LA CRÍTICA DE ARTE COMO GRAMÁTICA DE LOS TROPOS
Ramón Salas
 


Donde se reflexiona sobre el carácter ‘anómalo’ de la obra de arte, es decir, sobre su capacidad de hacernos reparar en los paradigmas que soportan nuestro andamiaje epistemológico y en su carácter contingente, precisamente por su indisposición a encajar en ellos sin resto. Y donde, subsiguientemente, se analiza ese carácter, en virtud de su analogía al que define a las figuras retóricas, a la luz de la gramática de los tropos.




Una sociedad autónoma, una sociedad verdaderamente democrática, es una sociedad que pone en cuestión todo sentido preestablecido, y en la que, por esto mismo, queda liberada la creación de significaciones nuevas. Y, en tal sociedad, cada individuo es libre de crear para su vida el sentido que quiera (y que pueda). Pero es absurdo pensar que pueda hacerlo fuera de todo contexto y de todo condicionamiento socio–histórico [...]. El individuo individuado crea un sentido para su vida participando de la significaciones que crea su sociedad, participando en su creación, sea como «autor», sea como «receptor» (público) de estas significaciones. Y siempre he insistido en que la verdadera «recepción» de una obra nueva es tan creadora como su creación.


Cornelius Castoriadis



La primera característica que percibimos en una obra de arte es su rareza. Raro es que gentes que no conocían el yugo se embarcasen en la tarea de amontonar millones de toneladas de piedra para formar una pirámide en mitad del desierto, como raro es representar a Magos de Oriente vestidos como burgueses flamencos. Tan raro es el arte que hasta artistas tan poco raros como Vermeer resultan, por ello mismo, raros. La ten–sión que se produce entre el aspecto de la obra de arte y su significado nos induce a ver en ella algo distinto de lo que en realidad estamos viendo, a percibir su clara dificultad, su transparente opaci–dad, su efectiva irrealidad. Y es lógico, pues llamamos realidad a un conjunto de percepcio–nes ordenadas a través de un sistema de coordenadas conceptuales que nos presenta el mundo como algo aprehensible. Y es en ese sistema –mediante el cual nos explicamos el mundo– donde, ciertamente, los acontecimientos esté–ticos no encajan con facilidad: no es extraño pues que el espectador tenga la sensación ante una obra de arte emergente de que aquello no se hizo para él.

Pero la rareza del arte no es el capricho con el que el diletante ocioso se sacude el hastío que le provoca lo convencional; es, ante todo, un medio que traza un sentido, o, mejor dicho, (al menos) dos sentidos, pues el primero está ya de antemano sobreentendido: ese caso que no encaja en nuestro modelo de comprensión nos alerta no sólo sobre los límites de tal modelo, sino, ante todo, sobre su misma existencia (contingente). En el mismo instante en que asumimos las condiciones de posibilidad de nuestra capacidad de conocer y actuar concebimos también nuestra competencia para manipularlas. El sentido específico (que gestionará posteriormente esa competencia) de la obra concreta sólo puede cimentarse sobre esta base genérica. La rareza del arte, en consecuencia, no es un depósito de contenidos pre o irracionales, lo es, bien al contrario, de contenidos gnoseológicos y políticos. Contenidos que nacen de su capacidad para hacernos reparar en los paradigmas que nos pasan tan desapercibidos como nuestras propias gafas precisamente porque son los que nos permiten mirar, y que, posteriormente, se desarrollan como capacidad para cambiar la tintura de las lentes. El componente seductor de la rareza convierte así una molestia en una promesa de felicidad, determina su “nivel cualitativo” y, por ende, la urgencia en modificar el paradigma que se muestra incapaz de abarcarla. En la eventualidad de esta modificación descansa el contenido último (político) de la obra de arte, que sólo puede identificarse con una libre produc–ción de sentidos si entendemos “libertad” en sentido moral, esto es, como lo opuesto a “necesidad”.

El arte, en consecuencia, no se presenta como objeto de reflexión sino como catalizador de la misma, enfocándola hacia el paradigma respecto al que se constituye como anomalía. En nuestra tradición –esto es, desde la óptica de nuestros paradigmas– el análisis del soporte formal de las intenciones comunicativas se ha identificado con el estudio de las relaciones sintácticas de las partes integrantes del discurso, sea este plástico o verbal. Curiosamente, esta actitud resulta hoy pintoresca desde la misma óptica disciplinar de la gramática. Si una obra de arte es una anomalía que se resiste a incorporarse de manera sencilla en el paradigma que sirve de plantilla de legibilidad de los acontecimientos, se nos podría permitir colegir que la obra de arte es una suerte de “tropo” dentro de la gramática de la realidad. Pero un tropo supone algo más que la situación de una palabra fuera de su lugar gramatical, supone su situación fuera de su esfera conceptual. A diferencia de un enunciado coherente, un tropo plantea una contradicción. Pero esta contradicción rara vez se presenta a un nivel meramente sintáctico. Al decir “muero porque no muero” se incurre en una contradicción evidente que se manifiesta en la propia estructura lógica de la frase, pero si se afirma “te odio más cuanto más te amo” lo que se plantea es un conflicto conceptual con el sistema ontológico de una colectividad que considera contradictorio el uso simultaneo de “odio” y “amo” incluso en el seno de una estructura lógicamente coherente. Este conflicto puede explotarse (literariamente) hasta tal punto que una formulación que inicialmente pudiera haber resultado absurda termine permitiendo que se catalogue como normal un determinado estado de las relaciones humanas otrora extravagante (no está de más recordar que la primera acepción que recoge el diccionario de la Real Academia para el término “tropológico” es “figurado”, pero la segunda es “doctrinal, moral, que se dirige a la reforma o enmienda de las costumbres”). Existen catacresis estéticas como existen las lingüísticas, aquellas configuran la ortodoxia artística como estas la gramatical (y no está mal, por cierto, que de cuando en cuando la crítica o la filosofía se entreguen a la labor de patentizar que debajo de cada honorable norma late un desvarío indecoroso).

Hablar, como pintar, es establecer relaciones complejas entre la sintaxis disciplinar, las categorías ontológicas del entorno sociohistórico y las condiciones contingentes en las que estas relaciones se establecen. La apertura hacia la realidad de cada individuo está determinada por una idea compartida del mundo de la que no dispone a su antojo pero que, al ser de naturaleza simbólica, es susceptible de ser manipulada. Los enunciados coherentes se limitan a seguir las trazas conceptuales de esa idea rectora, que sale así fortalecida a costa del debilitamiento de nuestra capacidad de decir, entregada plenamente a actualizar el estado de cosas imperante. Los enunciados trópicos, esto es, contradictorios, marcan un desfase entre las estructuras conceptuales y las lingüísticas que, de este modo, afirman su poder de conexión autónomo, su capacidad de contradecir las trazas del diseño del mundo. La construcción de contenidos contradictorios desafía nuestro paisaje conceptual más que el ataque directo a cualquier verdad asumida precisamente porque desgarra el tejido de metáforas maestras en el que se arraigan las prácticas simbólicas sobre las que, a su vez, se asienta la posibilidad misma de convocar el término “verdad”. Eso no quiere decir que los tropos manipulen a voluntad la estructura de la realidad (en última instancia, su anomalía se fundamenta en la asunción de la ortodoxia), ni, por supuesto, que deban ser arbitrarios o incomprensibles.

Siempre que una contradicción se hace manifiesta en la estructura de un enunciado nos encontramos en presencia de una conexión artísticamente lograda. Pero ni siquiera el arte es bueno por el mero hecho de ser “artístico”. El sinsentido únicamente asegura el fracaso de la significación; el contrasentido, por contra, trasciende su atentado contra el decoro hacia el plano de la categorización ontológica del mundo. El sinsentido es la gamberrada colaboracionista de la que se sirven las mentes bienpensantes para deducir que la lengua se condenada a sí misma al absurdo cuando deja de corresponderse con la “verdadera estructura de la realidad”; el contrasentido, por contra, es el testimonio vivo de que la alteración gramatical es cifra del poder autónomo de la lengua (esto es, del hombre) frente a la dictadura de lo establecido, un poder que no por no ser absoluto deja de ser efectivo. El absurdo sólo promueve la parálisis del interlocutor, el contrasentido, por el contrario, garantiza la significación, pues demanda una interpretación que reclama el compromiso de un sujeto con la flexibilización de los paradigmas ontológicos vigentes en el contexto de enunciación.

La idea de “significado tropológico” exige pues transferir al enunciado el resultado de un proceso de interpretación comprometido con la solución de un conflicto conceptual. Ahora bien, puesto que el conflicto no se aloja exclusivamente en la estructura sintáctica, su interpretación crítica exhorta a inferir de forma contextual el valor de mensaje (político) de la discordancia. En honor a la verdad, en nada se diferencian en esto los tropos del resto de los enunciados, pero sí dejan mucho más patente la necesidad del trabajo solidario del espectador en la modificación de la estructura ontológica del mundo –a veces es importante recalcar lo evidente–. Esta circunstancia se hace apremiante de manera particular en el caso de las artes plásticas. Por seguir con el símil, cabría afirmar que es relativamente infrecuente encontrar contradicciones en la “estructura sintáctica” de los “enunciados” plásticos (en gran medida porque no están tan reglados como los lingüísticos). Recuerdo, por ejemplo, un cuadro de Magritte en el que en la parte superior es de día y en la inferior de noche; pero en la mayoría de los casos, las artes plásticas se asemejan más a la alegoría que a la metáfora. La alegoría es ese tropo en el que la contradicción no está contenida en la estructura del enunciado. En la metáfora “Juan es una fiera” la incompatibilidad de los términos arraiga en el enunciado, pero el valor tropológico de la expresión “Juan es un carnicero” depende de que el interlocutor establezca una relación entre la afirmación y el hecho (extraño a la frase en sí) de que Juan se dispone a entrar en un quirófano con una bata y un gorro blancos. En el caso del arte, como en el de la alegoría, la sola identificación de la estructura del tropo supone ya un trabajo de inferencia. Un trabajo, por cierto, crítico. Un trabajo que consiste, al menos, en detectar detalles que no encajan, en entenderlos como indicios, en trasladar estas pistas a un contexto en el que se conviertan en un caso y en aportar respecto al mismo una hipótesis más interesante que la que conduce a su mera resolución.

El mensaje del tropo está al alcance de la intuición, pero más allá de una reformulación coherente: “Juan es un carnicero” jamás podrá equivaler a “Juan es un pésimo cirujano” más que a los ojos, a su vez, de un pésimo intérprete, y esta irreductibilidad aumenta de forma directamente proporcional a la “calidad” de la alegoría. La intención de atribuir una equivalencia literal a un tropo es sencillamente chocante, aunque no infrecuente. El intérprete de un enunciado trópico está llamado a justificar un conflicto entre conceptos como indicio de un mensaje a favor de una actitud que, por falta de palabras, resulta indecorosa, esto es, in(re)presentable. En un primer momento, la interpretación transita la estructura del significado, pero, consciente de que sus contenidos complejos no están completamente definidos por factores estructurales, se entrega en un segundo estadio al trabajo de inferir un “querer decir” a partir de un “significar”. Esa tarea ha de ser activa porque el significado no puede ser literal. La “literalidad” supone la relación entre significado y mensaje, por lo tanto, sólo es aplicable a una interpretación, concretamente a esa en la que el intérprete se ciñe a lo denotado a costa de lo connotado, esto es, se contenta con el contenido descodificado y renuncia a la inferencia. La interpretación literal, lejos de gozar de privilegios epistemológicos, debería considerarse la tumba de la interpretación (si no de la inteligencia), que muere cuando se elimina la distancia entre contenido y mensaje.

Carente de un código que defina su valor fuera de situación, el indicio alcanza categoría de proposición por relación a un campo de relaciones. Si los contenidos estéticos son indicios de mensajes virtuales, la gramática de las formas debería, en consecuencia, dedicarse al estudio de eso que cabría llamar campo de indicación. Los campos más elementales –como por ejemplo, y por referencia a los enunciados verbales, podría ser el que queda a la vista de los interlocutores– tan sólo nos obligan a incluir en la categoría de contenido las circunstancias que, sin aparecer físicamente en el discurso, son fácilmente aprehensibles desde el punto en que se emite. Pero, ¿qué ocurre en el caso de mensajes que, como los artísticos, demuestran una marcada vocación de extender su eco mucho más allá de su esfera espacio temporal? En ese caso, lo pertinente para la interpretación del mensaje excede el ámbito de información al que el espectador tiene acceso inmediato. De ahí que el componente seductor de la obra de arte deba inducir al estudio. Habitualmente, el placer inmediato que reporta la comunicación exitosa conduce al conocimiento y la identificación. El símbolo, que rige la significación, permite que nos identifiquemos entre nosotros y con aquello que nos es dado comprender. Pero la comunicación no está regida por símbolos sino por indicios, y estos no permiten al interlocutor convertirse en correligionario sino que le exhortan a trabajar como detective.

Los textos artísticos están consagrados a la comunicación diferida, por lo que la demostratio ad oculos no resulta operativa. El texto de larga duración opone al intercambio sincrónico y recíproco una recepción unívoca e independiente de las condiciones de emisión. El campo de interpretación se sustrae a la presión de las circunstancias de transmisión y desde luego, al control del autor, para ser confiado a la iniciativa del interprete. El “querer decir” de un texto puede no coincidir con el “querer decir” de su emisor incluso las pocas veces que este puede llegar a concretarse. El intento de clausurar el potencial transformador que el tropo conduce a través de la interpretación mediante el recurso al “contenido intencional” es sólo una versión de su reducción al sentido literal. Las coordenadas concretas de la emisión del enunciado artístico se van debilitando progresivamente hasta llegar al caso límite de su total irrelevancia en beneficio del componente constructor. Los coqueteos del arte con la eternidad nada tienen que ver con una supuesta intención de perpetuar la verdad incorruptible de un mensaje estable, sino, antes bien, con la intención de dilatar el campo de indicación al punto de obligar al intérprete a pasar de la deducción a partir de un texto dado a la inducción a partir de un contexto construido. Una construcción sin la cual, recordémoslo, pasaría desapercibido el mismo carácter tropológico de la alegoría o, lo que es lo mismo, el mensaje de la obra de arte, que quedaría así reducida a un mero objeto más o menos decorativo. La interpretación buena y comprometida se distingue más por la complejidad y solidez del campo interpretativo que articula que por la indubitabilidad de lo que concluye. Las diversas interpretaciones se distinguen por los criterios considerados pertinentes en la selección de los datos relevantes. Cada interpretación es solidaria con un espacio ontológico (alternativo) al punto de que cabría decir que ese horizonte interpretativo se confunde con el verdadero mensaje del enunciado, máxime teniendo en cuenta la imposibilidad, y la impertinencia, de resolver el conflicto tropológico (conviene no confundir jamás la metáfora con el jeroglífico). Toda interpretación se inserta en una tradición que soporta la mayor parte de las relaciones que tejen el campo de indicación (tampoco se trata de convertir la interpretación misma en una extravagancia) pero comporta una reestructuración más o menos sensible del horizonte epistemológico de esa tradición. En consecuencia, el crítico no es el mero receptor de un contenido que se le impone sino el interlocutor de una intención con la que comparte la responsabilidad de construir un mensaje. Ni que decir tiene que “crítico” no es una profesión sino un talante, que resulta además mucho más frecuente entre los (buenos) artistas que entre los (malos) espectadores.