ARQUEOLOGÍA DE LA MODERNIDAD PRÁCTICA
Thierry de Duve

Traducción de esteban Pujals[1]

 

Donde
el autor, habiendo diagnosticado la situación lamentable en la que se encuentra hoy en día el discurso estético partidario de la modernidad, pero resistiéndose a aceptar las tesis de aquellos que quisieran dar por cerrado el ciclo del arte moderno, nos descubre los supuestos y prejuicios que se ocultan tras las posiciones tanto de los revisionistas, aquellos que abogan por el retorno a valores premodernos, como de los postmodernos partisanos de la vanguardia, aquellos que abogan por la reducción del valor y la calidad de la obra a la supuesta transitividad de su función crítica; una operación que permitirá a los afectos al arte moderno recuperar una parte importante de la confianza perdida.


 

 

LA FUNCION CRÍTICA DEL ARTE Y EL PROYECTO DE EMANCIPACIÓN

Hace ya tiempo que la muerte de la vanguardia viene apareciendo en el menú y la mesa está servida para celebrar (¿pero puede tratarse realmente de una celebración?) el fin de la noción de progreso. Nunca significó esta noción, mientras estuvo vigente, es decir, durante todo el lapso de tiempo en el que fue impulsada por la Historia y ella misma impulsó a la Historia hacia el futuro, que el arte estuviera mejorando con el paso de los años. Ni tampoco que su calidad se atuviera a una curva ascendente parecida a la que seguían los descubrimientos científicos o las invenciones de la tecnología. Simplemente significaba que no podía concebirse un arte con ambición sino en tanto que fuera social, política e ideológicamente progresista; significaba que el arte debía acompañar, e incluso adelantarse, al proyecto de emancipación que en una variedad de formas subrayaba el advenimiento de la modernidad; y significaba que el arte colmaba su ambición utópica en una función crítica que vinculaba orgánicamente el ámbito estético con el ético, o, en términos “infraestructurales” concretos, lo artístico con lo político. De manera que la polémica sobre el fin de la noción de progreso se reduce, para el arte y para la cultura, a una sola pregunta: ¿puede la actividad artística mantener una función crítica si se aparta del proyecto de emancipación? Una pregunta como ésta exige en respuesta un “sí” o un “no”, acompañado del comentario que lo justifique. A mí me gustaría intentar responder directamente, pero no puedo, pues la propia forma en que se plantea la pregunta implica dos supuestos y un prejuicio que no estoy seguro de poder compartir. Los dos supuestos son: (1) cuando la actividad artística no se aparta del proyecto de emancipación, tiene una función crítica; y (2) la actividad artística puede apartarse de dicho proyecto. El prejuicio: la actividad artística debe tener una función crítica. Ésta sería la formulación del verdadero valor del arte y su definición. Así, me parece que en primer lugar debo decidir si los dos supuestos que subyacen a la pregunta tienen fundamento y si el prejuicio implícito en la pregunta es adecuado.

Preguntémonos ante todo por el significado, en su contexto, de las expresiones “proyecto de emancipación” y “función crítica”. “Emancipación” connota algún tipo de liberación, pero es más preciso. La palabra se utiliza para indicar la concesión prematura de la mayoría de edad jurídica, civil o política (digamos ética en general) a un menor. Esta concesión significa: no has alcanzado aún la edad adulta, pero yo considero, sin embargo, que tienes la madurez suficiente para poder anticiparte a la mayoría de edad, y en consecuencia, te hago cesión de autonomía, es decir, del derecho a la autodeterminación. La expresión “función crítica” se refiere también en este contexto a una vigilancia que opera en el ámbito ético. La actividad artística o estética operaría como juez, guardián o garante de la consecución de algún tipo de proyecto ético o político de emancipación. Éste es, más o menos, el significado del primer supuesto, cuyo contenido precisa ahora un análisis más detallado.

Supongamos que alguien tiene como proyecto la concesión prematura de la mayoría de edad ética a un menor; ¿quién es ese “alguien”, y quiénes son los menores? Ese alguien no puede ser cualquiera, sino quien ya tenga la mayoría de edad; de otro modo, ¿cómo podría decidir quién merece ser emancipado? Y debería ser alguien con poder, pues no podría, de otro modo, conceder autonomía. Digamos que este “alguien” es un déspota ilustrado, o el dúo constituido por un déspota y un filósofo: Voltaire y Federico el Grande, por ejemplo, o Diderot y Catalina de Rusia. O tal vez, en caso de no tener el poder, podría tratarse de una instancia en la que un proyecto científico de dominio se combinase con un proyecto político de conquista del poder, mediante la alianza de una teoría acertada y una práctica justa: el Partido Comunista dirigido por los escritos de Marx, por ejemplo. Un déspota ilustrado que prometiese la autonomía, una república de científicos y filósofos, o un partido político impulsado por la lucha de clases: he aquí tres versiones posibles de la vanguardia[2]. Se trata, podríamos decir, jugando un poco con las palabras, de una minoría mayor (de edad) que actúa en nombre y en beneficio de una mayoría menor (de edad). Como su propio nombre indica, la vanguardia se adelanta. Su adelanto se encuentra en el estatus adulto que disfruta con anterioridad a los “menores” que han de ser emancipados. ¿Y quiénes son? La ética (ya se fundamente en la representatividad de los electos, ya arraigue en la noción de Rousseau de la voluntad popular,  se articule en la dialéctica hegeliana o marxiana, o aparezca justificada por el centralismo democrático en el seno del partido proletario) exige la emancipación de toda la Humanidad: todos los hombres y mujeres, de manera universal, sin restricciones de clase, de raza o de sexo. En consecuencia (estoy simplificando tremendamente), parece que la emancipación rima con la revolución, la paz con el progreso, las luchas de poder con la dirección de la Historia y la leyenda que resume el proyecto (Liberté, Egalité, Fraternité) con la universalidad.

Juntamente con los políticos y con los hombres de ciencia, los artistas vincularon su actividad a un proyecto tal de emancipación, o fueron invitados a ello por los filósofos, y en ocasiones incluso se les concedió un papel de liderazgo[3]. Es éste un hecho histórico, que comenzó con la Ilustración, y desde esta perspectiva mi pregunta no es ni absurda ni rebuscada, pues es una pregunta que todos conocemos. Se basa en el hecho innegable de que una buena parte del arte moderno ha considerado su función crítica como un garante del proyecto ético de emancipación aliado con la Historia, anclado en el terreno político, y solidario ideológicamente con una revolución. Los ejemplos abundan: David y la Revolución Francesa, Gericault y la revolución de 1830, Courbet y la de 1848, Tatlin y la de 1917. A estas alianzas directamente políticas se sumarían las innumerables variaciones idealistas o materialistas, utópicas o pragmáticas, de prácticas artísticas cuyo destino se vinculaba a las aspiraciones de una revolución material, cultural o espiritual. No hace falta insistir. El fenómeno define la noción misma de vanguardia artística. Su sentido fundamental consiste en el vínculo transitivo que establece entre la ética y la estética. La liberación o la revolución estética puede, por lo tanto, verse como un anuncio, preparación, provocación o acompañamiento de una liberación o revolución ética, o viceversa. En ambos casos el supuesto es transitivo: si se consigue la libertad estética, entonces se materializa la libertad moral; o al revés, si se alcanza la libertad política, entonces tendrá cabida la libertad artística.

El primer supuesto que he mencionado (el de que cuando la actividad artística no se aparta del proyecto de emancipación, cumple una función crítica) se fundamenta, por lo tanto, en estas secuencias históricas o en otras semejantes. Lo que se trata de indagar es si arranca del supuesto ideológico (el prejuicio al que también me he referido más arriba) según el cual es positivo que la actividad artística tenga una función crítica, ya que esto define la calidad en el arte. Si la contestación a esto es afirmativa, la presencia de esta función crítica operará al mismo tiempo como un criterio de periodización y de valor. Es evidente que esta función crítica tiene que estar ausente de la producción artística con anterioridad a la aparición histórica del proyecto de la emancipación de la Humanidad, un proyecto ilustrado que marca el comienzo de la modernidad. Con anterioridad a la Ilustración, la función del arte era honrar a los muertos, servir a la Iglesia, decorar interiores burgueses, satisfacer el gusto, etc..., pero nunca (al menos de manera programática) ejercer una vigilancia crítica sobre el ámbito ético. Una vez aparece en la obra de arte, es esta función crítica precisamente, porque es novedosa, lo que separa radicalmente a la nueva obra de arte de las del pasado. Es más, esta función crítica impide que se atribuya valor a las formas del arte que no han conseguido llevar a cabo la misma ruptura. El único arte moderno relevante y significativo es el arte de vanguardia, y cualquier arte satisfecho con el ejercicio de las funciones premodernas (satisfacer el gusto, por ejemplo) pierde tanto su valor como su función crítica al resultar atrasado, retrógrado. Llegados a este punto, Rodchenko es artista y Bonnard no.

La alternativa rodchenko / bonnard

El problema que hemos heredado es fácil de comprender y todos somos conscientes de él. Se trata de un doble problema, que además es fruto del desencanto. Por una parte, lo político ha traicionado a lo ético; por otra, lo ideológico ha secuestrado a lo estético. En la esfera política, las revoluciones han generado el terror y el Gulag, y ya no se puede confiar en su proyecto emancipatorio. En el ámbito artístico, la idea misma de la vanguardia ha perdido gran parte de su vigencia; es el revisionismo lo que impera. Se rehabilita a Bonnard y se considera que el prejuicio (es bueno que el arte tenga una función crítica) constituye un error[4]. En esta línea, los revisionistas reivindican al Derain tardío a expensas del Derain cubista, al Picasso del “retorno al orden” a expensas del Picasso collagista, al Carrà metafísico a expensas del Carrà futurista, al Picabia de los cuarenta a expensas del Picabia dadaísta, etc...; o, para hacer una breve intrusión en las demás artes, se sitúa a Richard Strauss por encima de Schönberg o a Thomas Mann  por encima de James Joyce[5]. Todo lo cual me aproxima al segundo supuesto que subyace a la pregunta: puede ser que la actividad artística se aleje, a partir de ahora, del proyecto de emancipación. Probablemente esto no sea cierto para todo el mundo (por ejemplo, para Habermas, pero no entremos en esto). Probablemente el proyecto emancipatorio ya no pueda sostenerse, al haber generado desilusión y al haber degenerado en totalitarismo. Sin este supuesto la pregunta que estoy haciendo (y que ya para Adorno constituía un dilema) no tiene sentido. Repetiré la pregunta, insistiendo: ¿es capaz la actividad artística de mantener una función crítica, si consideramos que hoy aparece apartada del proyecto de emancipación?

Los revisionistas dicen que no, y las consecuencias se siguen inmediatamente: la modernidad ha terminado. Los términos “postmodernidad” y “postmoderno” parecerían significar esta ruptura; su sentido sería el del “abandono del proyecto de emancipación”. Supondrían también la reinstauración de los valores premodernos. Si la función crítica y la calidad han dejado de ir parejos en el arte, la satisfacción del gusto, la decoración de interiores burgueses, o incluso (para sustituir a la Iglesia) la glorificación de los conglomerados económicos multinacionales vuelve a constituir un objetivo posible. Es éste precisamente el reproche que expresan los últimos partidarios de la vanguardia, quienes afirman: “Incluso tras haber sido apartado del proyecto emancipador, el arte puede y debe mantener su función crítica”. Pero periodizan también, y proclaman el advenimiento de la postmodernidad, atribuyéndole fatal e inevitablemente a la expresión “función crítica” un significado que ya no puede ser moderno, o que sólo lo puede ser negativamente.

Recordemos de nuevo lo que era en su esencia la función crítica durante todo el tiempo que duró la modernidad, o (lo que es lo mismo) durante el tiempo en que la vanguardia llevó el impulso de la Historia. Suponía la transitividad entre la estética y la ética, y viceversa. Consideraba, así, que era su deber negarle cualquier tipo de autonomía al ámbito estético o artístico en relación con el ético o político. Desde la posición del artista, la libertad para crear formas (o anti-formas) no podía ser simplemente formal y autónoma, como en el arte por el arte, sino que tenía que representar al menos una incitación a dar pasos semejantes en la dirección de una libertad política y social. El arte era revolucionario y emancipador sólo en tanto en cuanto actuaba sobre la “vida”, es decir, sobre la vida civil. Desde la posición del aficionado al arte, el placer en las formas creadas por el artista debía evitar la reabsorción en el espacio privado del placer meramente personal; como mínimo, debía operar como estímulo de los deseos de transformación que en algún momento futuro subvertirían el orden social. En la medida en la que la actividad artística no esté separada de un proyecto emancipatorio, la función crítica y la función utópica son la misma. O mejor, la utopía se asocia a los fines, y la crítica a los medios: la utopía es una promesa, una proyección hacia el futuro, una anticipación, un soñar despiertos; y la crítica es la vigilancia de las condiciones que hacen posible el sueño, traduciéndose a sí misma en el rechazo del pasado y en la negación del presente, y haciendo posible la estrategia de transformación.

¿Cómo conciben los últimos partidarios de la vanguardia una crítica que podría sobrevivir a la pérdida del proyecto de emancipación y al fin de las utopías? Convirtiendo la crítica utópica en la crítica de la utopía[6]. Acusando, por ejemplo, a las “vanguardias históricas” de haber sido recuperadas, autonomizadas y traicionadas por las neovanguardias que las siguieron. Aplicando una atención vigilante, no tanto a las condiciones del sueño, como a las condiciones de su fracaso. Mostrando esto en obras que consiguen negar tanto la realidad social existente como el vuelo hacia la utopía, en obras que ya no se anticipan a nada, sino que manifiestan el hecho de que la anticipación fue prematura. La actividad artística mantiene, por lo tanto, su función crítica. La libertad de la que disfruta el artista en una sociedad de mercado sólo debería usarse para demostrar que esta libertad es ilusoria, para revelar que se trata sólo de un pretexto para la opresión o un privilegio adquirido a expensas de la libertad de otros. Hay que negarle al aficionado el placer que obtiene porque se trata de un placer privado, o, por el mismo motivo, habrá que hacerle percibirlo como algo morboso, usurpado, incompatible con el placer de los demás. La función crítica permanece. Permanece la transitividad entre la estética y la ética, entre lo artístico y lo político, y esto es lo que importa: la alienación moral es consecuencia de la reificación estética. O al revés: si se da una ausencia de libertad política, la autonomía del arte constituirá una falsa libertad. Podemos hablar de esto como de la condición postmoderna, y el arte que es lúcido al respecto le proporciona a la “postmodernidad” el significado al menos de un recuerdo de esperanza connotado negativamente: la utopía no se olvida, aunque haya sido borrada.

La pregunta (¿puede una actividad artística apartada de un proyecto de emancipación conservar su función crítica?) exigía una respuesta afirmativa o negativa. Y ha habido dos respuestas: la negativa de los revisionistas y la afirmativa de los últimos defensores de la vanguardia. En sus respuestas, los primeros hacen abandono de toda ambición ética para el arte, mientras los segundos la mantienen con un sentimiento desesperado. Por lo que se refiere a mí, ya he dicho al comienzo que no era capaz de contestar, al no estar seguro de compartir los supuestos y el prejuicio que implicaba la pregunta en su formulación. Me doy cuenta ahora de que sí los comparto, pero que debo redefinirlos de arriba abajo. Puesto que los dos bandos lo comparten, empecemos por el segundo supuesto,  el de que la actividad artística puede tener lugar apartada del proyecto de emancipación.

El proyecto contra la máxima

El término problemático no es “emancipación”, sino “proyecto”. Volvamos a la definición de emancipación. El término se emplea para designar la concesión del estatus de mayoría de edad legal, civil o política (digamos moral) a un menor. Los pensadores ilustrados (he mencionado a Diderot, a Rousseau y a Voltaire, pero estoy pensando en Kant sobre todo) eligieron bien la palabra. La Humanidad emancipada no es una Humanidad mayor de edad, sino una Humanidad a la que se le ha permitido adelantarse a su mayoría de edad, a pesar del hecho de no haberla alcanzado, como si la hubiera alcanzado. Sabemos hoy que la Humanidad nunca llegará al estado adulto (si lo entendemos como el estado enteramente racional y autónomo del sujeto ilustrado). No sabemos esto como resultado de nuestra desilusión histórica, sino como consecuencia del hecho biológico que distingue a los humanos de los demás animales: los humanos nacemos prematuramente. La neotenia, el hecho (reconocido desde hace tiempo por los embriólogos) de que el cerebro humano no esté completo, no esté plenamente “instalado” en el momento del nacimiento, es lo que ha proporcionado al cortex y al neocortex su prevalencia filogenética sobre estructuras cerebrales más antiguas (tanto en  sentido embriológico como en términos evolutivos) y ha permitido un desarrollo formidable de la capacidad intelectual del humano. Este hecho determina que el joven individuo humano sea muy vulnerable y que su crecimiento dependa de estímulos exteriores, de la presencia del lenguaje en su entorno, del cuidado y del afecto de los padres y de las relaciones sociales en general, y así de la cultura, en un sentido muy diferente de los individuos de otras especies, incluso de los primates. Es también este hecho el que explica el que la especie humana haya desarrollado el intrincado conjunto de mecanismos (la represión, la censura, la resistencia, la negativa, la desaprobación, la sublimación, pero también el retorno de lo reprimido, los síntomas, los sueños, los actos fallidos, las soluciones de compromiso, en una palabra, toda la maquinaria neurótica y en ocasiones psicótica, que regula la “psicopatología de la vida cotidiana”) con el que los humanos consiguen resolver las discrepancias entre la capacidad racional de su cerebro y los elementos instintivos residuales que proceden de estadios anteriores en la evolución natural que su fisiología también contiene. Este hecho y sus consecuencias explican por qué el sujeto no puede esperar alcanzar jamás la racionalidad transparente con la que la Ilustración soñó, sino que debe constituir su identidad de manera imaginaria, mediante “un drama cuyo impulso interno se precipita de la insuficiencia a la anticipación” (como escribe Lacan sobre el “estadio del espejo”). La naturaleza incompleta del sistema nervioso central del individuo humano en el momento del nacimiento constituye una desventaja que ha resultado en una ventaja selectiva en el proceso de evolución natural, de otro modo no estaríamos aquí. Pero sigue constituyendo una desventaja: como los rasgos adquiridos no se transmiten genéticamente, permanece sólo el “exo-cortex” que es la cultura o la civilización como portador del progreso ético o político. Biológicamente, cada generación empieza por el principio en lo que se refiere a su inmadurez constitutiva[7]. La Humanidad está condenada a una emancipación perpetua porque los humanos están en cierto sentido emancipados desde el principio: el nacimiento los arroja a un mundo con un adelanto tal en relación con su capacidad real de autonomía (un chimpancé de seis meses tiene una inteligencia instrumental mucho más desarrollada que un humano de seis meses) que la anticipación constituye el modelo de la mayoría de las estrategias de supervivencia que ha desarrollado la especie. En este sentido, y con una pizca de humor, se puede decir que todo hombre o mujer es su propia vanguardia. El conocimiento de estos hechos (a lo que han contribuido la teoría darwiniana de la evolución, la genética, la embriología, la etología, la psicología animal y humana y la sociobiología) debería constituir el fundamento del problema de la ética tras la crisis de todas las propuestas (y el marxismo no es la menos importante de ellas) que han soñado con transformar la naturaleza humana en nombre de un proyecto de emancipación[8]. Aunque tomo unos atajos evidentes (dada la amplitud y la complejidad del problema), estoy convencido de que es la desventaja consistente en nacer prematuramente lo que obliga a los humanos a adoptar un comportamiento ético en lugar de instintivo, y esto debería empujarlos hacia el progreso, hacia la libertad democrática, hacia el estado legal y hacia un orden político internacional. Sería de este modo como colmarían su “naturaleza”. Queda mucho camino por recorrer, como demuestra el estado actual del mundo. Será siempre temprano para conceder la autonomía a los seres humanos, y por eso la Humanidad no puede ser liberada, sino sólo emancipada. Está obligada, tanto en el sentido de una determinación natural como en el de una obligación moral, a anticiparse a un estadio adulto que su propia naturaleza no admite[9].

En la pregunta que intento contestar, el proyecto de emancipación era sólo un proyecto. En tanto en cuanto se declaraba dispuesto a emancipar a la Humanidad, se esperaba de él que le concediera un adelanto con respecto a su capacidad futura de autodeterminación, un adelanto de su madurez no alcanzada todavía y así a hacer una apuesta sobre el tiempo, sobre la Historia, en la esperanza de que el progreso alinearía finalmente la realidad con el ideal. Pero en la medida en que se ha quedado en un proyecto, la emancipación ha resultado negada, aplazada necesariamente. Una emancipación concedida (o conquistada) habría, por el contrario, de seguir apostando sobre el tiempo, pero sólo simbólica o analógicamente. Seguiría teniendo que anticiparse a una mayoría de edad futura, pero esperaría que el tiempo futuro rellenase el intervalo entre la infancia y la madurez de la Humanidad. Su fundamento sería la aceptación irremediable de la naturaleza prematura de la autonomía, y su primer acto consistiría en la concesión de la autonomía a pesar de todo, como si la Humanidad estuviera preparada para ordenar su comportamiento en consecuencia con máximas del tipo Liberté, Egalité, Fraternité. Decir que el lema de la Revolución Francesa es una máxima supone precisamente ese “como si”. Evidentemente, no se trata de una realidad: los humanos no son ni libres ni iguales ni hermanos. Convertirlo en un proyecto es creer (y tener después la voluntad de hacerlo) que algún día los humanos serán capaces de ser libres, iguales y hermanos. Éste es el objetivo, el fin, generoso y noble; sólo queda fijar los medios, aunque sean viles e innobles. La revoluciones empiezan a estropearse cuando se confunde la máxima con el proyecto. Una vanguardia se apodera entonces de la máxima de la emancipación y pasa a decir que dirige la Historia en nombre del fin de la Historia; que educa al pueblo en nombre del pueblo; y que pospone el momento de la liberación porque la Humanidad no está preparada todavía. Así, dice Robespierre: “¡Ninguna libertad para los enemigos de la libertad!”.  Se inaugura el Terror, y no hemos visto todavía el fin de la secuencia de parejas déspota-filósofo: por ejemplo, ahí está Hegel convencido de haber visto pasar al Alma del Mundo bajo su ventana en forma de Napoleón; ahí está Lenin apropiándose a Marx; Mao deificándose en el “pensamiento Mao Zedong”. Empieza el Terror y pronto llegará la dictadura del proletariado, punta de lanza de la Humanidad emancipada. Pero el proletariado no está preparado; deberá primero ser educado. Entra en escena el Partido, vanguardia de la vanguardia. Pero el Partido mismo necesita que el Comité Central lo contenga con su puño de hierro, hasta que... bien, no tengo necesidad de trazar el panorama completo. El Terror es la consecuencia ineluctable de una concepción de la vanguardia que confunde la emancipación como máxima con la emancipación como proyecto. (Éste es el problema al que, en tanto que artista, ha decidido enfrentarse Ian Hamilton Finlay).

Retomemos ahora el primer supuesto, el de que cuando no está separada del proyecto emancipatorio la actividad artística tiene una función crítica. Es probable que yo comparta esta perspectiva con casi todo el mundo. Se trata casi de una tautología, en tanto que es el proyecto emancipatorio lo que define el carácter de la función crítica. Y al considerar las vanguardias “históricas” compruebo que la actividad artística ha tenido sin duda alguna una función crítica. Pero también compruebo que ninguna vanguardia ha cumplido su promesa ni ha alcanzado su objetivo, y que siempre las vanguardias fueron traicionadas al resultar autonomizadas y fetichizadas. Yo compartiría también la desesperación de los últimos partidarios de la vanguardia si hubiera de agarrarme a la función crítica tal y como ellos la entienden. Por fortuna, no la entiendo de la misma manera, dado que no confundo la máxima con el proyecto. Reformulo, así, el supuesto de la siguiente manera: cuando no se aparta de una máxima emancipatoria, la actividad artística tiene una función crítica. Y repentinamente el adjetivo “crítica” cambia de sentido. La esencia del proyecto emancipatorio estaba en que la función crítica debía garantizar la formulación de un vínculo entre la estética y la ética. Por ejemplo, si tenía lugar la libertad artística (la ausencia de normas o limitaciones), entonces habría libertad política. Si se daba una igualdad estética (la creatividad compartida por todos frente al talento individual de unos pocos), se daría entonces la igualdad social. Si se hacía realidad la fraternidad cultural (el reparto de los medios de producción en lugar de la división capitalista del trabajo), entonces advendría la comunidad moral. O viceversa (estoy resumiendo espantosamente): cuando el comunismo verdadero gobierne el planeta y desaparezca el Estado, todos serán artistas. Para el proyecto de emancipación, el objetivo (el fin, que es también el final del camino) es siempre universal. Política o artística, la acción es el medio. La vanguardia es la dirección que guía desde los medios hasta los fines, y la función crítica es el juez que vigila la adecuación de los medios a los fines.

Ahora bien, ¿qué significa el adjetivo “crítica” aplicado a la máxima de la emancipación? Que hay que actuar, en el arte tanto como en política, en lo estético tanto como en lo ético, como si los humanos fueran libres, iguales y hermanos, es decir, como si fueran seres adultos, racionales y razonables. Uno tiene que regular su conducta de acuerdo con la Idea de Humanidad. Su universalidad no depende, como pensaba Rousseau, de una voluntad general; ni, como pensaba Marx, de la capacidad productiva; depende, como escribió Kant, del simple sentimiento de pertenecer a la especie humana, digamos de un sentido de solidaridad. Kant lo llamó sensus communis, sentimiento común. Los hechos (la opresión, la desigualdad, la guerra) niegan a diario que este sentimiento sea compartido realmente. Pero si no damos por supuesto que sí lo es, que existe en todas las personas, resulta imposible imaginar siquiera un fin para la opresión, para la desigualdad y para las guerras. Es muy poca la probabilidad de que se termine jamás con éstas en la realidad histórica, pero la Idea de Humanidad (cuyo nombre político es la paz universal) exige que regulemos nuestra conducta de acuerdo con este fin. Se trata así de un fin que no tiene fin (en el vocabulario kantiano, el objetivo sin objetivo), un fin sin fin histórico, sin término prescrito, y sin otro objetivo que el respeto por la máxima, sin criterio alguno que justifique los medios.

Esto es evidentemente idealista. ¿De qué sirve desconstruir el proyecto de emancipación, con la intención de encontrar una salida a la desilusión que ha generado su fracaso histórico, si el resultado es reintroducir de contrabando otra utopía por la puerta trasera, y además la utopía más rancia, con un tufo insoportable a cristianismo y a autosatisfacción burguesa? Se han organizado demasiadas opresiones en nombre de esta Idea universal de Humanidad precisamente. Y toda lucha emancipatoria concreta (y la de la clase obrera no ha sido ni la primera ni será la última) ha sido organizada en nombre de un grupo específico que se levantaba contra el que decía representar la universalidad. De acuerdo. De lo que se trata precisamente es de que nadie puede decir que representa la universalidad. La siguiente definición del comportamiento ético, “actuar como si todos los seres humanos fueran seres racionales y razonables”,  no implica poner la mejilla izquierda cuando nos han golpeado en la derecha. Por otra parte, fomentar el comportamiento ético en las instituciones políticas no implica organizar aparatos de poder que sólo sirven a los intereses de aquellos que actúan como si ellos fueran racionales y razonables. Aunque las cosas están muy lejos de ser perfectas, las democracias modernas han creado sus instituciones políticas, jurídicas y policiales con la plena conciencia de que son necesarias porque los humanos ni son ni serán nunca plenamente racionales y razonables, y utilizan estas instituciones de acuerdo con la Idea de que los humanos deberían comportarse como si lo fueran. Este “como si” se refiere a una idea reguladora, no mística, y no se refiere tampoco a una apropiación de la universalidad. Aunque toda lucha concreta es específica y local, y debe ser tratada como tal, su compatibilidad con el bien común constituye su única legitimidad. Existe entre los intelectuales socialmente comprometidos una tendencia a acusar a la universalidad de ser fundamentalmente una justificación idealista de la opresión, o de inhibir las luchas concretas, o de borrar las diferencias con un humanismo tendente a suavizar los conflictos con generalizaciones. Muchas de las luchas específicas que tienen lugar hoy en apoyo de los derechos civiles, de los derechos de los homosexuales y de las lesbianas, de los sin hogar y de la diversidad cultural, o contra el racismo y el sexismo, tienen lugar en un contexto de reivindicaciones específicas en las que se subraya deliberadamente un discurso antiuniversalista. Aunque estoy de acuerdo en que para ser eficaces estas luchas deben enfocarse con precisión, su abandono de la Idea de universalidad constituye un peligro. Las consecuencias ya están empezando a aparecer aquí y allá, como, por ejemplo, cuando las leyes de un Estado democrático no se aplican en términos de igualdad invocando un “respeto por las diferencias culturales”. (Resulta deprimente el que pueda llegar a debatirse si se debe o no permitir a los africanos que viven en Occidente que practiquen la ablación en sus hijas).

Los ataques recientes contra la universalidad no han perdonado ni siquiera a Marx, cuyo “Trabajadores del mundo, ¡uníos!” es ridiculizado en ocasiones por idealista, dada su antropología implícita, que atribuye a todos los seres humanos la potencialidad de una fuerza de trabajo no alienada. La utopía marxiana es sin duda torpe en muchos aspectos, y ha sido la responsable indirecta de la mitad de las tragedias políticas que conoció el pasado siglo; pero si la cualidad que redime a Marx no es el haber justificado la lucha de clases y la revolución como un paso hacia la liberación de la Humanidad, ¿qué puede redimirle? Su idealismo no está en su universalismo, sino en la transformación de una idea meramente reguladora en una idea determinante. Ha convertido el “como si... para que” de Kant en “si... entonces”. La ironía está en que la implicación transitiva que pensó podía establecer entre la “infraestructura” y la “superestructura”, y viceversa, a lo que llamó materialismo dialéctico, constituye el cuño mismo del idealismo de su sistema. La capacidad explicativa de su sistema queda fundamentalmente intacta: existen sin duda causas materiales (sociales, históricas, naturales incluso) que impulsan la Historia. Indudablemente aparecen en la ubicuidad de la lucha. Y no son mecánicas (en el sentido newtoniano), sino dialécticas, en el sentido cibernético. Pero cuando Marx decidió que el pensamiento debía reorientar el curso de la Historia y actuar dialécticamente sobre sus causas materiales, sobre las naturales incluso, la dialéctica se volvió magia. No porque el espíritu no pueda actuar sobre la materia (como lo hace en el ámbito técnico, por ejemplo: dibujo una casa, me instruyo en relación con los saberes necesarios para construir una casa, luego consigo los materiales y finalmente la construyo), sino porque en el ámbito práctico (práctico en el sentido kantiano de ético), el espíritu no gobierna la materia por implicación lógica: a partir de una teoría correcta, no se sigue que la práctica sea justa. Simplemente no funciona así la realidad. Lo que constituye, para volver al significado del adjetivo “crítica” en relación con la máxima de la emancipación, la razón por la que es un simple sentimiento, una señal subjetiva, que está a cargo de incitarnos a nosotros, a los humanos, a comportarnos como si todos los humanos fueran adultos, incluso aunque la teoría correcta nos diga que están (que estamos) en un estadio permanentemente infantil por ser constitutivamente prematuros.

Lo estético está en algún punto intermedio entre lo teórico y lo ético, lo material y lo mental, lo somático y lo espiritual. Su ámbito es el del sentimiento, y el sentimiento es necesariamente subjetivo, personal. El sensus communis kantiano, el sentimiento de pertenecer a la “familia humana”, no es, por lo tanto, una realidad demostrable común. Si lo fuese, la máxima de la emancipación no precisaría función crítica alguna y el amor nos uniría a todos. Pero, puesto que este sueño cristiano es un sueño, ¿qué será eso sobre lo cual ejerce su vigilancia la función crítica de la actividad estética o artística? Vigila la exigencia de universalidad que en su propia esfera (estética) constituye un recordatorio de que la misma exigencia debería regular la acción ética en su esfera propia. Y provee un puente entre lo estético y lo ético, un puente que no es, sin embargo, ni transitivo ni racional, sino reflexivo y analógico. No hay vínculo causal, ni implicación lógica alguna, que una el arte a la política en el ámbito material de la historia social, o la estética a la ética en el ámbito espiritual de la ideología. No es verdad que la libertad artística sea consecuencia de la libertad política ni, al contrario, que la liberación o la revolución artística necesariamente anuncie, prepare, provoque o acompañe a la liberación o a la revolución política. Todo lo que puede decirse, como mucho, es que la libertad estética, o su ausencia, es al arte lo que la libertad ética, o su ausencia, es a la política: Arrhe est à art ce que merdre est à merde. Las palabras de esta ecuación duchampiana constituyen una “comparación algebraica”, y las maneras kantianas de referirse a ellas son “analogía” y “símbolo”: “Mantengo ahora que lo bello es símbolo de lo moralmente bueno”.

He terminado de analizar los dos supuestos que implicaba la pregunta planteada por la crisis de la noción de progreso. Decía más arriba que estaba de acuerdo con ellos, pero no sin una completa reformulación conceptual. Hela aquí en pocas palabras: es necesario sustituir “proyecto de emancipación” por “máxima de emancipación”, y hay que considerar la función crítica del arte como algo reflexivo y analógico y no transitivo y lógico. Ahora que he hecho esto, puedo decir que suscribo incluso el prejuicio subyacente a la pregunta: es, en efecto, bueno para la actividad artística tener una función crítica; esta función define, de hecho, tanto el valor como la calidad del arte. Pero de nuevo aparece aquí un matiz que resulta importante. Como ya he dicho, la expresión “el valor del arte” (con el significado tanto de valor general del arte como del valor del arte en general) no tiene sentido mientras no se mencionen las obras de arte a las que uno se está refiriendo. Y, en el arte, la calidad tampoco se puede definir sino señalando obras específicas, juzgando que tienen calidad (y en primer lugar, la calidad que las convierte en obras de arte) y proponiendo sus cualidades peculiares como ejemplos (no modelos) del tipo de calidad que cabe esperar de toda obra de arte que aspire a llegar a su altura. En otras palabras, el valor y la calidad mismos son resultado de un juicio reflexivo fundado en un sentimiento, en la definición kantiana del juicio estético. Y lo mismo sucede con la función crítica del arte: cuando siento que está activa la función crítica en la obra de arte que contemplo, esto me induce a activar en mí mismo una función crítica parecida. La propia inducción (en palabras de Kant, “la agitación de la imaginación y del entendimiento en su libre juego[10]“) es reflexiva y no garantiza la calidad artística de la obra. Y la función crítica del arte no provee un criterio. A lo sumo, presenta “algo que incita a la imaginación a extenderse sobre una multitud de presentaciones relacionadas que a su vez estimulan nuevos pensamientos que pueden ser expresados por un concepto determinado por palabras”.

Así, es bueno que la actividad artística tenga una función crítica; ello define al mismo tiempo el valor general del arte como estímulo para el pensamiento y las cualidades específicas de las obras de arte en tanto que son dependientes de mi percepción de la presencia de tal función crítica en una obra de arte determinada. Me corresponde, pues, proponer un ejemplo. ¿Y por qué no el de Joseph Beuys, al que me he referido en otras ocasiones? Se trata de un caso ejemplar por ser especialmente problemático. El lema “Todo el mundo es artista” fue para él tanto una convicción como un proyecto. Ello constituye la razón por la que pertenece (¡ y hasta qué punto!) a la modernidad motivada por el proyecto de emancipación al que me he estado refiriendo. Creía en la creatividad universal como LA facultad que definía al Hombre/Mujer: entendimiento, imaginación y razón práctica al mismo tiempo. Estaba convencido de que todos  eran artistas en potencia, artistas infantiles, aún no emancipados. Pero sabía muy bien que no todo el mundo es artista; quería, más bien, que todo el mundo deviniera artista. Llegó incluso a imaginar la utopía política que haría posible que su proyecto se hiciera realidad. Y por lo tanto cometió el error (debería decir fallo, más bien) de introducir un vínculo transitivo entre el arte y la política, o entre la política y el arte. Si yo tuviera que valorar su obra mediante el patrón de su propio pensamiento, debería calibrarla en relación con la falta de realismo de su utopía política y concluir que la obra es espantosa. Pero no es así como yo articulo mi juicio. Aunque para mí el pensamiento de Beuys está lleno de problemas, lo que interesa es decidir si esto compromete las obras o si formalmente las obras se mantienen; si, para apreciar su obra, resulta necesario que yo crea en el mito que construyó alrededor de sí mismo o si las cualidades estéticas de la obra resisten las desconstrucciones políticas y psicoanalíticas más crueles de este mito[11]; si es necesario que yo acepte los sentidos simbólicos que proyectó sobre la grasa y el fieltro, o sobre Eurasia,  o su fantasía económica, o si puedo contemplar sus obras como un ateo observa una madonna de Memling; si necesito siquiera saber algo acerca de estos sentidos, o si la verdad posiblemente oculta de estas obras no puede ser inferida a partir de ellas, a la manera típica de las obras modernas; si el juicio severo con el que condeno su supuesto (evidentemente nuestro supuesto número uno, el de que el arte sólo mantiene su función crítica cuando no se separa de un proyecto de emancipación) implica un juicio igualmente severo sobre su prejuicio, claramente el que estábamos analizando algunas líneas más arriba: que es bueno que el arte mantenga una función crítica. Así, el juicio mediante el que declaro erróneo el supuesto de Beuys y el juicio mediante el que declaro que su prejuicio es justo son heterogéneos y no utilizo ninguno de los dos para valorar su trabajo como artista. Mi juicio sobre su supuesto pertenece al orden del conocimiento (el de la ciencia, la teoría, el entendimiento), pero mi juicio sobre su prejuicio pertenece al orden de la voluntad (la ética, la práctica, la razón), y mi juicio sobre su obra pertenece al orden del sentimiento. Aunque unas obras son mejores que otras y muchas no me parece que consistan en mucho más que reliquias, no siento que sus obras mejores hayan sido secuestradas por sus “teorías”. No siento que el significado que atribuye a los materiales que utiliza, a la creatividad como capital verdadero o a su deseo de unir el Oriente y el Occidente en Eurasia hayan hipotecado otras interpretaciones[12]. Ni siquiera pienso que sus explicaciones constituyan la mejor manera de acceder a su obra. Pero sin embargo, siento la fuerza estética de sus convicciones; siento que es a ellas a lo que las obras deben su forma característica; y siento su fracaso en las formas, que es precisamente lo que, a mi criterio, les presta a estas obras su relevancia y su autenticidad artísticas. Lo que me conmueve finalmente es el sentido trágico de imposibilidad que se desprende de las obras de Beuys. Nada parecido a las obras de Duchamp (impossibilité du fer, sin embargo): Beuys nunca padeció este tipo de “impotencia”. Pero tampoco disfrutó de esta lucidez. Lo que emana de su obra es la imposibilidad de que la soziale Plastik (escultura social) llegue a cambiar el mundo realmente, arquitectónica (como en Grasa, 1977), política (Dürer, ich führe persönlich Baader+Meinhof durch die Documenta V, 1972) o económicamente (Wirtschaftswerte, 1980). Para mí, tal es la verdad de la obra de Beuys ( y la verdad tiene que ver con el saber y el entendimiento); tal es también su significación ética (y la ética tiene que ver con la voluntad y con la razón práctica). Pero sólo puedo decir esto porque las obras y sus formas han conseguido “avivar” en mí la imaginación y el entendimiento, han conseguido activar mi vigilancia crítica reflexivamente y empujarme hacia un acto de entrega a la calidad de esas obras. ¿Cómo llamar a este “libre juego de mis potencialidades cognitivas”, sino juicio estético? La función crítica de la actividad estética se ejerce mediante este juicio estético, aunque por supuesto no se detenga ahí; más bien es ahí donde comienza. Ofrece un puente analógico y reflexivo que vincula el saber a la voluntad, la actividad teórica o racional a la acción práctica o ética, pero no las confunde; no las mezcla; no hace a la una derivar de la otra; no hipoteca la una ni secuestra a la otra. No abandona la obra de arte a su autonomía.

Kant fue el primero en señalar la naturaleza contradictoria (antinómica, dijo él) del juicio estético. Y lo hizo al referirse al juicio de gusto, es decir, a la valoración de lo bello, especialmente en relación con la naturaleza. Cuando uno dice, por ejemplo, contemplando una puesta de sol, “Es hermosa”, uno expresa un sentimiento personal. Uno es libre de tener este sentimiento, y por lo tanto su vecino debe tener la misma libertad para percibir esa puesta de sol como en modo alguno hermosa. Sin embargo, uno no ha dicho “Me gusta esta puesta de sol”, sino “Es hermosa”, como si su belleza fuera objetiva. Decirlo implica que debería serlo, como si la hermosura de la puesta de sol fuera al mismo tiempo un hecho natural que puede comprobarse y una cualidad moral que merece aprobación, aunque no sea ninguna de las dos cosas, pues constituye un mero resultado del sentir de uno. (De ahí que la belleza sea un símbolo de la moralidad, y que el juicio estético sea un símbolo de la capacidad cognitiva, aunque su cognición no se ejerza sobre nada). Lo que está haciendo uno es pedir una aceptación universal para su juicio de gusto. (Tal vez, al ser un pluralista convencido, uno no crea que es esto lo que está haciendo, pero es inevitable; constituye una propiedad de la oración que está utilizando). ¿Cómo puede reconciliarse la aspiración de uno a un consenso universal  con la libertad de su vecino para discrepar? Uno parte del supuesto necesario de que sus vecinos son tan capaces de experimentar la belleza como uno mismo, y da por supuesto que al expresar su sentimiento emitirán el mismo juicio que uno ha pronunciado.  Uno le atribuye así a toda la Humanidad un sensus communis que no es sino la capacidad de emitir juicios estéticos.

En el ámbito estético del gusto, Kant veía signos (síntomas) de la existencia de un sentimiento que pertenecía a la especie, aunque fuese meramente indicativo (simbólico) de la posibilidad de alcanzar un acuerdo universal en materia de conducta ética. Veía que esta posibilidad misma, aunque necesaria, no era sino una Idea de la razón, una idea que constituía una exigencia en relación con la regulación de la acción éticamente emancipada. Y veía en el arte (la belleza producida por la mano del ser humano) un ámbito ejemplar en el que esta aspiración de universalidad encuentra su expresión material y social. Aunque tenga una existencia social, es sólo por analogía como resulta política la belleza del arte (lo bello es al arte lo que lo ético es a la política). La oración mediante la que expresamos un juicio estético sobre ciertas obras humanas (ésas precisamente que constituyen el arte de vanguardia) se transformó a lo largo de la modernidad de “esto es hermoso” en “esto es arte”. Los ready-mades de Duchamp hicieron esto evidente. Lo que faltaba por entender después de Duchamp era que “esto es arte” sigue constituyendo un juicio estético en el sentido kantiano, pero no en el sentido en el que sigue siendo un juicio del gusto (lo que ya no resulta ser necesariamente el caso, y claramente no lo es en relación con un ready-made), sino en el sentido de que exige que uno le atribuya al prójimo la facultad del juicio estético, definido, después de Duchamp, como la capacidad de juzgar, es decir, de elegir, es decir, de hacer que aquello que merece ser llamado arte lo sea. “Todos artistas”, en efecto, Joseph Beuys antes de Joseph Beuys. Pero sólo en la teoría, y es esto lo que tal vez justifique la furia de Beuys contra Duchamp. Pues algo faltaba por hacer, aparte de la comprensión teórica, para apreciar adecuadamente las consecuencias prácticas (es decir, éticas) del gesto de Duchamp. No, como pensaba Beuys, aplicar transitivamente a la acción la teoría de Duchamp, sino insistir, después de Duchamp y tal vez en contra suya, en que la fórmula kantiana-postduchampiana “esto es arte”, al constituir la fórmula paradigmática del juicio estético moderno, fuese regulada por una máxima emancipatoria moderna, de la cual el paradigma político sigue siendo Liberté, Egalité, Fraternité, y cuyo signo subjetivo sigue siendo el sensus communis.

Contra Duchamp

¿Sentimiento común? ¡Puaf! Se puede hacer arte con cualquier sentimiento humano, y cualquier sentimiento humano es susceptible de convertirse en amor al arte, incluidos la repugnancia, el ridículo y el sentimiento especialmente relevante, en términos sociales, de la disidencia, al que me he referido alguna vez como el sentimiento del disentimiento, lo contrario del sentimiento común. Entre los sentimientos que sostenían tanto la creación como la apreciación del arte de vanguardia, la rabia estaba a la cabeza. Y es con la rabia con lo que quiero terminar estas páginas. Rabia, en primer lugar, contra Duchamp. ¿Quién es este prodigio distante que consigue atrapar a su público, que hace que ellos hagan sus cuadros por sí mismos, que sacralicen sus objects-dard, que sobrevaloren su silencio? ¿Quién es este frío discípulo de Pirrón, que extrae belleza de la indiferencia, este ironista sonriente, incapaz de entusiasmo o de compromiso? ¿Quién es este joven misógino, que pinta a sus hermanas Yvonne y Magdeleine “hechas trizas”? ¿Quién es este soltero encantador, que pinta una novia idealizada en la cuarta dimensión de su Vidrio y abandona a su tal vez aburrida, pero rica esposa de la vida real, Lydie Sarazin-Levassor, para irse a jugar al ajedrez toda la noche durante su luna de miel en la Riviera? ¿Quién es este estratega que se embarca en el Rochambeau en 1915, después de haber inventado melancólicas estratagemas para evitar el servicio militar, y deja atrás a su amigo Apollinaire, quien cae herido en Verdun? ¿Quién es este estratega de su propia fama, que consigue escurrirse durante la Segunda Guerra Mundial pasando Boites en valise de contrabando por la frontera y embarcarse luego de nuevo para América, en esta ocasión en el Serpa Pinto? ¿Quién es este Narciso que posa vestido de mujer después de haber considerado la posibilidad de adoptar un nombre judío, y que no parece percatarse, más tarde, de que se ha eliminado de la faz de la tierra a seis millones de judíos? ¿Quién es este dandy que juega al ajedrez con maestría pero evita todas las batallas históricas concretas en las que pelearon los soldados de infantería de la vanguardia? ¿Quién es este revolucionario de salón, un anarquista de derechas? ¿Somos todos nosotros peones de sus jugadas? ¿Cómo se le puede tener simpatía? Y sin embargo, ¿cómo podemos evitar su seducción? Los amores no son cosa simple, y la pregunta sobre Duchamp es la misma que la que nos hemos planteado sobre Beuys: ¿aguanta la obra, a pesar del hombre? ¿Trasciende acaso la estética la moral? “Trascender” no es la palabra: la moral y la estética nada tienen que ver la una con la otra.

¿Y qué hacemos entonces con la siguiente serie de preguntas? Si la estética y la moral no tienen nada que ver entre sí, ¿cómo es que la historia del arte que escriben los últimos partidarios de la vanguardia (quienes piensan que existe un vínculo transitivo entre la estética y la moral, o entre el arte y la política) le ha concedido a Duchamp un lugar privilegiado en el linaje que empieza con Courbet? ¿Debemos pensar que se refieren al Courbet anciano y alcohólico que fanfarronea sobre derribar la Colonne Vendòme pero pinta espantosos ciervos en un bosque? Por supuesto que no. Se refieren al Courbet de 1848, al Courbet socialista, al amigo de Proudhon. Y con razón. Pero yo también tengo razón cuando me enfurezco contra ellos. ¿A quién piensan estar ayudando cuando sitúan a Duchamp en la misma vanguardia que a Rodchenko, a Tatlin, a John Heartfield o a Raoul Hausmann? Saben que, en cuanto que artista, Hausmann no acaba de estar a la altura de Duchamp, y si en verdad fueran honestos, admitirían también que, como fotógrafo, Rodchenko no está a la altura de Sander, y como pintor tampoco está a la de Mondrian, no hace falta ni decirlo, ni a la de Bonnard; y esto resulta mucho más embarazoso. ¿A quién piensan que ayudan, a Hans Haacke? Haacke tiene su propia rabia contra Duchamp; el problema es que cuando permite que permee su arte, es menos bueno. Se llama El éxtasis de Baudrillard. ¡Ojo! El discurso de los últimos partidarios de la vanguardia corre el peligro de ayudar, no a Hans Haacke, sino a los jóvenes lobos del oportunismo radical, para quienes el distanciamiento apolítico de Duchamp, junto con su status como supervanguardista, constituye la mejor coartada para sus movimientos arribistas. Se han leído a Baudrillard completo y han digerido a Jeff Koons, y lo sirven empaquetado en corrección política en la Bienal del Whitney.

Mi rabia no se dirige tanto contra ellos como contra las escuelas de Bellas Artes que los han producido. Es ahí donde han sido alimentados con un discurso crítico que se detuvo a medio camino en su desconstrucción de la modernidad y se olvidó de reconectar las utopías de la modernidad, junto con su fracaso, a sus raíces históricas. Un discurso bienintencionado la mayoría de las veces, pero académico, y de efectos contraproducentes. Enseñarles hoy a los alumnos de arte “teoría crítica” (y poco más) es como enseñarles Mythologies de Barthes a los alumnos de publicidad. Cuando salen de la escuela con sus carpetas bajo el brazo han entendido ya que la cuestión no es el arte político y que la conexión transitiva entre el arte y la política progresista resulta tan obsoleta como el vínculo entre el arte y la religión. Saben que el arte es una casilla en la industria del ocio, en la que el arte de vanguardia constituye un submercado dirigido a una clientela que siente nostalgia por la mayonesa vanguardista. Y educan al público tal y como han sido educados ellos, proporcionando ayudas para la descodificación crítica de la cultura. Ésta era la utilidad del arte para McLuhan, y ahora se le devuelve al arte, a los productos artísticos, lo que imagino que constituye un proceso inevitable: todos nosotros nos hemos convertido en antropólogos de nuestra propia cultura. El problema es que la cultura hace eso mismo a la perfección por sí sola, sin necesidad de que el arte la ayude. La cultura popular es muy sofisticada, y cabe suponer que existen muchos más espectadores hipercríticos de “Tómbola” de los que nos gusta a los intelectuales pensar que hay.

Así ¿por qué el arte? Mi rabia contra el sistema educativo que les ha enseñado a los jóvenes lobos del oportunismo radical a borrar “críticamente” la frontera entre el arte y la cultura popular en modo alguno implica un argumento del tipo “Vanguardia y Kitsch”. De hecho, también me enfurece Greenberg. Me enfurece por haberle quitado a la mayonesa vanguardista su gusto picante a negatividad y por volver a servirla con el sabor suavizado de una mayonesa moderna. Fueron él y Adorno tal vez los dos pensadores que mejor entendieron que lo que el arte había significado durante milenios estaba amenazado con la desaparición pura y simple por el desarrollo súbito del capitalismo industrial del siglo XIX, y que la vanguardia constituía la única estrategia seria de supervivencia de la tradición. Su comprensión del fenómeno de la vanguardia explica más datos y los provee de más sentido que todas las apologías de la liberación y todos los manifiestos antitradicionalistas con los que los artistas de las “vanguardias históricas” se autorizaron a sí mismos. Pero Greenberg (no Adorno) perjudicó a estos artistas cuando separó sus obras de sus palabras, como si su rebelión contra el status quo no fuera relevante y sólo importaran sus angustias respecto al destino del arte (o el futuro de la cultura). Dijo una vez de los artistas (estaba pensando en Clyfford Still): “Me gustan más sin la banda sonora”; y no sé cómo perdonarle este insulto. Supongo que las palabras de un pintor no pertenecen a los “métodos característicos de una disciplina” que se supone que un artista moderno debe utilizar “para criticar la propia disciplina, no para subvertirla, sino para arraigarla más firmemente en su ámbito propio de competencia”. Supongo que un buen crítico de arte esboza este ámbito de competencia sólo con sus ojos, nunca con su oído. De acuerdo. Me gustaría que hubiera más críticos de esta estirpe hoy día, que observan la obra en lugar de entrevistar al artista para hacerse una opinión. Incluso admiro a Greenberg como crítico por su empirismo inalterable, por su positivismo. Pero hay momentos en los que a mí también me gusta más sin la banda sonora. Como crítico, uno de los mejores, sin duda, debiera tal vez haberse atenido a su ética personal, la de “señalar, señalar, señalar”, la de dirigir la atención del lector hacia las obras que valoraba, y haberse guardado ciertos comentarios. Cuando se sentía seriamente amenazado por el arte más avanzado de su tiempo, hablaba con descuido y fomentaba la tendencia dominante a simplificar su propia doctrina, con el desafortunado resultado de ofrecer una perspectiva completamente cerrada de la modernidad, como un arte sobre el arte que sólo interesaba al mundo del arte. Llegados a este punto, queda olvidada la máxima de la emancipación, se abandona la dimensión universal, y con ella la función crítica del arte. Podemos entonces aceptar que las obras de arte, y también las de la vanguardia, sean bienes de lujo y nada más.

Por lo que se refiere a los conservadores y a los revisionistas, ¿vale la pena enfadarse con ellos? Los conservadores han perdido gran parte de su poder en el mundo del arte, aunque controlen un mercado enorme de objetos de lujo con los que halagan a una clientela que no es probable que vaya a desaparecer por arte de magia. A veces los compadezco, pues son los auténticos filisteos cuyo gusto se congeló en algún punto del camino, dependiendo de la generación a la que pertenezcan. En otras ocasiones siento incluso gratitud hacia ellos, como hacia los especialistas que todavía entienden Latín, por mantener áreas de pericia que de otro modo habrían resultado erosionados. Pero generalmente estoy furioso también con ellos, especialmente ahora, cuando se han unido a los revisionistas, por haber hipotecado algunas de las palabras clave que deberían regular nuestra relación con las obras de arte. Entre ellas, tradición, estética y universalidad. Aunque dicen ser tradicionalistas, los conservadores y los revisionistas son en realidad los auténticos antitradicionalistas de nuestro tiempo, pues se niegan tozudamente a ver que la vanguardia constituye una tradición, que es el único arte que, al traicionar los valores académicos, se mantuvo fiel a la tradición al tiempo que reconocía las condiciones reales de la modernidad. Su usurpación de la palabra “tradición” hace que sea difícil, y así todavía más urgente, arrancarla de sus garras. Lo mismo sucede con “estética”. Se aprovechan del discurso antiestético, que ha fomentado, es verdad, la autolegitimización provocativa de las vanguardias, para desestimarlas y tirar el bebé (las obras) con el agua sucia (el discurso). Y finalmente pretenden tener la universalidad de su lado, lo que constituye el pecado por excelencia contra la universalidad. La máxima de la emancipación resulta de nuevo traicionada aquí; una clase específica se apodera de la aspiración del arte a la universalidad y entonces la función crítica queda reducida al buen gusto y a la cultura erudita. Podemos igualmente aceptar que todas las obras de arte, con la excepción de las de la vanguardia, que los revisionistas odian, por su “intelectualismo esotérico”, constituyen su propiedad privada.

Vivimos en un tiempo interesante: la ideología del progreso ha entrado en crisis; se ha proclamado la postmodernidad de modo voluntarista; los mejores artistas jóvenes han aprendido a separar su práctica de su discurso con una especie de esquizofrenia consciente; y el mundo de los historiadores y de los críticos de arte ha quedado dividido por una batalla de palabras. Los revisionistas reclaman la tradición, la estética, la universalidad, y, como si su reclamación tuviera algún tipo de credibilidad, esas palabras se convierten automáticamente en tabú para los partidarios de la vanguardia. Éstos, conscientes de las sutilezas de la dialéctica, contestan con la antitradición, con la antiestética y con la antiuniversalidad, a lo que añaden el antiformalismo y la postmodernidad, puesto que el antiarte y el no-arte han pasado de moda. Con un poco de retraso pero decididos a ganarles la partida a los vanguardistas, los revisionistas aceptan ahora los conceptos del antiarte y del no-arte a granel y después anuncian con orgullo que han visto el nuevo traje del emperador. ¿Hasta cuándo va a durar esta partida de ping-pong? Durante tanto tiempo como ambos bandos piensen que el uso de ciertas palabras les coloca automáticamente a uno u otro lado como si tuvieran referentes fijos. Durante tanto tiempo como a cada lado de la mesa de ping-pong Rodchenko signifique la antitradición y Bonnard la tradición, representando la tradición la “calidad” para los revisionistas y la “institucionalidad” para los vanguardistas. Durante tanto tiempo como el “esto es arte” de Duchamp sea leído a ambos lados como un gesto antiestético: “todo vale” frente a “crítica de la institución artística”. Curioso, pero aburrido. ¿No es acaso más fructífero, y mucho más económico, imaginar que durante la modernidad “esto es arte” ha tenido la misma función crítica que tenía “esto es bello” en época de Kant?

Tal vez el cambio de formulación, de “bello” a “arte”, no se entendió adecuadamente porque si lo bello es sólo un sentimiento subjetivo, el arte constituye, por el contrario, una práctica social que tiene su propia vida en la vida pública. Aunque necesariamente aspiren a la universalidad, las preferencias estéticas son cuestión de gusto; pero debido a su utilización por parte de las instituciones sociales toda propuesta respecto al arte parece más directamente política. El consenso sobre lo bello no es sino una comunidad de sentimiento que se supone compartida por todos; el consenso sobre el arte parece requerir un acuerdo real sobre sus normas y convenciones. Sin embargo, como parecen olvidar los jugadores de este ping-pong, cuando se llega al punto en el que todo vale la crítica de la institución artística puede darse por concluida. Cuando desaparecen todas las normas quedan disueltas todas las convenciones. Se puede interpretar esto diciendo que dentro del mundo del arte se da por supuesto que los artistas pueden hacer lo que quieran, utilizar cualquier material para decir lo que quieran, respetar o profanar su técnica, cultivar o transgredir cualquier estilo posible, y que sólo son responsables ante sí mismos (lo cual enfurece a los revisionistas) o que son responsables dialécticamente ante el mundo del arte por criticarlo sin piedad desde dentro (lo que constituye la justificación pro-vanguardista). Ésta es la perspectiva que hoy domina, o peor, la convención vigente, y, si continúa predominando, los jugadores de ping-pong tienen por delante una prolongada partida, en la que el público será cada vez menos numeroso: el mundo del arte habla al mundo del arte, cada día más pequeño. O se puede interpretar el mismo fenómeno (el de que cuando desaparecen las normas se disuelve toda convención) diciendo que el pacto social que vincula a los artistas y a su público se extiende hasta incluir a todo el mundo.

¿Es esto verdad? Pues sí y no. Es un hecho histórico que la caída del antiguo régimen y el advenimiento de las democracias modernas quebró las fronteras que separaban a los artistas profesionales de la clase constituida por sus mecenas; que la Iglesia perdió su posición como proveedora de un arte público que se atenía a convenciones estéticas, técnicas e ideológicas estrictas; que la extensión universal del capitalismo lanzó a los artistas al mercado, en el que el encuentro entre productores y consumidores es más o menos casual; que la industrialización erosionó la definición técnica de todos los oficios, incluido el oficio artístico; que los salones pusieron a los artistas en contacto directo con una masa anónima e hicieron su arte vulnerable a su veredicto; que la academia perdió su monopolio sobre la educación del artista; que desde entonces nadie sabe de antemano muy bien ni a quién se dirige el arte ni quién es un artista legítimo. Para que las dos partes firmen un acuerdo, necesitan en primer lugar saber quiénes son, y después, conocerse mutuamente. Si dudan de su propia identidad, si no saben quién es su interlocutor, ¿dónde está el contrato social? Los artistas de la vanguardia fueron quienes entendieron esto y tradujeron la disolución de las convenciones sociales que en el pasado les asignaban un lugar en la sociedad en una disolución activa de las convenciones técnicas y estéticas de su oficio. Fueron los que se enfrentaron a su crisis de identidad y a las angustias que aparejaba, los que no esperaron a circunscribir a su público por adelantado, sino que se dirigieron al vacío. Al romper el vínculo estético, la vanguardia artística se afilió imaginaria, simbólicamente, con los marginados, con los oprimidos, con los descontentos, con aquella parte de la sociedad que había sido excluida del contrato social, pero que representaba la vanguardia política de la Humanidad emancipada.

La observación desengañada de Greenberg en “Vanguardia y Kitsch” nos recuerda cruelmente que no es verdad que el pacto social que une a los artistas y a su público se extienda a todo el mundo. Puede decirse que constituyó un sueño, una utopía, o un proyecto, pero no que constituya ahora ninguna de esas cosas. ¿Recordamos? Puede muy bien ser cierto que la actividad artística se haya separado definitivamente de todo proyecto de emancipación; de ahí la desesperación de los últimos partidarios de la vanguardia. Pero no hace falta que nos desesperemos si sustituimos el sueño por la Idea y el proyecto por la máxima. Si decimos: el pacto que vincula a los artistas y a su público debería extenderse para incluir a todos y a todas; y si entendemos que este pacto no es un pacto “real”, por lo tanto, sino simbólico; que no es un pacto directamente social, político, ideológico, sino el resultado de una negociación entre la forma de la obra de arte y los sentimientos del espectador individual, expresado de tal manera (“esto es arte”) que aspira a una validez universal. No hace falta desesperarse si uno se mantiene fiel a la función crítica del arte, que consiste en vigilar la exigencia de universalidad, lo cual, en el mundo contemporáneo del arte, plenamente institucionalizado, debiera recordarles a sus integrantes que todo lo que produce, expone, aprecia, vende y consume, tiene un sentido, más allá de constituir un bien de lujo, en la medida en la que niega las fronteras reales del mundo del arte. Y si se entienden los ready-mades de Duchamp (ese cualquier cosa en absoluto que cualquiera podría haber confeccionado) como encarnaciones simbólicas de la manera que tiene el arte de dirigirse a todo el mundo. Y si se interpreta el hecho histórico (revelado por el ready-made) de la disolución de todas las convenciones artísticas como un testimonio del imperativo político de la modernidad, que, a mi modo de ver, nuestra postmodernidad no ha vuelto obsoleto: disolver todo pacto social que descanse en otra base que la de las ideas trascendentales, ya sean sexuales, religiosas, de raza, de tribu o de nación. Es mejor no confiar en el sensus communis, pues rara vez se extiende más allá de los límites de un grupo étnico. Las ideas son más fiables. Pero la idea de Humanidad, o, para evocar la idea aún más amplia de Kant, la idea de una comunidad de seres razonables, tal vez haya demostrado su obsolescencia en la medida en la que el humanismo, los derechos humanos y la acción humanitaria han dejado de ser las respuestas más adecuadas a las necesidades políticas de hoy. Hay signos de que la idea de un ecosistema de organismos autorregulados podría reemplazar en el futuro próximo a la de la comunidad de seres razonables, un ecosistema controlado, en cualquier caso, por esos animales prematuramente emancipados llamados seres humanos, que por fortuna son capaces de generar ideas reguladoras. Pero insisto, es mejor no fiarse del sensus communis y no olvidemos el abismo que se abre entre la realidad empírica y las ideas trascendentales. Los medioambientalistas que olvidan este abismo piensan que el contrato social se extiende a la naturaleza, y terminan hablando de los “derechos de los árboles”. Lo que importa es la comunidad, y no estoy soñando. Supongo que estoy de luto por la idea del comunismo y reuniendo fuerzas para este próximo siglo. Ante el comunismo como ecosistema, no tengo la más mínima nostalgia. Supongo que estoy resucitando el cadáver del Proyecto cuyos otros nombres son Progreso y Revolución. Supongo que estoy intentando entender un siglo de desastres políticos y de descubrimientos artísticos. Para hacer un agujero en el muro y permitir que entre el sol. Supongo que estoy intentando comprender por qué Marcel Duchamp fue un artista tan grande.


Thierry de Duve: Bibliografía

Nominalisme pictural. Marcel Duchamp, la peinture et la modernité, París: Éditions de Minuit, 1984. (ed. inglesa, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1991)

Essais datés I, 1974 – 1986, París: Éditions de la Différence, 1987.

Au nom de l’art. Pour une archéologie de la modernité, París: Éditions de Minuit, 1989.

Résonances du readymade. Marcel Duchamp entre avant-garde et tradition, Nimes: Éditions Jacqueline Chambon, 1989.

Cousus de fil d’or. Beuys, Warhol, Klein, Duchamp, Villeurbenne: Art Édition, 1990.

The Definitively Unfinished Marcel Duchamp, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1991.

Faire école, París: Presses du réel, 1992.

Du nom au nous, París: Dis Voir, 1995.

Clement Greenberg Between the lines: Including a previously unpublished debate with Clement Greenberg, París: Dis Voir, 1996.

Kant after Duchamp, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1996.

 


[1] Versión editada por Esteban Pujals del capítulo ocho y último del libro de Thierry de Duve Kant after Duchamp, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1996.

[2] Sólo un ejemplo de Los miserables (1862) de Victor Hugo: “Los enciclopedistas, liderados por Diderot, los fisiócratas, dirigidos por Turgot, los filósofos, encabezados por Voltaire y los utópicos, arengados por Rousseau, éstas son las cuatro sagradas legiones. El avanzar de la Humanidad hacia la luz se debe a ellos. Son las cuatro vanguardias de la Humanidad en su marcha hacia los cuatro puntos cardinales del progreso: Diderot hacia lo bello, Turgot hacia lo útil, Voltaire hacia la verdad y Rousseau hacia la justicia”. Tomo la cita de Matei Calinescu, Faces of Modernity, Bloomington y Londres: Indiana University Press, 1977. p. 108.

[3] Por ejemplo, Saint-Simon: “En esta empresa los artistas, los hombres de imaginación, señalarán el camino” (De l’organisation sociale, 1825). O Olinde Rodríguez, en otro texto saintsimoniano: “Somos nosotros, los artistas, quienes os serviremos como vanguardia; la fuerza del arte es más inmediata y veloz... Nos dirigimos a la imaginación y a la emoción del pueblo: se espera de nosotros que alcancemos el tipo de acción más vívida y decisiva; y aunque hoy no parezca que tengamos un papel, o que en el mejor de los casos tengamos un papel secundario, esto es debido a la falta existente en las artes de una dirección común o de una idea general, que son esenciales para su energía y para su éxito.” (L’artiste, le savant et l’industriel, 1825). Otra cita, ésta de Gabriel Désiré Laverdant, discípulo de Fourier: “El arte, expresión de la Sociedad, en su más elevada expresión comunica las tendencias sociales más avanzadas; es precursor y hace revelaciones. De modo que para saber si el arte cumple con dignidad su papel de iniciador o si el artista está a la vanguardia, uno debe saber hacia dónde se dirige la Humanidad y cuál es el destino de nuestra especie”. (De la misión de l’art et du rôle des artistes, 1845). Los tres textos aparecen citados en Calinescu, Faces of Modernity, pp. 102, 103 y 106-7.

[4] El texto de Hilton Kramer sobre Bonnard en su The Revenge of the Philistines, Nueva York: The Free Press, 1985, constituye un buen ejemplo de rehabilitación sensible, inteligente y revisionista. Sensible porque se basa en una relación desprejuiciada con la profundidad que, al parecer, para su sorpresa, Kramer encontró en la pintura de Bonnard cuando visitó la retrospectiva organizada por Gérard Régnier (alias Jean Claire) en el Centro Pompidou de París en 1984.

[5] Una crítica del revisionismo en las artes visuales llevada a cabo desde una posición a la que enseguida me referiré como la de los últimos partidarios de la vanguardia aparece en Benjamín Buchloh, «Figures of Authority, Ciphers of Regression: Notes on the Return of Representation in European Painting», October 16, Primavera 1981.

[6] “Una de las antinomias cruciales del arte de hoy es que quiere y debe ser contundentemente utópico, dado que la realidad social ha ido obstaculizando la utopía, mientras que al mismo tiempo no debe ser utópico para no hacerse culpable de administrar consuelo e ilusión. Si la utopía del arte se actualizase, el arte se acabaría.” ADORNO, T. W.: Aesthetic Theory, Londres: Routledge & Kegan Paul, 1984. p. 47.

[7] No niego la posibilidad de que la selección darwiniana haya podido actuar, y actúe todavía, sobre nuestro “exo-cortex” cultural de la misma manera en que ha actuado sobre nuestros rasgos biológicos, lo que constituye la tesis de Edward O. Wilson en Sociobiology, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1975. Pero proponer que sea la neotenia (a su vez resultado de un largo proceso evolutivo) la raíz de la cultura y de la civilización en general, más bien que sea ésta o aquélla selección (por ejemplo, la selección paradójica de los comportamientos “altruistas”) la clave de los rasgos específicos de la cultura y de la moral es, a mi manera de ver, la única manera posible de no apartar la ética de la “ética”, es decir, de no borrar la heterogeneidad radical que existe entre el deber moral y el sustrato biológico que podría explicar su presencia en la conciencia humana. Es más, me parece que es la única manera, compatible con el saber científico de hoy, de explicar nuestra existencia como seres naturales sin caer en las garras del más que dudoso determinismo biológico que permea las conclusiones del libro de Wilson y otras investigaciones sociobiológicas.

[8] Insisto: sobre esto es sobre lo que debería fundarse el problema de la ética, no la ética misma, una confusión claustrofóbica que ha hecho que ciertos científicos y filósofos, empezando por Herbert Spencer, aceptaran el darwinismo social como algo inevitable; o, lo que es peor, se dedicaran a promoverlo. Un trabajo reciente sobre el estado de este debate, tanto en relación con los hechos científicos como con su interpretación polémica, es el de Jean-Pierre Changeux (ed.), Fondements naturels de l’ethique, París: Odile Jacob, 1993. Véanse también Arthur L. Caplan (ed.), The Sociobiology Debate, Nueva York: Harper & Row, 1978 y Matthew H. Nitecki (ed.), Evolutionary Progress, Chicago: University of Chicago Press, 1988.

[9] Tal vez sea ésta la razón por la que no se sabe de dónde o de quién procede el imperativo categórico.

[10] Condenso aquí lo que constituye una paráfrasis del propio Kant en el capítulo 9 de la Crítica del juicio.

[11] Véase BUCHLOH,  B.: «Beuys: The Twilight of the Idol, Preliminary Notes for a Critique», Artforum, Enero, 1980.

[12] Aunque añadiría que estas interpretaciones deberían ser del tipo “arqueológico”, la posición que ocupa Beuys al final mismo de la modernidad obligan a esto. He intentado desarrollar precisamente esta interpretación en otro lugar, en el que leo la “creatividad” de Beuys como sinónima de la “fuerza de trabajo” de Marx, para intentar dar sentido a las equivocaciones más importantes y más trágicas de la modernidad, a saber, la cartografía del ámbito estético sobre la base de la economía política. Véase DE DUVE; T.: «Joseph Beuys, or the Last of the Proletarians», October 45, Otoño 1988. pp. 47-62.

 

 

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