A. C. T. O
Nº 1. 2002  
  Se calienta el mármol
Juan José Lahuerta, fotos Eva Serrats
 
Donde se da noticia de que entre los últimos, y escasos, monumentos vivos de Barcelona se encuentran unos mármoles situados en ciertos umbrales de la Rambla de Santa Mónica, y se nos invita a mirar el suelo que pisamos para descubrir, en las huellas que abandonamos al paso, la imagen petrificada de nuestros cuerpos sometidos al tráfico abstracto y especulativo de la ciudad.
 
 
Estamos acostumbrados a ver –o deberíamos decir, a notar– en el mármol de los umbrales, en los suelos de los zaguanes, en los escalones, la huella que los pasos de otros como nosotros han dejado al cabo de los años. El pie se apoya siempre en el mismo sitio, con la misma presión relativa y en la misma postura, sea quien sea la persona que entra, o sale, o sube. La disposición de las cosas –la posición del picaporte o de la barandilla, por ejemplo– obliga al mismo gesto a todos quienes pasan por allí, y encajamos nuestro pie en la huella como en un molde necesario. Esas huellas suelen ser profundas, pero suaves, redondeadas, como las que dejaban antes las ruedas de los carros en los adoquines de las calles o como las que han dejado las manos en las molduras bajas de los muros de una iglesia, en la pila del agua bendita o en las heridas de la madera de un santo. De esos surcos y de esas huellas no se puede escapar: ¿quién intentaría hacer pasar su carro por otro lugar o poner su pie, expresamente, absurdamente, al otro lado del escalón? Los carros cargaban con grandes pesos y sus ruedas llevaban llantas de hierro; las manos de quienes se apoyan en el borde de una pila para mojar las yemas de sus dedos, en cambio, tan sólo rozan suavemente la piedra, y los labios que se acercan al pie de un Niño Jesús casi no lo tocan. Sin embargo, el efecto de esa llanta pesadísima no es distinto al de la caricia o el beso repetidos infinitamente en la misma superficie dura. Como el agua de un río, son fluidos que bañan continuamente, sin pausas, el cuerpo sólido por el que discurren, modelando en él las formas suaves de esas huellas. El desgaste del mármol de un umbral no es el producto visible de la permanencia de una devoción, sino de la acción más cotidiana, y el gesto de poner el pie en el primer peldaño no es ritual, sino inconsciente, pero conforma los mismos huecos, provoca las mismas suavidades, modela igual que el gesto devoto. Las gentes que han acudido todos los días de su vida a acariciar un pedestal sagrado y las que, como nosotros, han atravesado un portal cualquiera tan sólo una vez, entrar y salir, una vez nada más, han dejado el mismo rastro, exactamente el mismo.
Aunque no. Es el mismo, pero no lo es. La erosión del pie de un santo es el testimonio de su virtud: es la huella que habla de la permanencia, de lo que se conserva; en el mármol del umbral de una puerta o de los peldaños de una escalera cualquiera, en cambio, ese desgaste es el signo de su ruina, lo que nos dice que esos peldaños serán cambiados por otros nuevos y lo que nos avisa de su próxima conversión en escombro. Así que el dulce stiacciato de esos umbrales cualquiera en los portales de nuestras calles no es sino la imagen engañosa de la crueldad de los elementos, que en este caso, sin embargo, actúan sin ninguna solemnidad, a través de nosotros mismos, sin consuelo o, peor, sin atención. Podríamos traer a cuento los tópicos más barrocos, pero aquí no hay agua ni viento ni maleza aliados con el tiempo, sino nada más que nuestros pies entrando y saliendo del portal a toda prisa, sin fijarse pero fijándose inmisericordes en su huella sin importancia. Nosotros somos los agentes y las víctimas de esa erosión que nadie llamará pátina, como la de una piedra histórica o sagrada, sino ruina: la basura que produce el uso, nuestro propio uso, el uso de nosotros mismos. O sea: huellas que no son nada, que no permanecen, que hablan, sin paradoja, de lo que se destruye sin dejar rastro, que gastan por igual el escalón y la suela del zapato, que no animan.
Aunque no todos los umbrales se desgastan del mismo modo. Bajando por la Rambla de Santa Mónica, a la izquierda, en algunos portales se ha producido una extrañísima erosión. No hay nada de esa suavidad, de ese sfumato al que estamos acostumbrados, sino dos agujeros, uno a cada lado, perfectamente simétricos, estrechos y hondos, que han llegado incluso a atravesar el mármol y que cuando llueve se llenan de agua sucia, como pozos. Son oblongos, formados por distintos estratos que van del borde romo exterior al corte roto, quebrado, del fondo, y que están unidos por un rebaje continuo, alargado, una especie de arruga que los abraza a ambos y que se estrecha en el centro del peldaño. Detrás de cada uno de los agujeros mayores pueden distinguirse dos hendiduras cuya tendencia a unirse para ensanchar aún más el hueco principal es manifiesta. No llegaron a hacerlo: la erosión se interrumpió aquí. Aunque en este caso más valdría hablar de excavación: esos agujeros los han hecho los tacones de las prostitutas que durante años han esperado ahí a sus clientes, apoyándose en las puntas quietas de los pies, repiqueteando para pasar el frío. Pocas veces quedará tan tajantemente demostrado cómo lo táctil contiene a lo visible, y con qué violencia lo hace. El tacón puntiagudo golpea rítmicamente el mármol, descarga en él el peso de todo el cuerpo, que es un cuerpo expuesto; la música y la carne de gallina se contraen en el hueco oscuro de esos agujeros, taladrados de dos en dos, como dos ojos o, si quisiéramos construir un emblema apropiado, como las cuencas vacías de la calavera. O como ojos, entrecejos fruncidos y orejas de piedra. O huecos como senos –eso es lo que son, propiamente: seno, matriz–, el golpe del talón retumbando en ellos. O huellas en el mármol y huecos en el cuerpo, orificios en la piedra y en la carne, agujeros obtenidos por un comercio convertido repentinamente en heroico arte di levare. O un cuerpo que tirita pero que, como gran escultor, calienta el mármol, haciendo de las vetas venas, arterias y tegumento. O, en fin: trépano sin tiempo del cuerpo helado y exhibido.
Esos mármoles se han desgastado así porque en ese instante de la exposición de los cuerpos, esos son los umbrales que no se atraviesan, los umbrales extremados, a la vez refugio y escaparate. Cuando los ocupaban las mujeres sólo tenían un lado, una cara. Son huellas producidas por el peso de un cuerpo absolutamente real, que tirita de frío y que tiembla de los nervios de la espera, en el momento preciso en el que ese mismo cuerpo, en ese umbral, aparece flotando en un mercado sin umbrales, absolutamente abstracto. Las huellas surgen del instante de un uso suspendido, del puro valor de cambio de unos cuerpos convertidos en mercancía, pero, sin embargo, es justamente el peso de un cuerpo verdadero y trémulo el que las excava. Cuerpo sin tiempo, claro, y sin cualidad, indiferente, pero helado y expectante: esas huellas son la reminiscencia de lo perdido, pero, al mismo tiempo, la imagen de la gran pérdida, tacto y separación, la señal de lo que estuvo aquí y la señal, mucho más dura, de que ya no está: la violencia a la piedra es la marca del cuerpo violentado. Estas son las huellas que no engañan, en las que no podemos poner distraídamente nuestro pie: el hueco de ese molde, de esa horma, no está ahí para esperar a nuestro zapato, sino para que tropecemos. Son las huellas terribles que nos expulsan y nos atraen al mismo tiempo, o que nos atraen porque nos expulsan, como el negativo atroz de un fetiche que ya no existe: sólo su huella. Pero también es en esas huellas, cráteres de un volcán frío, del contacto siempre repetido, de todos los momentos como el mismo momento, donde la ciudad verdadera –si es que eso es algo– sobrevive. Sobrevivimos, en efecto, como un residuo, en el lugar del contacto y la pérdida simultáneos.
En una ciudad oficialmente higiénica como la nuestra, turística, minimal, amante de la historia y de la arqueología recreativas, en la que todo se entierra bajo capas de Arquitectura, volvemos ahora a imaginar la Rambla como el gran río, torrentera, cloaca, jirón de prostituta, gran avenida, descubriendo de repente, aún, esas huellas, uno de los últimos monumentos vivos de Barcelona y uno de los pocos que podemos amar y admirar.
 

 


índice | info | inicio | @