VISIÓN Y MODERNIDAD. DE BAUDELAIRE A WARHOL (Y UN EPÍLOGO COMO VUELTA A EMPEZAR)
Aurora Fernández Polanco
 
Donde se avisa al lector de la mala costumbre de alcahuetear con las vidas ejemplares de nuestros vates para matrimoniarlos contranatura y celebrar, después, sus fantasmales esponsales como un modelo extensible de felicidad. Siendo esta, como sabemos, una torpe idealización que sólo puede acabar por sumirnos en la tristeza, aquí se sortean los habituales lugares comunes y se nos invita a alegrar los ojos y reparar, precisamente para mejor ver este presente poblado de fantasmas, en lo que hay de feliz y verdadero tras los trucos espectaculares de un feriante de sombras.

Poco más de un siglo trascurría entre la famosa frase de Baudelaire, cuando en El pintor de la vida moderna considera al Sr.G. un caleidoscopio dotado de conciencia,[1] y la sentencia de Warhol: 30 son mejor que una. En este periodo es habitual traducir la percepción característica de la Modernidad en términos de caos y agitación, de experiencia fragmentada que se da a ver en una serie de estrategias que van desde el collage y el montaje al zapping, este hábito actual nuestro que encuentra su correspondencia en la flânerie par l'oreille de la que ya hablaba Adorno[2]. Sin embargo, las modalidades de una percepción en la fragmentación coinciden también con la repetición y la serie en una modernidad concebida ahora y en este sentido, como dialéctica de novedad y repetición, época de lo siempre–distinto–pero–siempre–igual.

  Cuando el cineasta y amigo de Warhol, E. de Antonio, elige la obra de la botella impoluta de coca–cola en lugar de la que aún llevaba huellas de pintura –restos del expresionismo abstracto– y dice: “Es esto Andy, esto es América”, no deja de hacer un comentario que queda dentro de los marcos habituales del arte. Otro tanto ocurre con el “hallazgo conceptual” que dicen que Duchamp encontró en la estrategia warholiana de la repetición de un motivo. Parece, en ambos casos, que Warhol haya logrado convertirse definitivamente en un artista “absolutamente moderno”.

Baudelaire fotografiado por Nadar. 1856-58

Pero hay más: el asombro que sentimos –“sin llegar a saber por qué”– al encontrar en Warhol un “sutilísimo sismógrafo de nuestros tiempos”. Alguien que ha sabido como nadie levantar un mundo, el nuestro, mecánico, mediático, seriado, simulácrico, entregado al murmullo de la mercancía. Un mundo en el que los productos del supermercado se homologan al glamour de las estrellas, los desastres y accidentes a los iconos tradicionales del arte; la muerte a la vida.

   (Aparentemente) nada hay detrás; nada profundo, nada soporta, nada contiene más que la duración del acontecimiento mediático, desplazado por otro inexorablemente, intercambiable. La recuperación del presente en Baudelaire conlleva un goce por la vivencia del instante –un relámpago, después la noche, belleza fugitiva–, cuya pareja dialéctica es la eternidad. Así consigue romper el curso del tiempo vacío y homogéneo. En el presente mediático que Warhol recoge: pena de muerte, accidentes, disturbios, muestran ahora la tiranía del “otro presente moderno”, la de la persistencia de la superficialidad de unos signos que se intercambian, que se consumen para dejar paso a otros que se vuelvan a consumir, para dejar a otros... Una misse en abîme construida por los medios que impide, en esa duración como espacio en superficie, la operación capaz de desplazar el vector tiempo en otro sentido, aquel que lleva al detenimiento y la rememoración necesaria para viajar hacia la profundidad del acontecimiento.

  Así que el asombro que sentimos ante la lucidez de Warhol demuestra que hay en él algo más que meras estrategias para hablar de otra manera desde los territorios del arte, de la crítica, del mercado. En el comentario: “él supo como nadie hacerlo”, va implícita una intuición que no entiende nuestra época –moderna, postmoderna, contemporánea– desde los límites de ruptura en los que el pasado quede atrás, superado, sino como imagen (dialéctica) en la que el antaño se reencuentra con el ahora en un choque por el que (o en el que) se interpenetran los fantasmas que rondaban entre nosotros desde los tiempos de Baudelaire y que nunca nos han abandonado.

 Se dice de Warhol: “pintor de la vida moderna”, y se le retrotrae a aquellos años en los que Baudelaire habla, en su texto, de su propio pintor; se le busca un eco entre las páginas que definen la modernidad y en las que se encuentran los elogios del artificio, del maquillaje, de la moda y el dandysmo[3]. Pero “El pintor de la vida moderna” es sólo uno de los textos de Baudelaire, un poeta esencialmente melancólico que dejó “otras” imágenes modernas a las que aproximar a Warhol. Entre ellas su poema de aquellos siete viejos que se le aparecieron, uno tras otro, repitiéndose como una fantasmagoría. Siete viejos que le hicieron pensar a Benjamin en una modernidad como época del infierno.[4]

  Fue en París y en el XIX, donde Walter Benjamin quiso empeñarse en levantar la prehistoria del tiempo y el mundo que estaba viviendo. Un tiempo en el que asiste a los preparativos para la exposición universal, y así le llegan los ecos de las decimonónicas, en el que los dibujos de Walt Disney se mezclan con los de Grandville, en el que la deriva surrealista en la ciudad le aproxima a la flânerie baudeleriana. Un mundo en el que la siempre omnipresente mercancía se levanta poderosa tras los escaparates que aún palpitan en algunos de los desvencijados pasajes. Que sigue, en suma, siendo el fetiche en torno al cual se realiza el ritual cotidiano del consumo en la variopinta sociedad de un capitalismo incipiente, todavía ligado a la producción.

  Allí, en París, la ciudad–espejo, revive y visita un mundo en el que la mercancía se exhibe y organiza la fantasmagoría urbana. Benjamin lo repite de forma incansable: los Pasajes, como “grutas encantadas”, las Exposiciones universales, también de naturaleza fantasmagórica, “una combinación de maquinaria tecnológica y galería de arte, cañones militares y moda, negocio y placer, sintetizados en una fascinante experiencia visual”, unas ferias, fuente también de la fantasmagoría de la política, “donde industria y tecnología eran presentadas como poderes míticos capaces de producir por sí mismos un mundo futuro de paz, armonía de clases y abundancia”.[5] En el segundo exposé (1939) del Passagen–Werk escribe: “La fantasmagoría de la cultura misma encuentra expresión, en última instancia en las transformaciones que el barón Haussmann lleva a cabo en París”. El urbanismo de Napoleón III ponía también en pie en la ciudad ilusiones fantasmagóricas; el esplendor de la nueva organización urbana tapaba la cara opaca del espejo, la que cobijaba los antagonismos sociales. También la moda, donde la fantasmagoría de las mercancías “se adhiere a la piel”, el interior burgués en la época de Luis Felipe y los panoramas...

 Benjamin recibe de Marx el sentido más fuerte de esta palabra (fantasmagoría) y lo cita en el Passagen–Werk, especialmente el Libro I de El Capital donde expone su tesis del fetichismo de la mercancía como una reificación, una forma de alienación de los valores concretos del trabajo en provecho de los valores ideológicos del capital: en el capitalismo la relación social entre los hombres “toma la forma fantasmagórica de una relación entre cosas”.

Como es bien sabido, Marx nos habla de las cosas, los objetos que se convierten en mercancías por el hecho de poseer un valor de uso y hacer de éste además el soporte material de otro valor, el de cambio, algo que puede ser común a varias mercancías: “este algo común no puede consistir en una propiedad geométrica, física o química, ni en ninguna otra propiedad natural de las mercancías”[6]. En una mesa, una casa, un objeto útil cualquiera se evaporarán sus cualidades materiales y también los trabajos del ebanista o el tejedor dejan de distinguirse unos de otros y se reducen “al trabajo humano abstracto”. Los productos así considerados dejan un residuo y es este, según Marx, una “materialidad espectral, cúmulo y coágulo de trabajo humano”. Ahora, así entendidos, estos objetos son valores, “valores–mercancías”. Siempre que se producen mercancías –y aquí vemos la diferencia con producir únicamente valores de uso– es necesario “producir valores de uso para otros,(...) No todo producto consumido por otro que no sea el productor se convierte en mercancía, tiene además obligatoriamente que pasar a manos del que lo consume por medio de un acto de cambio.

 Como si se estuviera refiriendo a seres vivos, Marx habla de mercancías que vienen al mundo con dos caras: objetos útiles y a la par materializaciones de valor. Solo se presentan como mercancías, solo revisten el carácter de mercancía, cuando encierran ese doble valor: su forma natural y la forma del valor. Pero ese ser vivo tiene un carácter fantasmal: a la forma valor no se la puede objetivar “no se sabe por donde cogerla”. Las mercancías son materialidades “corpóreas, visibles y tangibles” (pero) en su valor objetivado “no entra ni un átomo de materia natural. Ya podemos tomar una mercancía y darle todas las vueltas que queramos: como valor, nos encontraremos con que es siempre inaprehensible”.

Alude a la abigarrada diversidad de formas naturales que presentan los valores de uso y –en contraste– una forma común de valor: el dinero. Una levita es “representación de valor”, encarnación corpórea de valor, pero esta propiedad suya no logrará traslucirse “ni aún a través de la más delgada de las levitas”:

“Por mucho que se abroche los botones el lienzo descubre en ella el alma palpitante de valor hermana de la suya” (p.18).

En El fetichismo de la mercancía, y su secreto habla de un objeto, una mesa, por ejemplo, que “en cuanto empieza a comportarse como mercancía, se convierte en un objeto físicamente metafísico”:

“El carácter misterioso de la forma mercancía estriba, por tanto, pura y simplemente, en que proyecta ante los hombres el carácter social del trabajo de éstos como si fuese un carácter material de los propios productos de su trabajo, un don natural social de estos objetos y como si, por tanto, la relación social que media entre los productores y el trabajo colectivo de la sociedad fuese una relación social establecida entre los mismo objetos, al margen de sus productores.” (p. 37).

Forma fantasmagórica de una relación entre objetos materiales...

“Si queremos encontrar una analogía con este fenómeno, tenemos que remontarnos –dice–, a las regiones nebulosas del mundo de la religión donde los productos de la mente humana semejan seres dotados de vida propia, de existencia independiente, y relacionados entre sí y con los hombres. Así acontece en el mundo de las mercancías con los productos de la mano del hombre” (p. 39).

Marx denomina fetichismo adherido al mundo de las mercancías a la apariencia material de las condiciones sociales del trabajo. Si éstas pudiesen hablar, dirían: es posible que nuestro valor de uso interese al hombre, pero el valor de uso no es atributo material nuestro, lo inherente a nosotras como tales cosas es nuestro valor. Nuestras propias relaciones de mercancías lo demuestran. Nosotras sólo nos relacionamos las unas con las otras como valores de cambio: “Ese misticismo, ese misterio que nimba los productos del trabajo basados en la producción de mercancías desaparece en otras formas de producción”. Veamos a Robinson realizando esos trabajos útiles, “se divierte con ello y considera estas tareas como un goce. Entre él y los objetos que forman su riqueza median unas relaciones claras y sencillas.”[7]

Así pues, en el análisis de Benjamin, como también en el de Adorno,[8] aparece el uso de la palabra fantasmagoría ligado a los fenómenos sociales y culturales del momento. Además de la fuente marxiana, Benjamin sabe que los espectáculos fantasmagóricos eran en el XIX parte habitual de la cultura visual de la época. Nada más empezar el Konvult Q del Passagen–Werk que Benjamin dedica a los panoramas dice: “Había panoramas, dioramas, cosmoramas, diafanoramas, navaloramas (Plew, navego, paseos por el agua) pleoramas, (...) experiencias fantasmagóricas... (Q1,1). Más adelante (Q3a,4), habla de un anuncio de fabricación de instrumentos de fantasmagoría y subraya entre exclamaciones –¡1856!– Es decir, él sabe que es demasiado tarde, o que perdura demasiado un espectáculo inventado en la década de 1790 por el belga doctor–aeronáutico Etienne–Gaspard Robert.[9]

Fantasmagoría de robertson, convento de los Capuchinos, París, 1798

 

Robertson, así conocido por la anglomanía reinante, inaugura en París el Pabellón del Echiquier, en marzo de 1798, “un espectáculo bautizado fantasmagoría, que inmediatamente atrajo multitudes”[10] Más tarde se traslada a la capilla del ex–convento de los capuchinos, entre el faubourg Saint–Honoré y la place Vendôme. Allí “prepara a los espíritus para lo que iba a producirse”:

"En cuanto yo dejaba de hablar, la lámpara antigua suspendida por encima de la cabeza de los espectadores se apagaba., hundiéndolos en una oscuridad profunda, en unas tinieblas terribles. Al ruido de la lluvia, del trueno, de la campana fúnebre que evocaban las sombras de sus tumbas, sucedían los sonidos desgarradores de la armónica; el cielo se descubría, pero recorrido en todos sentidos por el rayo. En una lejanía muy remota, parecía surgir un punto misterioso: se dibujaba una figura, primero pequeña, luego se aproximaba a pasos lentos, y a cada paso parecía hacerse más grande".

Además de los temas macabros y diablerías (muy del gusto de los ciudadanos de la época), el repertorio traía también “la actualidad reciente”, como Robespierre saliendo de su tumba y desplomándose tras ser alcanzado por un rayo, o las peticiones de aquel ciudadano que quiso abrazar la sombra de Marat. Y una concesión: los espectáculos aterradores alternaban “con escenas más graciosa”, como la sátira anticlerical por la que se podía ver a Venus acariciando a un ermitaño. Con todo, es importante señalar para nuestro empeño posterior, que uno de los factores que provoca el éxito de las fantasmagorías es, según Milner, el desarrollo de la óptica. En concreto:

“de las realizaciones prácticas que permitirían modificar nuestras percepción visual del universo y abrir en el seno de lo visible, unificado desde el Renacimiento según las leyes de una perspectiva antropocéntrica, unas lagunas propicias a la manifestación de otra visibilidad, que se libra de las limitaciones del principio de realidad, y por ello susceptible de soportar los mensajes de ese mundo pulsional, o prehumano, o transhumano, que se encuentra en la base de lo fantástico." (El subrayado es mío)

Pero volvamos a los problemas que Benjamin rastreó en el XIX y que iluminaron su propia época, son todavía la prehistoria de “otra” fantasmagoría, el juego de sombras que envuelve las pautas culturales del capitalismo tardío.[11] No es demasiado aventurado pensar que fue Guy Debord el primero que comienza a cartografiar este mundo en su texto del 67, La sociedad del espectáculo. Tampoco es casualidad que dedique precisamente su capítulo II a La mercancía como espectáculo.[12]

El espectáculo es el capital en un grado tal de acumulación que se vuelve él mismo imagen. Debord considera que el espectáculo no consiste en una mera explosión de imágenes en el que los medios técnicos propios de la sociedad de consumo nos zambullen. No se trata de una decoración que se sobrepone al mundo real, sino de “una relación social entre personas mediatizada por las imágenes”. Es modelo: es una visión del mundo objetivada, una Weltanschauung. Es el mapa que recubre el territorio. Es además, tautológico: los medios no llevan a fines, todo es desarrollo de un espectáculo que desemboca en sí mismo. El proceso económico ha ido deslizándose y mutándose desde el verbo “ser”, al “tener” hasta desembocar finalmente en “parecer”; del verbo “tocar” se ha pasado al “ver” ligado al “escuchar” sin que estas acciones sean recíprocas: el dialogo no existe, la comunicación es unilateral.

La alienación del espectador a favor del objeto contemplado (que es el resultado de su propia actividad inconsciente) se expresa de este modo: cuanto más contempla, menos ve, cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad, menos comprende su propia existencia y su propio deseo(...) La razón de que el espectador no se encuentre en casa en ninguna parte es que el espectáculo está en todas partes (30)[13].

En este espectáculo, admite Debord, “reconocemos a nuestra vieja enemiga, que sabe muy bien cómo hacer para presentarse a primera vista como algo trivial y autoevidente, cuando es, al contrario, algo tan complejo y lleno de sutilezas metafísicas: la mercancía.”(35) Así, en la sociedad del espectáculo la mercancía se contempla a sí misma en un mundo que ella precisamente ha creado. Ocupa por completo la vida social. Es lógico que el principio del fetichismo de la mercancía se acople perfectamente al espectáculo de una sociedad en la que las imágenes llegan a configurar un mundo, a la vez presente y ausente que llega a reconocerse como “lo sensible por excelencia”.

Debord introduce el primer capítulo con una cita de Feuerbach en la que habla de un tiempo, el nuestro, que “prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser”. Ciertamente resulta tentador trasladar el sentido de la frase al mundo llevado a imagen por Andy Warhol en los años 60.

Sin embargo Baudrillard, que ha sido de los que más ha insistido en ello –apoyado en su simulacro– no sólo se salta a Debord, sino que pone en comunicación a Baudelaire con Warhol, siguiendo el hilo conductor de la mercancía absoluta. Y lo hace en una conferencia que posteriormente convierte en artículo dedicado a un monográfico sobre Andy Warhol. Ambos tenían como horizonte la gran exposición Warhol (MOMA/1989, Pompidou/1990). En él sostiene Baudrillard que Baudelaire no estaba lejos de asimilar la obra de arte a la misma moda bajo el signo triunfante de la modernidad. Entiende la moda como ultra–mercancía, como parodia, como denegación radical de esta mercancía. Siempre según Baudrillard, del mismo modo cuando en los años 60 Warhol pinta el bote de sopa Campbell, provoca un estallido de la simulación y de todo el arte moderno: de un golpe, el objeto–mercancía, el signo mercancía se encuentra irónicamente ironizado:

"Cuando Warhol mantiene esta exigencia radical de convertirse en una máquina absoluta, más maquinal todavía que la máquina, ya que el tiende a la reproducción automática, maquinal, de objetos ya de por sí maquinizados, ya fabricados (sea un bote de sopa o la cara de una estrella) está en el hilo de la mercancía absoluta de Baudelaire, no hace más que ejecutar hasta la perfección que es al mismo tiempo el destino del arte moderno, incluso aunque se defienda: realizar hasta el límite, es decir hasta la denegación de sí mismo, el éxtasis negativo del valor, que es también el éxtasis negativo de la representación." [14]

Ya en el año 82, en Las estrategias fatales y dentro del capítulo sobre el objeto absoluto, dedica un apartado a La mercancía absoluta. Baudrillard no nos tenía por entonces acostumbrados a las citas, las notas a pie de página prácticamente no aparecen en sus textos últimos. Sin embargo en La mercancía absoluta realiza una cita muy extensa remitiéndonos al trabajo de Agamben La palabra y el fantasma. [15]

Sin el análisis marxiano no se comprendería el hecho de que tanto Agamben como Baudrillard entiendan que Baudelaire ha dotado a la obra de arte de las mismas características de choque, extrañeza, de sorpresa e inquietud, también de instantaneidad e inaprehensibilidad que son propias de la mercancía. (Recordemos nuevamente un fragmento del texto de Marx citado más arriba, el que se refiere al carácter fantasmal: a la forma valor no se la puede objetivar, “no se sabe por donde cogerla”. Las mercancías son materialidades “corpóreas, visibles y tangibles” (pero) en su valor objetivado “no entra ni un átomo de materia natural”. Ya podemos tomar una mercancía y darle todas las vueltas que queramos: como valor, nos encontraremos conque es siempre inaprehensible...

Siguiendo a Agamben, Baudrillard considera que la obra de arte se convierte en “más mercancía que la mercancía” cuando acrecienta la inaprehensibilidad y la abstracción del valor de cambio. Creo entender que el filósofo italiano insiste sobre todo en la posibilidad del poeta de “manejar lo intangible”, en el sentido que Baudelaire recoge de Poe, mientras Baudrillard desvía la atención a otro sentido y considera que la obra de arte, siempre que esté identificada con la mercancía absoluta (y no con la mercancía vulgar), coincide en Baudelaire “absolutamente con la moda, la publicidad, la “magia del código”– obra de arte deslumbrante de venalidad, de movilidad, de efectos irreferenciales, de azar y de vértigo”.

Baudrillard parece de algún modo resentirse –a mediados ya de los 80– de la pérdida de la primitiva sociedad de consumo “que vivía bajo el signo de la alienación como una sociedad del espectáculo”. Mientras haya alienación, comenta, “hay espectáculo y acción y sobre todo escena”. Pero el éxtasis de la comunicación borra las escenas. Todo comenzó cuando las mercancías empezaron a comunicarse entre sí: el valor de intercambio borra el mensaje y hace que el medio se imponga “en su pura circulación”. Eso es lo que él denomina el éxtasis. En cualquier caso referirse al texto de Marx es hacerlo a la “prehistoria” de este éxtasis. Ahora el éxtasis lo es en la obscenidad de la comunicación: “Eso es obscenidad”, obscenidad fría y comunicacional, la que se asienta en la saturación de la información.

¿Se puede relacionar a Baudelaire con Warhol, en los términos en que lo hace Baudrillard, estando Warhol ubicado ya en un mundo sin escena, en el que predomina el éxtasis de la comunicación y la obscenidad?[16] ¿Tiene algo que ver con la modernidad/Baudelaire el fin de la interioridad en una proximidad absoluta a todo, este transcurrir esquizofrénico de un hombre privado de escena y entregado a la fascinación y al vértigo que le produce el éxtasis de la comunicación, este ser pura pantalla? ¿Se desprende todo ello de una identificación del poeta con el texto sobre Constantin Guys que es el único que parece estar manejando Baudrillard?

Por otra parte Baudrillard cree que Baudelaire supera a Benjamin ¿Pero es cierto que la opción de Baudelaire, es decir de este “poeta/pintor de la vida moderna” al que alude Baudrillard, se aleja de la referida pérdida del aura benjaminiana que no produce sino una modernidad melancólica mientras Baudelaire “explora nuevas formas de seducción unidas a los objetos puros a los eventos puros, a esta pasión moderna que es la fascinación”? ¿Dónde ha dejado Baudrillard las lecturas que hace Benjamin de ese Baudelaire melancólico y alegórico y capaz por ello de rasgar el velo de la fantasmagoría? Recordemos al Benjamin que piensa en el poeta capaz de arrancar las cosas de sus correlaciones habituales. De ahí su identificación con la mercancía; y su labor, al mismo tiempo, como destructor de las correlaciones orgánicas propia de la intención del alegórico.

¿Dónde ha dejado al Baudelaire que Benjamin sabe consciente de que la única forma de experiencia en la obra y también de la modernidad, consiste en admitir dolorosamente que la creación sólo es posible “sin aureola”, sacrificando ésta al shock de la vivencia en los albores de una sociedad de producción y consumo? ¿Hay en Baudelaire, como parece advertir Baudrillard, una resistencia a la alienación en forma de respuesta irónica y divertida? ¿Tan irónica tan cínica y tan divertida como para conectarlo con Warhol? Y en última instancia está seguro de que es en el propio Warhol tan cínica y tan divertida?

Las comparaciones entrañan una dificultad de salida ¿Qué Warhol y qué Baudelaire estamos comparando? ¿El Baudelaire que construye Benjamin con la figura del tristísimo Warhol, según la reciente denominación de Estrella de Diego?[17] Si es así, habría que buscar esa nostalgia y esa melancolía al margen de la pura “excitación ante la moda la publicidad y la magia del código”.            

Baudelaire, tristísimo Baudelaire, también. Alegórico y fetichista, para quien los objetos se recubren de significados fluctuantes y débiles, inestables; significados que oscilan entre le bizarre, lo cómico, lo horrible y lo extraño, pues la belleza había sido desplazada de su pedestal estable, clásico, en su sentido tranquilizador, por eterno e inmutable. El mismo Baudelaire que es consciente de la dualidad de lo bello, tanto como de la del hombre. El que siempre se refiere a las dos caras del arte. Cuando habla de la moda dice que se trata de extraer lo eterno de lo transitorio, no hace únicamente un elogio de lo transitorio, terreno aquí entendido por Baudrillard como el de la seducción, los signos y la fantasmagoría. Cierto es que su visión alegórica transforma las cosas en signos, pero esos signos son los de la decrepitud y la muerte, ésta aparece siempre como última instancia. No solo no cae rendido en brazos de la seducción y las apariencias, léase la fantasmagoría, sino que es capaz de romper ese velo, rasgarlo con una lucidez heroica. El poeta ha dejado de proveernos de bellezas consoladoras; el poeta, sin aura, producirá un arte que sacrifique también el aura a la verdad. Por ello ha querido transfigurar la experiencia vivida (Erlebnis) en su producción poética y darle el rango de experiencia verdadera (Erfahrung). El poeta, dice Benjamin, sabe que la intuición alegórica siempre es destrucción, lo contrario de borrachera y fantasmagoría. Por ello la alegoría en Baudelaire lleva dentro la rabia, las ansias de irrumpir, de arrasar y arruinar lo armónico. Si la poesía lírica decae en el reino del folletón, Baudelaire responderá con un libro de poesía.

¿Baudelaire con Warhol? Dice la historiografía: porque se identifica con la mercancía (Baudrillard), porque ambos se empeñan en la transformación del rol del artista (Buchloh), porque es un artista de la vida moderna (Spies), porque es un dandy (Koch)...  Repensemos ese lugar común que tanto hace caer en la tentación de acudir a Baudelaire para hacerlo reencontrar a Warhol. Detengámonos un momento aunque sólo sea en unas ráfagas por las que transiten encuentros y desencuentros. Por alguno de ellos nos perderemos.

Baudelaire Dufaÿs, al principio, como Andrea Warhola. En 1846, Baudelaire era una especie de dandy que vivía con un pintor que le seguía a todas partes, dice Champfleury. Frecuenta “los lugares de mala nota”, pero odia lo vulgar, es decir el público y las masas, dos palabras que le llenan de indignación. Baudelaire es una naturaleza preocupada por un toque de extravagancia cuyo exceso forma parte de su personalidad... “No le molestó –dice Champfleury– que yo hubiera hecho correr el rumor de haberle encontrado un día, apoyado sobre la balaustrada del pont des Arts, contemplando en el agua los reflejos de una bonita peluca con rizos de color azul cielo que ocupaba el puesto de la elegante cabellera que la víspera acababa de rasurar hasta la raíz el obediente peluquero.”[18]

A. Warhol y Drácula en la factory con ocasión de la serie de mitos. foto de Bárbara Goldner

 

Si sus adversarios le acusaban de “no parecer natural” era porque Baudelaire sólo hablaba de cosas “sobrenaturales”. Le molestaba de Courbet “la reproducción de las cosas reales existentes”, creía en la dimensión trascendental de la poesía y si todo el universo visible no era más que un magasin de imágenes y de signos, ahí estaban las facultades del creador, la imaginación que es capaz de extraer y arrancar y elaborar, a partir de esos elementos, una fisonomía totalmente nueva. De iluminar las cosas con su espíritu. El creador original creará la sensación de lo nuevo “con los materiales reunidos y dispuestos según reglas de las que no se puede encontrar su origen sino es en el fondo del alma”.

A simple vista puede parecer Warhol –y entiéndase el juego– retrotraerse a tiempos anteriores en los que se pensaba el sujeto como una pantalla vacía en la que se proyectarían los datos del mundo exterior, como ocurre con las imágenes en una cámara oscura. La intuición de que pudiera molestarle el hecho de que en la constitución de la imagen del mundo tuviera que participar todo su ser, provoca imaginar un juego en el que Warhol se salte a Kant y regrese a Descartes: el ojo (¡y la cámara!) como aparato óptico transmitiéndole al cerebro las imágenes que existen tal y como se las puede ver en el exterior. El pintor que Baudelaire levanta en torno a Guys había “extraído” la fantasmagoría de la naturaleza. Warhol nos ha dejado como legado una fantasmagoría que ha sido (extraída no es la palabra) construida a partir de esa segunda naturaleza que constituyen las fotos de las que parte. Como señaló Benjamin del detective de Poe, el caballero Dupin, Warhol tampoco se sirve de inspecciones oculares, sino de los informes de la prensa diaria.

Aún así, poco tiempo se entregó Warhol a constatar asépticamente: Campbell, Brillo, Coca–cola... Las cosas se iban a complicar muy pronto, las sombras a aparecer y el carácter espectral a imponerse a todo lo que ve. Warhol, “San Andy, el fantasma de los fantasmas”, usando todos los aparatos de su época, recrea su mundo en una nueva fantasmagoría, nueva y sobre todo terriblemente fiel a lo real “revisitado”. Si como cuenta Benjamin, tanto Baudelaire como Poe veían en las gentes de negocios “algo de demoníaco: y Marx (en el XVIII Brumario) destaca “el movimiento enfebrecido, juvenil de la producción industrial” en Estados Unidos y le hace responsable de que “no fuese el tiempo ni hubiese ocasión para abolir el antiguo mundo de los espíritus”, quizá ahora Warhol haya conseguido dejar notar la persistencia de ese mundo.

Más que el juego que propone Baudrillard, tienta pensar en el artista que construye –homeopáticamente– una verdadera fantasmagoría. Sólo el bote de Campbell y la Coca–cola, las cajas de Brillo, aparecen en Warhol repetidas, impolutas, sin sombras, ni contraluces, sin desdoblamientos. Pero a poco que observemos su obra con atención, el proceso de repetición de imágenes, en las Marilyn, en Jackie, en la Gioconda, en los desastres, las series de sombras, en sus autorretratos, es llevado a cabo mediante la técnica serigráfica en la que parece esconderse una especie de mundo semioscuro y melancólico, a pesar de la estridencia del color. En sus serigrafías consigue una desmaterialización de seres que avanzan y retroceden debido a los accidentes de la producción, que respeta. Un mundo semi–espectral y sombrío en el que los iconos tiemblan, se adelantan y se retrotraen en una apariencia inestable y bailona.[19] Treinta, indudablemente, mejor que una. La repetición y la serie. Modernos como nada, desde luego. Pero todas esas imágenes se convierten también en una fantasmagoría que se repite, una pesadilla que nos acompaña, como le acompañaron a Baudelaire los siete viejos. En el corazón de la modernidad.

Ya no se trata de “traer a Marat” como en los mecanismos de fantasmagoría, traer a este mundo seres del otro, sino de agitar el mundo espectral que nos rodea donde original y copia se acomodan en una danza de los simulacros “dada a ver” en el proceso, desde la Polaroid a la serigrafía. Veíamos encerrados en las serigrafías esos fantasmas. Volvemos al tristísimo Warhol, demacrado, demoníaco, como su ayudante Malanga lo considera. Volvemos a su Factory plateada. La Factory no es simplemente un lugar de producción, una parodia inocente donde el autor, que no quiere ser tal, sino una máquina, escupe los productos. Es un ámbito plateado donde todo ocurre, una suerte de imagen dialéctica benjaminiana: la modernidad de la plata, como los cohetes y la luna, pero ellos se mueven y actúan con el plateado detrás como ante una pantalla de película antigua. ¿Volvemos a un Warhol rodeado de sus aparatos, sus linternas mágicas, dispuesto como Robertson a no dejar en paz a los muertos? Para Estrella de Diego, en la Factory, “todo lo “real” acaba por suceder dentro de ese pequeño mundo, la quintaesencia de la puesta en escena, borrando una vez más las fronteras entre realidad y representación.”[20] En el fantascopio de Robert había que introducir unos cristales que podrían recordar, en su resultado, características propias de la técnica serigráfica.

Espectáculo en el DOM, La Velvet Underground & Andy Warhol, Nueva York, 1966.

 

Dice Warhol: “Todo el mundo tiene su propia América y luego tienen los trozos de una América de fantasía que creen que está ahí fuera, en alguna parte, pero que no puede ver”. Recalco, “ahí fuera” y también “que no pueden ver”. El mago, el Robertson/Warhol quiere darla a ver. En primer lugar quiere, por lo menos, poder verla él mismo. Y para ello la mirada directa no sirve, necesita prótesis: la polaroid, la pantalla serigráfica, la cámara de 16mm... Y en ese ver de segunda mano, inmerso en las artes de la luz y de la sombra, surge inevitablemente la fantasmagoría.

Recabemos en uno de los montajes (fantasmagóricos) del mejor Warhol,[21]

El 7 de Abril de 1966, un anuncio publicado en Village Voice decía:

VEN A HACER QUE ESTALLE TU MENTE
La Silver Dream Factory presenta:
El Plástico Explosivo Inevitable

 con
Andy Warhol
 Velvet “underground”
y
Nico[22]

 

En la parte superior del club DOM, junto a la cabina de proyecciones, Warhol manejaba cada noche proyectores de cine y diapositivas, focos y filtros de color. Según John Mekas, Warhol era el director “que estructuraba los temperamentos, los egos y las personalidades; que lo traducía todo a sinfonías de sonido, imagen y luz de un nivel emocional y mental tremendo. Estaba al fondo, entre sombras, totalmente imperceptible, pero seguía cada segundo y cada detalle de todo ello. Lo que menos quería Andy era que la gente se relajara y se divirtiese. Cuando juzgaba que el público estaba disfrutando con el espectáculo, se ponía inmediatamente a decir: “Cámbialo, cámbialo”.[23]

Andy había creado “una especie de espectáculo religioso” para heteros y gays, vagabundos del arte y artistas, drogados y desesperados, chicos y chicas guapas y ricos en busca de emociones fuertes, advierte Victor Bockris. A decir de Paul Morrisey:

“era casi la primera vez que se colocaba un estroboscopio en una pista de baile, Y Andy había comprado una vieja bola de espejos en una chamarilería (...) Siempre me parecía que estabamos reflejando lo que veíamos a nuestro alrededor”.

Insiste en que no eran los hippies de la costa Oeste, no un movimiento político, porque la “sensibilidad neoyorkina no toma nada en serio, tomarse las cosas en serio era propio de actitudes provincianas, como las de Alemania, Inglaterra o California.[24] Todo ello hacía de la sala un lugar de experiencias sensoriales violentas, espacio organizado por un desarreglo de los sentidos según las reglas de la contracultura. Es horrible decía Warhol, “cuando todo este se pone junto es horrible. Pero es bello. Muy Vinilo. Magnífico”.

Después de una de las representaciones, en las que como en un muy especial Rimbaud, había tenido lugar el desarreglo de todos los sentidos, el Chicago Daily News publica un artículo donde decían que el espectador podía tocar el fondo del horror. En el show se sentía “la amenaza, el cinismo, y la perversión (...) con el Exploding Plastic Inevitable, están las Flores del Mal en plena expansión. Sin embargo Marshall McLuhan presentará una foto del espectáculo en su libro The Medium is the Massage: “El “tiempo” se ha detenido, el “espacio” ha desaparecido. Ahora vivimos en una aldea global..., en un happening simultáneo.”

La atención se detiene en un remolino en el río, un eco de las fantasmagorías de Robertson: sonidos desgarradores de la armónica; el cielo se descubría, pero recorrido en todos sentidos por el rayo. En una lejanía muy remota, parecía surgir un punto misterioso: se dibujaba una figura,(...) También aquí, como entonces, parecían producirse “unas lagunas propicias a la manifestación de otra visibilidad, que se libra de las limitaciones del principio de realidad”.

Instalación de Boltanski. Sombras. Iglesia de san Domingo de Bonaval. Santiago de Compostela, 1966

 

Y VUELTA A EMPEZAR

Vivificar ese espectro de la mercancía desde el hoy e intentar entrar en el sentido de las sutilezas metafísicas que Marx encuentra en la mercancía puede parecernos un juego fantasmagórico más. Aún así, desentrañar esas argucias teológicas seguirá siendo necesario siempre que como ocurre todavía, a pesar del cambio cualitativo de la alienación tecnológica, sigamos reconociendo cómo la mercancía “embriaga a la multitud y la rodea de murmullos.”[25] Romper ese velo fantasmagórico sigue siendo hoy un reto para el artista.

Cuando en el exterior –en el mundo– sigue viva la fantasmagoría a la que Marx alude y que Debord recoge, en los ámbitos del arte –fuera del mundo, ¿en la ficción?– nos reencontramos en experiencias fantasmagóricas buscadas para provocar ese desarreglo de los sentidos. Puede que Warhol estuviera interesado en desterrar el discurso metafísico, las ambiciones por trascender, superar aquellas estrategias que presentía gastadas. Ser más mercancía que la propia mercancía es una alternativa más, pero también el hecho de haber levantado esa peculiar fantasmagoría. En la que nos reconocemos. En este sentido no otra cosa es Warhol sino un artista que no deja de trabajar, como el mismo ha confesado. De trabajar todo el día como otros artistas. Por lo que no se les puede negar, como hace Baudrillard en El crimen perfecto que intenten, como nuevos Robertson, jugar con otros modos de ver. Algo de aquellos espectáculos de masas del XIX es ahora recuperado para la mirada de los que (en minoría) asiste a los espacios de arte que muchos califican de espectaculares, que van a la espera de que se produzca una renovación de los modos de ver, que si siempre fue cometido del arte, ahora parece necesario recuperar mediante “un efecto de choque”. Tal es nuestro estado anestésico.

Todo ello se sigue dando en espacios separados de los mundos de la vida. ¿Lo era el convento de los Capuchinos de la Place Vendôme a finales del siglo XVIII? ¿Tanto como la santiaguesa iglesia de Bonaval donde Boltanski proyectara sus sombras, a finales del XX? Pensemos, por ejemplo,[26] en las proyecciones de Wodiczko, las referidas sombras de Boltanski o las de Eulalia Valldosera; “los mecanismos de las linternas mágicas, las fantasmagorías o los cuerpos espectrales, son los procedimientos referenciales de las construcciones visuales y de los montajes de Daniel Canogar. Sus obras son proyectos de investigación plástica que reflexionan sobre la manera en que las nuevas tecnologías amenazan la integridad física y psíquica del ser humano, la precaria estabilidad del sujeto en una realidad que constantemente desdobla nuestro organismo.”[27] Viejas artes todas ellas de la luz y de la sombra que han encontrado en su forma de presentarse –en pequeñas habitaciones a oscuras, con pantallas multiplicadas, que nos envuelven– un nexo de unión, ecos del XIX.

En 1971, Giovanni Anselmo, un joven artista italiano, dispone en la sala de exposición un proyector del que nada emerge. El generador de imágenes (luz y sombra, una vez más) mudo, inactivo, lleva en sí lo que puede ser, es contenedor de una acción en potencia. Sólo si el cuerpo del espectador interrumpe el chorro de luz aparece en alguna parte de su cuerpo la palabra VISIBLE.

De la petición dieciochesca: ¡Haznos ver a Marat! hemos pasado con Anselmo a la “pobre” esperanza de poder ver lo visible.


[1] El caleidoscopio es figura que en Baudelaire coincide con la modernidad. En El pintor de la vida moderna lo presenta como un artefacto por el que se desintegra el carácter unitario de la subjetividad, de ese “enamorado de la vida universal”, ese “yo insaciable del no–yo que a cada instante lo recoge y expresa en imágenes más inestables y fugitivas que la vida misma”. En La moral del juguete, Baudelaire vuelve a nombrarlo entre “los juguetes ciéntíficos” del niño. G. Didi–Huberman ha estudiado cómo la fenomenología del juguete, la del caleidoscopio en concreto, le sirve a Walter Benjamin via Baudelaire como modelo óptico del que sacar lecciones profundas. El caleidoscopio, en Benjamin, por sus juegos entre diseminaciones del material y reagrupamiento, en su dialéctica negativa, “es un paradigma, un modelo teórico. Surge significativamente en contextos en los que se interroga la estructura del tiempo, bajo el ángulo de la variedad irisada de sus combinaciones, el caleidoscopio caracterizará la modernidad”. Según Benjamin, “hay tanta variación en lo moderno como en los diferentes aspectos de un caleidoscopio”. “Bajo el ángulo de la apremiante simetria de sus espejos, el caleidoscopio caracteriza “el curso de la historia”, destinado, un día u otro, a romperse entre las manos del niño (es decir, del revolucionario)”. G. DIDI–HUBERMAN: Devant le temps, Paris, Ed de minuit, 2000, p. 151. Traducción ligeramente modificada.

[2] S.BUCK MORSS Le flâneur, l;Homme sandwich et la Prostituée: Politique de la Flânerie en Walter Benjamin et Paris (ed.H.Wissmann), Paris, Ed du Cerf, 1986, p. 367.

[3] Son muchas las referencias. Al hojear los estudios que se le han dedicado no es extraño que en algún momento aparezca el nombre de Baudelaire, ligado, en este sentido, al dandy en el que convierten a Warhol. Ciertamente resulta tentador comparar las dos personalidades, la artificialidad, el dandysmo en suma; sus madres como referencia importante, su fetichismo, sus pelucas, la muerte, su carácter mundano. Veremos más adelante cómo es problemático proceder a una identificación, más allá de las meras impresiones, y la dificultad que entraña encontrar los términos para establecerla.

[4] Experiencia que le ocurre al poeta en la “fourmillante citè”. En el Expose de 1939 señala Benjamin que Baudelaire califica la experiencia de esa procesión de infernal : una fantasmagoría del “siempre lo mismo”. He apuntado algunos aspectos en mi artículo La fantasmagoría, Baudelaire y la mercancía absoluta, en La Balsa de la Medusa, Madrid, 1996, nº 38–39.

[5] BUCK–MORSS, S.: Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de Los Pasajes, Madrid, Visor, La Balsa de la Medusa, 1995, pp. 102–103.

[6] K MARX: El Capital: crítica de la economía política, I, México, F.C.E, pp 5 y ss

[7] G. AGAMBEN considera que Marx no sabe desprenderse de la ideología utilitaria y no percibe la posibilidad de una relación que sobrepase tanto el goce en el valor de uso como la acumulación del valor de cambio. Algo que si llega a entender Baudelaire. Sobre Baudelaire y la mercancía absoluta, Vid Estancias , Valencia, Pre–Textos, 1995, p. 88.

[8]J. LACOSTE en su edición de los textos de Benjamin en: Charles Baudelaire Un poète lyrique à l'apogée du capitalisme, Paris, Payot, 1979, recoge en nota 7, p. 259, además del significado marxiano el sentido de fantasmagoría como “arte de hacer ver y hacer hablar en público fantasmas por ilusión óptica”. Para Benjamin la fantasmagoría es una “ilusión” (PR 137), “una transfiguración que le distrae de la realidad” (PR 129), “un velo” (PR 133) y “una borrachera”.

En su ensayo sobre Wagner (primavera del 37–Otoño del 38) Adorno dedica el capítulo VI a la fantasmagoría. Dice que las óperas de Wagner, “cuya ley de forma consiste en disimular la producción bajo la apariencia del producto” tienden “al Blendwerk, a la fantasmagoría, como Shopenhauer llama al lado externo de la malvada mercancía.” Vid: ADORNO,TW: Essai sur Wagner, Paris, Gallimard, 1966, p. 114. El mismo autor dedica un capítulo al “carácter fetichista de la música”, recogido en castellano en Disonancias, Madrid, RIALP, 1966.

“Pero para Benjamin –sigue diciendo Lacoste– es fantasmagórico todo producto cultural que duda un poco antes de devenir pura y simple mercancía. Cada innovación técnica que rivaliza con un arte antiguo adquiere durante algún tiempo la forma sin transparencia y sin porvenir de la fantasmagoría”. Traducción ligeramente modificada.

[9] Según el capítulo Le Diable à Paris; Benjamin's Phantasmagoria en el libro de Margarte COHEN: Profane Ilumination. Walter Benjamin and the Paris of Surrealism revolution, University of California Press, Berkeley–Los Angeles London, 1995 , pp. 217 y ss.

[10]Todos estos datos en Max MILNER : La fantasmagoría, México, FCE, 1990. Véase también del propio E.G. ROBERTSON: Mémoires récréatifs, scientifiques et anecdotiques d´un physicien–aéronaute, Langres, Cafe, Clima editeur, 1985. Agradezco a Miguel Angel García sus inteligentes reflexiones.

[11] Pese a que, según F. Jameson el análisis que Benjamin hizo de Baudelaire y de la emergencia del modernismo desde una nueva experiencia de la tecnología civil, que transcendía los antiguos hábitos de la percepción sensorial, se presenta aquí como especialmente, y al mismo tiempo, especialmente anticuado, a la luz del nuevo y casi inimaginable cambio cualitativo de la alienación tecnológica Jameson habla de “Hiperespacio posmoderno” así denominado porque “nuestros hábitos perceptivos se formaron en esa otra clase de espacio que he llamado el espacio del modernismo”. F. JAMESON: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado Barcelona, Piados, 1991, p. 99.

[12] G. DEBORD: La Sociedad del espectáculo (Ed. J. L. PARDO), Valencia, Pre–Textos, 1999 (Las citas textuales se refieren a esta edición. Se señala la numeración de los parágrafos).

G. Agamben, que hace un comentario a la edición italiana (Glosse in margine ai Commentari sulla Società dello spettacolo) titula “Fantasmagoría” la glosa correspondiente a este capítulo II y advierte que Debord rescata las tesis de Marx y funda sobre ellas su análisis de la sociedad del espectáculo precisamente en unos años, los sesenta, en los que se había desatendido el análisis marxiano del carácter de fetiche de la mercancía. Althusser, por ejemplo, cree por entonces que la teoría del fetichismo “sert de base à tous les interprètes “humanistes”, voire “religieux” de la pensée de Marx”. L. ALTHUSSER: en Marx dans ses limites en Ecrits philosophiques et politiques. T. I. Paris, Stock/Imec, 1994, p. 487.

[13] Buck Morss viene insistiendo en ello; cita a Benjamin: “Erfahrung es el producto del trabajo, Erlebnis es la fantasmagor;ia del ocioso”; es decir, el ocioso, que es aquí el consumidor; la distinción que hace Benjamin entre Erfahrung y Erlebnis “sería paralela a la que existe entre la producción, creación activa de nuestra realidad y su respuesta reactiva (consumo)”. BUCK MORSS, op. cit., p. 368.

[14] Traducciones ligeramente modificadas. Baudrillard sigue haciendo hablar a Baudelaire: “Y cuando Baudelaire dice que la vocación del artista moderno es la de dar a la mercancía un estatuto heroico en tanto que la burguesía no consigue darle en la publicidad más que una expresión sentimental queriendo decir con ello que el heroísmo no consistía en absoluto en resacralizar el arte y el valor contra la mercancía, lo que es sentimental efectivamente, y que alimenta por todas partes hoy todavía toda nuestra creación artística, sino en sacralizar la mercancía como mercancía, hace de Warhol el héroe o el antihéroe del arte moderno. BAUDRILLARD: De la marchandise absolue en Spécial Andy Warhol, Artstudio, nº 8, 1988, p. 12.

[15] G.Agamben publica en Ulises (Febrero de 1972) Il dandy e il feticcio. Más tarde este artículo aparece en el libro Stanze. La parola e il fantasma nella cultura occidentale bajo el título Il mondo de Odradek. (En castellano: Estancias, op,cit.,)

 Es extraño que ninguno de ellos haga referencia a Adorno quien en su “Teoría estética” (Madrid, Taurus, 1980) considera que en Baudelaire “la obra de arte absoluta se encuentra con la mercancía absoluta”(p.37).En p.307 dice claramente que “las obras de arte son realmente mercancías absolutas” (aunque) “la misma mercancía absoluta sigue siendo vendible y se ha convertido en el “monopolio cultural”.

[16] B.Buchloh parece entenderlo de otra manera cuando comenta el artículo de Baudrillard de 1988 en el que liga a Warhol con Baudelaire y considera que hay algo en lo que Baudrillard no ha reparado y es que hace tiempo que la mercancía absoluta ha perdido su nihilismo, su carácter de negación, ahora todo ello se ha convertido en una componente esencial de los dispositivos de dominación del capitalismo tardío. Sobre “el estado de anomia semántica en el que se ha convertido la mercancía absoluta bajo el reino del capitalismo tardío” p. 20.

H.D. BUCHLOH: La ligne Warhol en Les Cahiers du Musée National d'Art Moderne nº 34. Invierno 1990.

G. Celant en el catálogo Andy Warhol, A Factory de Bilbao, 1999: es inútil circunscribir la actividad a un ámbito infravalorado, privado de cualquier poder. Más vale dejarse absorber y fomentar dicha absorción, puesto que si la rebelión artística es una mercancía, la mercancía es rebeldía. Warhol es el “Marx” del arte pop. (?) (La interrogación es mía).

[17] E.DE DIEGO: Tristísimo Warhol, Madrid, Siruela, 1999.

[18] CHAMPFLEURY: Su mirada y la de Baudelaire, Madrid, Visor, La Balsa de la Medusa, 198, p. 259.

[19]La anti– pintura “encarnada”, obsesión de Frenhofer, el pintor de Balzac en La obra maestra desconocida”. No hay en la superficie warholiana, voluntariamente, ni sangre, ni carne, ni venas... Dice Frenhofer: “pero ¿dónde está la sangre que engendra la calma o la pasión y causa efectos especiales?(...)Vuestras figuras son entonces pálidos fantasmas coloreados”. El subrayado es mío. Sobre La peinture incarnée, vease el estudio de G.DIDI–HUBERMAN en: Paris, Les Editions de Minuit, 1985.

“Para mi no existe la comida”, dijo Warhol a un periodista de Vogue. “Me gustan los caramelos. También me gusta la sangre.” (?) La interrogación es mía. (Citado en V.BOCKRIS: Andy Warhol. La biografía, Madrid, Arias Montano, Ed, 1991, p. 225.

[20] Estrella DE DIEGO (op, cit.,) considera que el sueño de glamour de Warhol es llevado a cabo en la síntesis de sus dos mundos, donde se une lo que aparece disociado, entre el pasado –de los objetos que colecciona –consume– y el presente lo que produce (p.130) Una vez más evitamos inclinarnos por un vector de modernidad pura y dura que anule toda experiencia de un pasado que lucha por “presentarse” en el ahora. Por ello su obsesión por tener un pasado y ese “adoptar subjetividades, caretas que no mostrarán al personaje “real” cuando tiremos de ellas porque detrás de cada careta siempre habrá otra y luego otra más ad infinitum. Y para ello “decide adoptar un aspecto que se mantiene estable para que los espectadores sigan pensando que es idéntico a sí mismo”. (133)

[21] Me acerco en este sentido a uno de los “tres personajes Warhol” de Thomas Crow para quien el mejor de todos ellos sería el que anima un tipo de experiencias en la cultura no–dominante que van más allá del mundo del arte. T.CROW: Saturday Disasters: Trace et référence de la première période de Warhol en Artstudio, (Spécial Andy Warhol), 1988.

[22] En Febrero de 1966, Warhol ya había organizado en la cinemateca de Nueva York, dirigida por John Mekas, un show multimedias denominado Up–tight, una combinación de películas, juegos de luces, diapositivas, bailes, fotografía y música.

[23] V.BOCKRIS,op,cit., p. 256 y ss. Según declaraciones de John Cane del Velvet Underground: “El Exploding Plastic Inevitable, el espectáculo organizado por Andy, era... Todos esos socialistas, Walter Cronkite, Jackie Kennedy, que bailaban abajo sobre esa música fortísima, en ese lugar sombrío, con esa bola de plata y esos proyectores, cuatro películas proyectadas simultáneamente unas sobre las otras, con diapositivas bajo todo eso... Era increible, Andy tuvo la idea de gente vestida de negro sobre el escenario, queriendo tocar de espaldas al público y en la oscuridad, y con una chica muy alta vestida de blanco en medio...The Velvet Underground & Andy Warhol en Les Inrockuptibles, nº 24 Jul/AGosto 1990, p.70.

[24] John Cane, de Velvet Underground: nuestra música nada tenía que ver con Baez o Bob Dylan, “no se trataba de How many ways must a man...La mayoría de las canciones de la época se hacían muchas preguntas y las preguntas me aburrían”, en Les Inrockuptibles, nº 24 Jul/AGosto 1990, p.61.

[25] S. BUCK MORSS, op, cit., trata de reconstruir ese mundo de los sueños sobre el que trabajó Benjamin y no deja de señalar siempre la advertencia de una continuidad en nuestro presente. “Si el flâneur ha desaparecido es que su actitud perceptiva satura la vida moderna, en particular la sociedad de consumo de masas (y es la fuente de sus ilusiones)”.

[26] Este epìlogo del artículo: “Y vuelta a empezar”, es sólo el inicio que reclama un estudio posterior que aquí sólo se enuncia.

[27] Josu LARRAÑAGA: Instalaciones, San Sebastián, Nerea, 2001.