EXPOSICIONES.  Pipo Hernández Rivero: Los cuadros malos. Academia Crítica, Santa Cruz de Tenerife, 2001. 
 

LOS CUADROS MALOS.
Iconos violentos en las pinturas fuera de serie de Pipo Hernández Rivero.
Ramiro Carrillo

 

 

Una exposición [comisariada] de los cuadros malos de un artista sólo puede ser un ejercicio de admiración. Admirar a un amigo tiene la ventaja de poder frecuentar su estudio, quizás incluso su espacio oscuro; el reservado, el lugar donde se arrinconan los desechos de su trabajo; los desatinos, las carencias y los fracasos. Si el artista es bueno, su reservado contendrá piezas interesantes, rarezas que, entendidas en un contexto adecuado, tendrán más valor que el de meros objetos para un coleccionismo anecdótico.

Tengo la completa convicción, desde hace ya muchos años, de que Pipo Hernández Rivero es un buen pintor. Esta afirmación no pretende celebrar su notable pericia técnica, virtud sin duda envidiable aunque no demasiado infrecuente en el gremio; ser un buen pintor significa, ante todo, entender el problema de la pintura, [quiero decir, estar en condiciones de concebir el problema de la pintura, de vislumbrar los términos en que se plantea]. En este sentido, debe entenderse que el adjetivo asignado a los cuadros que componen la exposición [malos] no califica su calidad, sino su, digamos, moralidad. Se trata de obras perversas, porque atentan contra lo que su autor considera intelectual y éticamente buen arte: son arrebatos expresionistas, ideas frustradas o abandonadas, excesos lúdicos, alguna turbia venganza contra una imagen rebelde.

Para situar el interés que considero poseen estos, si se me permite, antipipos, es necesario explicar que estamos hablando de un pintor cuyo trabajo se origina en el pensamiento razonado antes que en la emoción, en el proyecto antes que en la necesidad. De hecho, su formación como estudiante de arte tuvo lugar dentro de la más rancia y rigurosa ortodoxia del arte neoconceptual [epíteto usado a finales del siglo pasado para calificar a los artistas que entendían los aspectos materiales del arte como el desarrollo calculado de un proyecto teórico, que sería la verdadera obra]. En aquellos años realizó algunos trabajos fuertemente analíticos, engarzando sus elementos intelectuales y visuales con la precisión de un competente relojero [ensayos, tan lúcidos como cándidamente pedantes, que sin duda harían las delicias de los despistados que han pensado que Pipo es tan sólo un pintor, sin el buen delante]. Sin embargo, con el tiempo aprendió que un artista debe ser respetuoso [que no condescendiente] con sus propias pasiones, como también que la pintura no es una simple herramienta con que transcribir el discurso: la pintura es un ardid, un sistema de fintas sutilísimas en un juego de reglas complejas y cambiantes.

  Sonriente, 1996


Este tránsito entre el «artista que trabaja con pintura» y el [buen] pintor no ha sido un proceso de «estar de vuelta»; como esos creadores que, mareados de radicalismos neoconceptuales [perdón], redescubren las bondades de la pintura y proclaman jubilosos su plena vigencia, para fastidio de quienes siempre han profesado tal convicción. Por contra, esa evolución fue en Pipo el efecto lógico del desarrollo de su proyecto artístico: interesado en los mecanismos que operan en la formulación visual de los enunciados artísticos, el empleo consecuente de la pintura implica necesariamente un compromiso con sus códigos formales, su sentido histórico y sus posibilidades semánticas. Su trabajo es, de hecho, una exploración [crítica, no lúdica] de la capacidad de la pintura para continuar funcionando como medio para crear imágenes. Evidentemente casi cualquier objeto puede ser pintado, pero muy pocos cuadros contienen los elementos necesarios para engendrar una relación tensa [y fértil] con el universo icónico que nos posee, y que determina nuestras formas de leer las imágenes significativas [la negación de esta posibilidad es lo que lleva a muchos artistas a afirmar la muerte de la pintura, su actual agotamiento como forma de arte]. 

La tarea no es fácil, se trata de pintar imágenes que posean cierto grado de inestabilidad por relación con los códigos culturales respecto a los cuales adquieren sentido; si la inestabilidad es excesiva, se romperá el vínculo y la obra fracasará, del mismo modo que lo hará si la imagen es demasiado inocua. Alcanzar un contrato [en términos de Pipo] tan complejo entre anomalía y convención requiere una notable exactitud; comporta una labor continuada de contención y un difícil ejercicio de precisión pictórica.

La precisión se desprende del propósito de idear lo que podría llamarse iconos incómodos, figuras sin apenas valor representativo o narrativo, pero que combinan ciertas deliberadas resonancias simbólicas con un fuerte carácter sígnico. Formalmente tienen que ser híbridos de varios códigos formales, y por ello son embarazosos de clasificar: demasiado inquietantes para ser imágenes de cómic; demasiado cómicos para soportar una lectura formal, demasiado formales para ser decorosos a los ojos de un conocedor de arte actual. La contención radica en que Pipo sabe perfectamente que la moderada acidez de su pintura no encaja en la rutinaria radicalidad del arte más de vanguardia, pero no se permite ceder la responsabilidad de comunicar tensión al efecto morboso que proporcionan las imágenes contundentes, esas que garantizan tanto el impacto visual como, de paso, la artitisticidad de la obra [y no es que quiera insinuar que, desde este punto de vista, un perrito de Pipo sea una imagen más comprometida que, por ejemplo, un tiburón tigre encerrado en un estanque de formol].[Aunque, bien pensado, sí quiero insinuarlo]. Encontrar, pues, el grado adecuado de inestabilidad no es fácil, pero [expresado en sus propios términos] la dificultad es virtud.

La maldad de los cuadros de esta exposición reside en que son salidas de tono; en ellos el contrato que el autor ha constituido con la pintura ha sido roto por alguna de las partes. En consecuencia, estas obras posibilitan la lectura lúdica de unos presupuestos de trabajo densos; una operación intelectualmente saludable, siquiera como manera de marcar una distancia crítica con las obras buenas.

Con todo, lo sugestivo de estas piezas es que su perfidia ha envilecido a las propias imágenes, convirtiéndolas en iconos violentos. La génesis de esa violencia icónica [que nunca es morbosa; no son documentos de violencia real, sino emblemas de barbarie] es doble: por una parte, se originan como una de las estrategias de Pipo para obtener figuras incómodas; pero, ante todo, estos iconos constituyen un acto de violencia ejercida contra el propio cuadro: son la manera en que su autor liquida imágenes agotadas o desecha cuadros frustrados. La eliminación de los errores pictóricos se verifica antes en el ámbito de lo icónico que en el de lo físico; con mucha frecuencia Pipo pinta la destrucción del cuadro antes de deshacerse de él, [ejecutar un cuadro posee aquí un doble sentido]. Este acto curioso, elocuente reflejo del compromiso del autor con la pintura como fabulación, es uno de los aspectos más interesantes de estos cuadros. Por lo demás, la difícil relación que Pipo mantiene con sus iconos introduce otro nivel de tensión que, convenientemente depurado, se trasladará a la pintura de cuadros buenos.

Esta exposición pretende ser un paseo por el reservado, acompañados de un cuadro bueno [que nos guarde de caer en la tentación] que, por otra parte, ha sido rescatado de este espacio oscuro. Si en el paseo se sobrestima el valor de estas obras, el pecado es mío, pero ya he dicho que este proyecto es un acto de admiración, y la admiración, a veces, nos hace perder la moral.