuevo paradigma musical va a estirar, densificar, aislar y hasta habitar en tortuosas eternidades, ese continuo sonoro en acción (“Un seul son est musique, penetrez dans le son”); el californiano Tierry Riley pondrá al mundo entero a bailar sobre el isorrítmico bombear de la sangre ­que por cierto recupera un Do Mayor caballar y triunfante­ (In C de 1964), Steve Reich enchufará la gran trituradora del desfase gradual hasta llegar a construir ese Drumming del año 71 que todos danzamos en los Encuentros de Pamplona de 1972, y Philip Glass nos lo cantará mediante densas texturas instrumentales que expandirán la armonía por el espacio y por el tiempo: eternidad y resonancia es la no materia del sólo son: “the best music ­dirá­ is experienced as one event, without start or end”.
Si el énfasis de las músicas anteriores, años 50, estaba en las viejas cuestiones de la estructura y del control, o no, por parte del compositor; aquí, en los años 60 y 70, todo se dispone para capturar al oyente mediante su dejarse arrastrar por el son: “I believe ­dirá Glass­ that listeners in this matter are one step beyond me”. Un son que convenientemente presentado y atendido conforma el aire que envuelve al auditor, cual de si en un colchón de armónicos y tensos nudos y ondas fuera el espacio en que vibra el son, plagado de multifónicos reverberantes, generando una escucha vertical de formantes y armónicos, ilusiones y frecuencias cuyos efectos arropan y arroban al así mimado auditor, de tal forma que este experimenta el “Sensational feeling that the body softly starts flowing off in space and time synchronously with these waves”, como escribe La Monte Young en 1966.

 

EL CONTEXTO COMO MÚSICA
Pero volvamos al comienzo: muy otra es la música y el suelo que nos presenta la propuesta cageana del 4’33” (1952), en efecto, con el despojamiento del 4’33” no es la fuente sonora reverencial, la orquesta, la que se esponja y derrama por el “auditorio” para que el son “respire” con más amplitud y hasta se mueva y pase tímidamente de punto a punto. Tampoco se tratará de crear, mediante técnicas compositivas de insistencia y repetición más o menos constante y gradual, un aire de sutil viveza tal que al auditor se le generen efectos psicoacústicos de un efecto masajeador equis.
Aquí todo es ­aparentemente­ más simple, se trata de escoger una duración cualquiera (un “time bracket” o unos “time lenghts”) para rellenarla de inmovilidades y silencios tales que suba a un primer plano el fondo habitual o contexto sónico sobre el que normalmente nos desenvolvemos y al que atendemos en actitud fruitiva.
Cage lo ha explicado de mil maneras: “la mayoría de la gente cree que cuando oye una pieza de música, no hacen nada sino que algo se les está haciendo. Desde ahora esto ya no es verdad y debemos disponerlo todo de tal manera que la gente se dé cuenta de que son ellos los que están haciendo, y no que algo se les está haciendo. Lo único que se les está haciendo es: ponerles en situación de oyentes en diálogo con la naturaleza. De forma inmediata, directa, sin intermediarios. Las ideas “musicales” de un compositor distorsionan, mediatizan u obstaculizan este diálogo. Por ello en 4’33” quedan minuciosamente aparcados”.
De hecho cuando 4’33” se estrena en Woodstock, el pianista David Tudor fragmentó la duración total en tres partes (33”, 2’40”, 1’20”) e indicó el comienzo de cada parte cerrando la tapa del piano y el final abriéndola. La partitura decía lacónicamente: “I Tacet, II Tacet, III Tacet”.
Calvin Tomkins en su simpático libro The Bridge & The Bachelors (Londres 1965) nos cuenta que: “en el Hall de Woodstock, abierto al bosque por su parte de atrás, los oyentes que pusieran atención pudieron oír durante el primer movimiento, el sonido del viento en los árboles; durante el segundo, el choque de algunas gotas contra el tejado, durante el tercero, el público percibió, además, y añadió sus propios murmullos de perplejidad a los otros sonidos no intencionales del compositor. Si fue un caso de arte que imita a la naturaleza o la naturaleza imitando al arte, es una cuestión no resuelta”.
Al comienzo, 4’33” fue leída por unos y por otros como una boutade, más tarde como un panegírico al silencio (así me llegó a mí a comienzos de los años 70) hubo que sobreponerse a lo uno y a lo otro para entrar en profundidades, esto es, para armar una lectura del entorno que diera pie a un replantearse positivamente la relación arte realidad desde la aceptación del contexto como una modélica e infinita obra, evenemental y abierta, a nuestra disposición. Esta va a ser la lectura que Cage mantendrá, y tanto, que en 1962 escribirá una segunda versión del 4’33” que llevará por título 0’00”.
Dice la partitura de 0’00” : “en una situación con la mayor amplificación posible (sin feedback) realizar una acción disciplinada sin interrupciones y generando, en todo o en parte, una obligación para otros. Nunca dos interpretaciones de esta obra se han de realizar a partir de la misma acción, tampoco puede esa acción ser la interpretación de una pieza musical. No hay que prestar atención a la situación (electrónico musical, teatral)”.
El título 0’00” hace referencia al desvanecerse el tiempo como estructura, abordando el tiempo como inconmensurabilidad. Para los indios Dakota, nos recuerda Levi­Strauss, no existe la palabra tiempo. En efecto, el tiempo se reduce para ellos a una duración en la que no interviene la medida: es un bien disponible y sin límite.
Cage realizó 0’00” bebiéndose “disciplinadamente” un vaso de agua. Así lo cuenta C. Tomkins: “El punto álgido de la tarde llegó cuando Cage, muy serio, se puso un micrófono de contacto alrededor de su cuello, puso el dial del amplificador al máximo y bebió un vaso de agua. Cada sorbo reverberó por el salón como el caer de una ola gigante”.
Cage, hasta el último momento de su vida, se mantendrá fiel a una lectura optimista y “suficiente” del entorno como fuente de sonido; así, en su último escrito preparado por Daniel Charles (1992), entre otras cosas, Cage dice: “Ma musique: les sons d’ambiance de l’environnement. J’habite la Sixième Avenue; la circulation y bat son plein. Résultat: à tout instant, une profusion sonore”. “Personellement, je vis sur la Sixième Avenue et n’ai donc nul besoin de musique: j’ai à ma discrétion plus de sons que je n’en consomme”; de hecho, el título que Daniel escogió para este opúsculo es otra cita de Cage: “Je n’ai jamais écouté aucun son sans l’aimer: le seul problème avec les sons, c’est la musique”. Y este abrirse de Cage a la fertilidad del entorno generará aproximaciones creativas sin fin hasta nuestros días, sólo que con lecturas no tan optimistas y acríticas (¿pop?) como las del indulgente Cage. La más importante, por su originalidad, relieve e influencia, en quienes entramos en escena a partir de los años 70, será la del compositor canadiense Murray Shafer, quien acuña un término de éxito irreversible: el “SOUNDSCAPE” o paisaje sonoro (también sonic environment) y que abarca el conjunto de ruidos ­placenteros o no, fuertes o casi imperceptibles, atendidos o ignorados, que nos rodean­. Sea en un ambiente ciudadano, selvático, fabril o desértico. Murray Shafer además, siguiendo el ritmo circadiano, estacional o anual de este sonar, lo contempla como un todo en sí, lo que genera una variación o secuencia tan singular de cada lugar y momento, que bien puede erigirse, visto en un sonorama, en partitura o sinfonía, que forma parte de un continuo sin fin, y que abarca y acompaña a la humanidad desde los primordiales cambios geológicos del lejano pasado, hasta las adiciones que los nuevos medios tecnológicos de las distintas revoluciones industriales incorporan y desarrollan. Incluyendo este colapso en que nadamos las últimas generaciones de una civilización hiperurbanizada y “global”.
Los escritos de Shafer (1967­1973), traducidos, y por lo tanto, conocidos por el mundo entero, adquieren forma de libro (The tuning of the world Knopf, Nueva York, 1977) años más tarde, y acompañarán la naciente conciencia ecológica, desde aquellos primerizos años de muchos de nosotros, pues ahí se habla ­y en un tono entre poético y científico­ del Soulnd Imperialism que reina en nuestro entorno, de potencias ricas y países subdesarrollados, quienes a su vez cargan con la peor de las basuras sónicas en este mundo urbanícola que soporta niveles intolerables de ruido. Y este peligroso encharque sónico produce problemas de todo tipo: “Today the world suffers from an overpopulation of sound: there is so much acoustic information that little of it can emerge with clarity”.
Este atractivo engolfarse de sonido y entorno que Murray Shafer condensa, estimulado también por el perfeccionamiento técnico de los aparejos de grabación (magnetofones, micrófonos, hidrófonos, sonogramas, etcétera), permitirá que toda una pléyade de músicos componga un tipo de “obras” en las que la orquesta madre es un determinado entorno, mostrado tal cual, o recompuesto según el proponente de turno y la circunstancia que da pie al proyecto.
Difundida esta música normalmente a través de programas especializados de radio destacan, por su abundancia y riqueza, aquellas obras que se proponen como retrato sónico de tal o cual ciudad, casi un género, podría decirse. En España son muy dignas de mención, por su seducción, las derivas de Pedro Elías, especialmente la dedicada a Palermo.
Con todas las singularidades que luego acordaremos, mi Sonar ciudades, que comienza en enero de 1988, es singladura que sólo ­ahijada y hermanada­ en las cercanías de cuanto aquí se ha contado y mucho más, adquiere relieve y sentido. Un sonar ciudades o música contextual que a mí no me llega por inspiración instantánea, ni por imitación mecánica, sino tras largo embarcarme en minimalismos (Cage y Fluxus no ofrecen modelos a armar, sino actitudes a compartir) o en contextualidades de tímidas intervenciones paisajísticas con el taller de música mundana (1978 y siguientes), y que me abocan en 1981 a sonar campanas. Al comienzo, unas campanas digamos, de bolsillo, sólo más tarde, a partir de 1987, campanas de torre y bronce.
Visto desde ahora y a toro pasado fueron aquellos ocho años, del 81 al 87, un propedéutico ensimismarse en metálicas reverberaciones de salón y auditorio para tomar impulso y dar el gran salto, sin red, a la música sin techo ni muros , a la praxis de una música de intemperie y relente ­ todavía por inventar­ y que iba a cambiar “mi trato con el sonido, con el público, con la escritura, en una palabra, mi forma de ser (músico)” como escribí por aquel entonces.

SONAR CIUDADES, UNA EXPEREINCIA REVELADORA

Cuando al fin, en 1987­88, me lanzo a sonar una ciudad, esto es, a recuperar el transcurso exterior del puro fondo sonoro, del 4’33” o entorno que se presenta a sí mismo, eso sí, ampliamente densificado y empujado por el sonar campanero, toda mi decisión nada “entre el vacío y el puro suceso”, como diría Paul Valèry. En efecto, entro a tocar lugar (ese there de Tony Smith) y este se revela como materia combustible totalmente nueva. A falta de mejor tradición, recurro al sentido común y a una irreemplazable intuición que me deslumbra más por negación que por afirmación: estoy más seguro de lo que debo evitar que de lo que debo proponer (aquella salida apofántica que Poe resumía así: “La originalidad se debe al espíritu de negación más que al de creación”).
Así pues, abandono, viaje en paracaídas y tenso regodearse en las distancias, reverberaciones y ecos del aire­siempre­ahí, un abrirse de orejas como quien sin hablar siente el sabor de las palabras en su boca. Poeta del solo son. Campanas al vuelo.
Para comenzar, en propuestas como esta, las distancias, los volúmenes, los posibles transcursos y enlaces sónicos o las lejanías e impedimentos de bulto no se deciden, sólo se aceptan. Son el urbanismo y los avatares históricos concretos de una ciudad los que dictan la composición, ubicación y límites de la, esta vez sí, muy dilatada y dispersa orquesta.
Hemos salido del reservorio, del mausoléico auditorium y hollamos espacio público y no un espacio público cualquiera (sin tradición ni huella, como aquel que tocara Tony Smith o el John Cage del 4’33”) sino viejo mundo a la postre, un espacio preñado de señales y símbolos de comunidad centenaria. En efecto, el theatrum instrumentorum de un concierto de campanas de ciudad no es hijo de la especulación o capricho del ya muy adelgazado autor, sino de una muy dilatada y compleja historia llena de reveses, entusiasmos, contradicciones, guerras, incendios y esplendores sin cuento. No en vano “bronce” dice tanto campana como cañón. Sus lógicos tránsitos y usos llegarán hasta Franco y Hitler.
Lejos ­en las antípodas­ del metódico distanciamiento del son practicado por el estructuralismo (año 50), y siguiendo los caminos abiertos por los minimalismos, pero también empatizando con los extremados andares y derivas de cierto Fluxus o del definitivo 4’33”, las músicas de cielo raso, como yo las propongo, ponen en práctica un distanciamiento igualmente metódico del yo, lo que pone al sonar en el espejo. Música pues, esta, que postula una muy otra autorreferencialidad, pues en vez de aparcarnos este sonar ante la estructura y su estructurador mostrándose a sí mismos en su supuesta bondad, nos encontramos cabe al son mostrándose este desnudo ­cuerpo de oscuras y desconocidas inercias­ y cargado, muchas veces, de tantos arcanos como libre de ilusiones, salvo ­eso sí­ de las ilusiones puramente acústicas. La percepción del son con sus ilusiones y sus misterios constituyen el nudo de este proponer.
Viajó el énfasis, pues, del prometéico compositor de antaño al receptor, al escucha, quien vive, también a la intemperie, su singular “drama dell’ ascolto”.

 

LA PIEL DEL SON

Frente al largo avatar expresionista de contorsiones y arrobos de tantas músicas de antes, las músicas de hoy son parcas incluso en sonrisas. El sólo sonar difícilmente se estruja y arremolina (¡clarividente y blanco Satie!), más bien se despereza, algo inercial. De ahí que en un concierto de intemperie pocas veces el aire se desgañite o se le ponga el ojo oscuro de las ensimismadas músicas de hace muy poco.
Más bien el son se presenta travieso, astuto, artero. Con lo que a las músicas de intemperie les confiere ese aire entre lúdico e inaprensible que ya entrevió A. Kirschner en su tratado del eco o Phonosophía anacámptica, un bello libro donde este sabio jesuita del siglo XVIII nos describe “los diferentes movimientos del aire” o cómo el son y la luz son entes cuasi idénticos: “las únicas diferencias entre sus emisiones son que la luz se propaga en el aire según seguimiento instantáneo, y el son siguiendo un movimiento sucesivo”, esto es en morosa temporalidad. Y esa morosidad, unida a las porosidades del aire, a las densidades del agua y a las distintas solideces de las superficies de los materiales y las cosas contra las que el son tropieza, generarán los diversos grados de resonancias y ecos en que nada el son de manera evidente para la escucha atenta.
Llorenç Barber, Gloken Konzert Münster, mayo de 1998

Una escucha que también se toma su tiempo y que tantas veces es “éxtasis” o “siste viator”, esto es, parada técnicamente necesaria para captar la “sucesividad” del rayo sónico.

Mediante este clarear del tiempo en escucha, escrutamos la piel del son como si de un libro o texto se tratase, lo que nos lleva a tomar conciencia de que ­mediante la audición­ somos parte del texto del universo y por lo tanto ­a lo Lyotard­ “descifradores descifrables en la biblioteca de la sombra” o “vaga nada que rompe sobre vaga nada”.

Y ello afecta sobre todo a los tiempos ­a la escala temporal­ de las músicas, más que nada al de aquellas de exterior, pues el sonar ha de darse, y en tal morosidad, que el misterio, el acontecer y lo intempestivo de ciertos encuentros irrepetibles no tuerzan ni, menos todavía, hagan imposible la fruición del permanentemente descolocado escucha. Un escucha que irremediablemente situado en un punto y no en otro, y atento a una sola perspectiva, debe jugársela con decisión y suerte a una deambulación que da cuerpo a distintos espectros sonoros, bordeando ese límite de lo difuso (a veces entrando a saco en lo confuso), emplazando al sonar y desplazándose por el locus, del centro de la nube sónica a sus bordes o viceversa.

En el fondo, toda mi música de campanarios y ciudades devino reflexión sobre la escritura, o mejor sobre el escribir el espacio ese que siempre es musical (o espacio musical “externo”, añadiría aquí un semiólogo como Tarasti, en contraposición al interno, aquel que damos por oírlo todo poblado de registros, escalas, octavas, sonidos altos o bajos, etc. Y que los distintos minimalismos cargaron de esplendidez al borde de todos los alucines). Y dentro de ese espacio ­hecho texto­ cada escucha ha de escoger libremente su perspectiva acústica, sea entrando en cómodas inmovilidades, sea desplazándose en el espacio, que es aquí tan amplio y abierto como cada topos, ciudad y circunstancia lo permite. Además, frente a tanto solipsismo moderno, despreciador de lo colectivo y público, ensayar nuevas formas de escucha colectiva es nuestra tarea de compositores que laboramos con toda clase de especies de espacios y que acabamos produciendo a la postre una suerte de arte geográfico: “cuando soné tal o cual ciudad”, suelo decir. Arte geográfico, las más de las veces urbano, esto es, ya de por sí cargado de divisiones, muros, esquinas, plazas y tantas veces terrazas, miradores o balcones, todo lo cual proporciona al auditor una parrilla de posibilidades y transcursos posibles para atender a aquello que suena. Construyendo cada quién su propio laberinto por decantación, pues nadie sino el aleteante son le marca dónde o cuándo estar, o mejor, situarse para “fruicionar” la tonalidad o sonalidad de ese tiempo devenido espacio o, para decirlo con las mismas palabras mágicas de Wagner en su Parsifal, “zum Raum wird hier die Zeit”.

En una propuesta como esta, de paisajes y “fugitividad”, el aire devino oda y hasta odisea. Espacialismo y cinetismo van, pues, de la mano del tiempo.

OÍR CAMAPANAS Y NO SABER DÓNDE

La facultad del ser vivo de localizar en el espacio un evento sónico ha sido siempre esencial para su permanencia en el ser. Tanto en un contexto salvaje como en un contexto urbano. El campo de audición, a diferencia del de la visión, no está limitado a la frontalidad, pues debido ­en gran parte­ a las leyes de la difracción acústica el son nos envuelve y podemos discernir auditivamente tanto hacia adelante como hacia atrás, aunque con ciertas dificultades de localización y dirección, por lo que la experiencia y el conocimiento del campo en el que se sitúan las fuentes sónicas es fundamental cuando la visión no deja ver el emisor.

Es hermoso recordar a este respecto aquel pasaje de Proust: “Yo oía el tic tac del reloj de Saint­Loup que no debía estar lejos de mí. El tic tac cambiaba de lugar sin parar pues yo no veía el reloj, me parecía escucharlo de atrás, de delante, a la derecha, a la izquierda, a veces lo oía como si estuviera lejos. De repente descubrí el reloj sobre la mesa. Entonces escuche el tic tac en un lugar fijo del que no se movía más. Creí oírlo en ese lugar concreto pues no lo oía más, lo veía, los sonidos no tienen lugar”. Proust, puede que sin ser consciente, sigue aquí el modelo Hegeliano de artes del espacio y artes del tiempo, y por supuesto para Proust como para Hegel, lo sónico es pura evanescencia, pneuma, ardor del aire, que ­no teniendo lugar­ no tiene existencia objetiva, permanente, sino sólo vuelo. De ahí las frases de los clásicos, “verba volant”, “espiritus aliit”, o incluso el popular “oír campanas y no saber dónde”. En efecto, un buen oidor es un cazador, (espacialismo, decíamos más arriba, va de la mano de cinetismo), alguien que pesca al vuelo los sonares y actúa en consecuencia. Algo de cazador, de su intuición y fortuna, ha de tener el auditor de un concierto de espacios, como lo son mis conciertos de ciudad con campanas y demás, pues el mundo fugitivo de los sonidos, viaja como “por espejos”, partiendo de puntos sónicos que no identificamos muchas veces con los ojos y que pueden estar en las antípodas del punto aquel de donde nos parecen, burla burlando, venir.

Hay una breve poesía de Lorca que no me resigno a callar: “El pájaro/ tan sólo canta/ el aire/ multiplica/ oímos por espejos”.

Y a estas músicas que son pura auralidad, pues el ojo no distingue fuente ni gesto instrumental, ni movimiento, ni esfuerzo interpretativo alguno, sólo lo supone o lo imagina, a estas músicas digo, siguiendo al Platón de los Diálogos, las llamamos acusmáticas. Y acusmáticas son mis músicas de intemperie y relente en las que sitúo a los instrumentistas, cuando los hay, en balcones y terrazas para que su sonar parangone el de las campanas y campaneros, tantas veces encerrados allá arriba entre tejas y mal cerradas ventanas, o también el sonar de los buques de mis Naumaquias, que piafan en la lejanía, unos y otros haciendo más vago todavía el sólo, aleteante son, que nos llega casi sin saber cómo.

 

Estudio para Borealis concert. A midsummer night concert. Estocolmo, junio de 1998

Hegel, por el contrario, y con él todos los demás, reduce o hace abstracción de esta suma de laberintos que toda escucha es para concretarla en sólo aire que encuentra otro aire que llamamos alma, olvidando o relegando toda materia espacial por no ser ni clara ni precisa, esto es, con dimensión cartesiana. Hegel lo expresa así: la música “extrae de la materia espacial el alma sonora… el mundo fugitivo de los sonidos penetra directamente por la oreja al interior del alma, donde despierta sentimientos simpáticos”.

¡Cuán cerca está Hegel y con él todos los Hölderlin, Novalis y demás románticos del ancho mundo, de los misticismos religiosos conocidos, sean de raíz animista, analógica, sufista o cristiana!.

En este punto, Hegel continúa la vieja tradición patrística de la fides ex auditu, de lo profundamente inaprensible de lo sónico que más que algo físico o material, más incluso que una volición discrecional, es un servicio, o como ellos dirán, un ministerio, así lo expresa San Bernardo, “la visión nada tiene que ver con la fe, esta es dada y mantenida por el ministerio de la escucha”.

SOBRE LA MATERIA ESPACIAL

Pero olvidemos el “alma sonora” de tantos románticos para concentrarnos, por el contrario, en ese mundo fugitivo que es “la materia espacial”, esa materia sobre la que Hegel pasa como de puntillas para escapar a lo extenso del locus iste, de la composición del lugar. Y una materia extensa esta que adquiere fisicidad y presencia con el sólo sonar ese en abandono de las campanas. Música expósita, ahí, a merced de las espacialidades y los meteoros. Música ­o mera toma por el son del lugar­ que en su pobreza furtiva no necesita de ritmos, armonías, cadencias ni acordes, y menos de melodías, sino tan sólo de sonar ahí o allá, en soledad incrédula y en medio de un universo agarrado por los pelos de un bosque siempre parco de sucias, inseguras, olvidadas torres pobladas de inverosímiles bronces campaneros.

Música expósita y povera hasta tal grado de inocencia que, más que una composición del lugar es una mera ocupación del terreno, toma del sitio; bien que como ocurría con el 4’33 y con tantos minimalismos, el mero esparcirse del son campanero nos abre, parece que inevitablemente, a una rara sensibilidad macrocósmica. O como dice Tarasti, hablando del fenómeno Satie (Le minimalisme du point de vue semiotique, 1998): “Una música tan povera conduce la atención del auditor de la percepción sensorial, de la superficie sensual de la música, a la metafísica y a la meditación”.

Sólo que esta “toma” de la materia espacial se quiere inocente y secularizada, no sólo de las formalidades de las músicas “compuestas”, sino también del componente compositor, por lo que, más bien, se trata de una maniobra que suena (en las antípodas de las obras de auditorio que también suenan pero suenan siempre a la manera de tal o de cual), de una intervención que no se quiere “pieza” sino ocupación ocasional de un campo que lo es de tensiones, magnetismos, traslaciones, constelaciones y roturas o huecos de sonidos y silencios en proximidad, en implicación explorativa de aires públicos. Música pues de ágora, por nuestro mero atender el espacio público, abiertos tan sólo de oídos.

Y este fiarlo todo a la auralidad ( y a sus concomitancias y sinestesias, o simpatías como preferían llamarla los clásicos) de mis conciertos de ciudad, dictan una escritura mínima ad hoc, llena de redundancias y amplios paños temporales en circular hacerse y deshacerse para atender con parsimonia ese “ ministerio de la escucha” del que hablábamos antes. Y ese presentarse del espacio (sea mediante latigazos extemporáneos y sorpresivos, sea mediante algodonoso ir creciendo en nube sónica que densifica todos los poros del aire) encuentra tres maneras de decirse mediante siempre torpe escritura mensural, a saber:

 a) una escritura que atiende a las distancias, esos lejos o cerca que un plano o mapa dibuja con claridad y que invitan a encadenamientos o sucesiones, unos posibles y otros ilusorios, como ocurre con la sucesión de rebotes y ecos en la naturaleza, aquí impedidos y acrecentados por accidentes obvios: calles que funcionan como tubos, plazas tambor, colinas que se esparcen en todas las direcciones, torres mochas encajonadas por enmudecedores rascacielos, avenidas tapón que bloquean mediante alturas y motores, etc. Como también por materiales favorables (ese granito y esa inolvidable humedad de la ciudad de Santiago o la sequedad cantarina de Granada o Cholula) y ese coadyuvar o no de los siempre caprichosos e impredecibles meteoros. Eolo, ¡gran componedor!

b) La complementariedad u organización vagamente sincrónica, de grumos o racimos, que llamamos heterofónica y que juega con todas las delicias de la imperfección que rondan desde la (sólo) querida sincronía a la pregunta­respuesta (música responsorial) con todos los roces de la cacofonía evitada o encontrada. El espacio es aquí cena de señales y cenizas. Bosque de tropezones, coincidencias y “casis”: esto es sonar aquí y allá casi lo mismo, casi al mismo tiempo, casi en el mismo orden, casi a la misma altura y color, etc. Y en cualquiera de los “allás” abarcables.

c) Mi preferido por las ilusiones acústicas que genera en ciertos oidores: el continuum, un conformar, homogéneo o no (mediante insistencia más o menos isorrítmica y bárbara y frenética), una especie de chapela o cataplasma sónica que, como nube o masa densa, ocupa la “materia espacial” llenando de torrentera sónica los aires. Un pedal, más que chacona (para chacona la que escribí para la catedral de Reims), que unas veces es amalgama pastosa que asciende fluyendo desde los graves hasta los aguditos de toda una ciudad, y otras es un condensar de aires en realimentación o feed back que enriquece su turbulencia o tutti, prolongándose durante inverosímiles minutos (sólo la música de La Monte Young, entre las músicas de auditorium, podrían parangonársele): ahí adentro de ese fluir constante se conforman enmascaramientos y fusiones enharmónicas o espectrales que pueden llevar al escucha a asociaciones inauditas o a ilusiones acústicas nunca experimentadas antes. Recuerdo con especial viveza el crescendo de bronce y chirimiri de Donosti, el electrónico (?) enrarecerse del aire de Salzburgo, el seráfico canto (?) de un Nuremberg que se corporeizó muy wagneriano, o el metálico vibrar de Niza tal como lo describió Daniel Charles al acabar el concierto.

Junto a estas tres maneras de presentar la ciudad su autoescucha explayadora, apenas si añadir arranques de tímido presentarse en adolescente “aquí estoy” o finales en arrebato. En medio, un coloreado entrar en éxtasis o adagio de indolentes colores. Por cierto, para tales menesteres suelen los campaneros usar tubos de plástico expele armónicos, a veces también triángulos o pitos de árbitro, o bocinas como de Nautilus equivocado, cuando de una Naumaquia se trata.

Quiero también resaltar aquí la utilización de la voz en ciertas ciudades y momentos. Una voz que expele glisandi a modo de muecín en alto minarete, poblado de malos megáfonos, como tantas ciudades a lo Damasco nos cantan. Hay veces que la voz toma el megáfono para anunciarnos viejas mercancías a través de un aire igual de viejo: anuncios de periódicos, de gas, etc... pueblan los espacios entre racimo y racimo de badajazos.



ATAJOS Y DESTIEMPOS, LA CIUDAD PLURAL

Si la casualidad no existe, existirá la causalidad por más incierta y difuminada que esta se halle. El caso es que música y arquitectura han estado en reciprocidad actuante desde la antigüedad clásica hasta nuestros días, vía proporción o armonía (Luca Paccioli, Alberti o Goethe para el que la arquitectura no era sino “música petrificada”) pero también vía modernidad, esto es, ese idear el espacio urbano, pero también nuestra relación con lo sonoro, con lo compuesto, desde un ideal punto cero, negador de toda tradición y residuo histórico.

Sólo cuando se resquebraje este blanco y homogeneizador modelo moderno se aceptará ­sin complejos ni límites­ una relación fruitiva con la música y con la ciudad en coalescente multiplicidad, aceptando la coexistencia, la contradicción, la yuxtaposición y la diversidad como un punto de singularidad positiva.

Y sólo en un contexto tal tiene sentido nacer a una música de espacios públicos que toma el topos más cargado de historia y significación como cruce ­nada neutro pues­ en donde plantar las semillas de una música plurifocal y espacial capaz de hacer sonar la ciudad, no siguiendo la metáfora de la máquina o del moderno “establecimiento humano” o unidad habitacional, sino de la ciudad como “locus iste”, esto es, como punto cargado hasta la incandescencia por un designio singular e irrepetible; es lugar que un dios escogió ­vaya usted a saber porqué­ para el tránsito por la vida de toda una colectividad. (“locus iste a deo factus est” dice la fórmula de consagración de un templo cristiano).

En efecto, la ciudad, pura sombra desafiando el calendario ­ esa “levita matemática” que decía Bataille­, pone en danza entre rehabilitaciones y lecturas infinitas (aquí y ahora mediante el viejo y olvidado sonar campanero) un topos que no se deja atrapar ni por el lenguaje, ni por tonalidad, ni por sintaxis alguna, tal es la fluidez, picturalidad y hasta tactilidad de registros, tránsitos, opacidades y transparencias que su sonar, desde las inestables alturas, nos ofrece. Añádasele a esto el hecho de que las viejas campanas nuestras no suenan afinadas sino en inestable acumule de armónicos desplazados, lo que le da una lectura singular de tránsito cantado a cada cual.

Poner en forma de nuevo el cuerpo y el espacio social de una colectividad, ese es nuestro convocar. Una opción que ayude a observar cierto silencio y que ­quitando lastre a nuestra convivencia­ ayude a frenar la velocidad mortal que envuelve la vida ciudadana. Un vivir cosmopolita demasiado poblado de terribles pesadeces, bajas frecuencias, ruidos sordos y pesantes que además, son los mismos turbopetardos de cualquier otra ciudad. Uniformización que vuelve muda la calle y sus reflexiones, volviendo, asimismo, indigentes los espacios públicos, hasta hacer perder al entorno todo el sentido, riqueza y hasta identidad a base de tanta perversión.

Tantas veces la ciudad deja de ser ciudad para devenir mera yuxtaposición de lugares decepcionantes sin confort social o público, simple compartimentación de superaislados apartamentos, microterritorios sordos por pura subsistencia… y mientras los llamados compositores, volcados en sus músicas de auditorio, no oyen ni atienden las proximidades.

Y ahí es donde nuestro aldabonazo de distancias, bronces y aires nos hace útiles, coadyuvando a poblar el espacio público de rara asamblea de oyentes, además convocada a escuchar sin ver, sin espectáculo al que atender, situación acusmática de cuerpo a cuerpo con el sólo son sin servidumbres gestuales, teatrales, dramáticas. Gente pendiente tan sólo de timbres, dinámicas, resonancias, confrontaciones etc. De masas sonoras, de sonidos que llegan o van de excitación en excitación, o de indolencia en indolencia. Nubes en contracción o en rarefacción cacofónica, vuelos de armónicos, precedidos o no de “dondondes” vulgares como calendario viejo.

LOS TIEMPOS TURBIOS

Acto de apropiación, un concierto de ciudades es una componenda activante que no concluye (música impromptus), sino que modula intensiva y extensivamente nuestra relación con el entorno: nada va a volver a sonar igual. Espacio tocado por resonancia expandida y contumaz, la ciudad queda interrogada al tiempo que a través de la boca campanera, nos cuestiona a nosotros como ciudadanos.

Y este trabajo de reactivación de melancolías y memorias empuja al imaginario más allá de lo banal cotidiano hacia una rearcanización de perdidos arquetipos que ­cuerpo simbólico­ todavía andaban ahí y quedan “visibles” al hacer respirar el espacio y sus arrugas de años. En efecto, todo queda reformulado. Además esta música musicans, usa de tiempos otros. Así, frente al tiempo corto de lo actual, de lo contemporáneo tan pegado a un estreno, a una programación (que las más de las veces es un definitivo y también corto adiós), esta música de espacio público se queda pegada como cataplasma a la ciudad y a su instrumento más simbólico para cazar de nuevo estratos temporales de larga duración y sedimentación, como aquel arte geológico en permanente erosión de que hablara Robert Smithson. Así es, frente a los pretendidos tiempos blancos de las músicas pegadas a planteamientos estructuralistas o eventualistas y zen a lo Cage, aquí entramos en barrocos tiempos turbios, tiempos que se pierden en la noche del tiempo, como se pierden en la oscuridad y lejanía de los abandonados campanarios, espadañas y relojes públicos. De nuevo, al bajarse del pedestal del yo, el encuentro con la desmesura y lo inmemorial: ¡oh, barroco agazapado ahí siempre!.

 

Partitura para Heritage. Salzburgo, septiembre de 1997 Partitura para Omnem Terram. Lisboa, junio de 1996 Estudio para Omnem Terram, Lisboa, junio de 1996.

Y desmesurados resultarán también mis “músicas volantes”, “estudios (paisajísticos) de ecos”, o los “de sol a sol” en los que la naturaleza, el paisaje, no son fondo ni decorado fiero, ni instalación efímera sino caja geológica sonante e instrumento con el que entrar en conversación, en acorde. En efecto, lo que de ahí brote no será virtuosismo ni pintoresquismo efectista, sino son arrancado con astucia, música de encuentros intensos, procelosos, casuales, insólitos. Y todo ello desde un ascetismo interrogador tan rayano con lo povera, como pleno de vis seductora y primordial. Y a escala, no de espectáculo, sino de tiempo cósmico, un tiempo suprahumano cuyo cosmoritmo más elemental y evidente es el del sol y su ruta circadiana.

ARTE Y EXTRAVÍO

Los conciertos normales se dan, tienen lugar. Ciertos conciertos como estos no se dan, se cometen, o peor, se perpetran, como ciertos errores, atentados o suicidios, pero también estos enloquecidos actos de siembra sonora tan loca y profusa que los rebotes crecen como en selva, en espesura. Demasiadas veces es tal la hirsutez de emisiones, ecos e insistencias abrazadoras o, por qué no, de deslavazados, desérticos interludios, que el escucha tiene la impresión de perderse, de entrar en extravíos semejantes a los que uno tiene en medio de ciertos paisajes o en medio de ciertos lenguajes. Pero eso sí, este atravesar el espacio sónico puede devenir incidencia reveladora, como nos cuenta Robert Smithson “hay que perderse en el lenguaje, a riesgo de perder el sentido (el centro), pero a riesgo también de atender el arte” y así le fue revelado a Smithson por una “ficción insondable” de la selva de Yucatán: “debes ­algo le dijo­ viajar al azar, como los primeros mayas, corres el riesgo de perderte en las espesuras, pero esta es la única manera de hacer arte”.

LA ESCUCHA ALELADA

Y perdido en espesuras de son y de acontecimiento, es como se encuentra el oidor que se ve atendiendo irregularidades, cacofonías y penumbras en pasaje, desencaje o dislocamiento que es como Walter Benjamin define la condición del espectador moderno; sólo que aquí el desencaje anda elevado a la enésima potencia de una escucha en tránsito, en trayecto. Un recorrer escuchante para atrapar el habitáculo, el aura de ciertos sones.

Una actitud y talante constructor muy alejado de aquel espectador sentado frente a algo que le hacen (por más que la orquesta se esponje en aséptica aula de climatizados, tantas veces climatéricos sones), un espectador ­el de auditorio­ que manifiesta su fe, su escucha entre la reflexión y la genuflexión, atendiendo más a la permanencia que al pasaje, mediante la plausibilidad, esto es, dando salvas de frenética verosimilitud a unos sones que tantas veces viajan con su aura ya arruinada de pura brillantina y culto inflado a base de mercantilización “hipervirtuosística”, pero también arruinada por un desentenderse del problemático ubi en que vivimos aherrojados a una escucha de ruidos ruina.

Y esta escucha de intemperies adopta unas veces actitudes de flâneur u observador parsimonioso a la pesca de encuentros y detalles fortuitos e inesperados, otras, en cambio, de un rápido ir y venir más superficial y anecdótico a la pesca de un imposible todo que se le escurre entre las orejas, la lejanía y los cansados tiempos. En todo caso cada escucha gradúa su desplazamiento topográfico, su dislocarse, atendiendo a criterios no dados ni experimentados por nadie antes que él. Tal es la frescura de lo que se le ofrece. De cualquier manera, si se queda quieto será su decisión, no la de otros: poner en cuestión la estaticidad obligatoria de la escucha, como también sacar la escucha al espacio público ya es en sí una conquista. Pero además es este escucha errante quien crea su propio territorio, quien dispone de su tiempo a placer, quien acaba sin más intermediarios esta inacabada música, quien mediante todos estos procesos, conquista a su aire la realidad.

En el fondo, un concierto de ciudad es un crear juntos. Es un arte (?) colectivo que toma el espacio público más simbólico de una ciudad para, en este site, ceremonializar un acto intensivo en el que el auditor pone en acto aquella vieja máxima de Duchamp “ce sont les regardeurs qui font les tableaux” .

Propuesta pues, transnarcisista e intercambiadora, la activa escucha de un concierto de ciudad se constituye en práctica social, hija de un arte que, en palabras de Jean Swidzinski, “dejo de constituir modelos autoritarios de creación para el Otro. A través del contacto con el Otro nos llega la necesidad de desarrollar nuestros propios modelos. Ser artista hoy es hablar a los otros y escucharles al mismo tiempo, no crear solo sino colectivamente”. (Freedom and limitation, 1988).

Ambos, auditor y proponente, componen la situación, cada quien monta sus derivas, (recordar aquí que el concepto de “montaje”, tan cinematográfico, es de raigambre musical) las calles ­decía el viejo Mayakowsky­ son nuestros pinceles, con ellos escribirá cada oyente su opus. Es un arte (?) este de la reciprocidad, una grupal acción consistente en compartir escuchas.

Propuesta incidental y útil, este productivo lanzar badajazos al aire, al cielo raso, acompaña e incita a la resignificación del locus de las degradaciones, ese viejo corazón de la ciudad donde nadie más quiere permanecer, sólo pasar. En un contexto así es donde un concierto de campanas adquiere todo su sentido social, pues ahí el auditor no es público, es resistente, o mejor, es guerrillero que comete la tropelía de tomar parte corporal, táctil, visual, aural, en un acto que se quiere unas veces rememorativo, otras reivindicativo, las más extremas, fundacional. En mi recuerdo suenan los nombres de un Logroño, una Guatemala o un Quito donde la acción de toma hubo de ir acompañada, o mejor precedida por guardias y hasta por tropas de apoyo: tal era el grado de pérdida, pues todo espacio público es un espacio gravemente disputado. Y con ello hemos de contar, la toma es siempre a condición. La ineficacia a esos niveles de propósitos como el nuestro es palmaria, de ahí que este salirse de la acabada música de auditorio lo sea mediante la caza de instantes: arte kairético el nuestro. Y arte de lo posible ­que es mucho­ pues mediante la intensidad, el detenimiento y hasta la complacencia en lo memorable también dominamos el lugar. Y la ciudad es siempre paisaje en estado de emergencia, tantas veces fracturado por trazas y verticales que lo hacen discontinuo y cansado para una escucha con ansias de ser instrumento “almado”; pero que ha de conformarse aquí, a la intemperie, con ser una escucha ­como decíamos más arriba­ alelada, esto es, que oiga en vago más allá, como lo vió ya muy bien A. Ehrenzweig en cita entresacada por R. Morris: “our attempt at focusing must give way to the vacant all­embracing stare”, lo que en román paladino quiere decir algo así como “nuestra tentativa de focalizar debe dar paso a una alelada mirada que lo abarque todo”.

Y esta escucha all­embracing tropieza con el barroquismo inevitable de ese instrumento oxidado e inactivo que es la vieja “signa” o campana. Y mediante ella, entra en expanded music, una música que como hemos ido desgranado aquí, línea a línea, imagen a imagen, no es, ni puede serlo, un producto acabado, sino un mundo encontrado (trouvée) cargado y cansado, una “cierta actividad” como nos resume muy bien Robert Morris “an activity of change, of disorientation and shift, of violent discontinuity and mutability, of the willingness for confusion even in the service of discovering new perceptual modes”.

Michoacán, diciembre 2002

 

 

 

 

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